jueves, 16 de octubre de 2008

Una victoria por las derrotas

© Manual para canallas

La mirada de Andrea era igual de nítida que las finanzas de un político en campaña. “¿Qué… tú también me vas a dejar?”, preguntó bastante ebria. “La bronca no es que te dejen, sino que hace mucho que tú te abandonaste”, dije sin reparar en que ella no estaba para entender ni madres. “Bla, bla, bla, a mí no me eches tus rollos”, se aferró a la Victoria con actitud derrotista. “Todos me dejan, nadie me quiere”, lamentó y quiso beber otro sorbo de cerveza, pero la botella estaba vacía. “Pídeme otra”, señaló el envase. “Ya pasan de las cuatro de la mañana”, señalé mi reloj a sabiendas de que era inútil. “¡Y qué!”, protestó, “al fin que no trabajo mañana”, quiso decir al rato, pero a esas alturas daba igual. Hice una seña al mesero: una más y la cuenta. Allí estábamos, en aquel baresucho que ella eligió para celebrar su cumpleaños. Estuvieron sus amigas, algunos compañeros de trabajo y los invitados de alguien conocido. A mí sus amistades me daban lo mismo. Además, no soy del tipo que le cae bien a todo mundo. “Dice Mónica que eres insoportable”, me comentó Andrea alguna vez. En una fiesta, ya con unos tragos encima, la misma Mónica me lo echó en cara: “Me caes mal porque te crees mucho”. Ni siquiera pudo ser contundente para ofender. “Ya somos dos. Yo también me caigo mal a veces”, respondí, “pero tú me caes peor porque te fijas en mí, en lugar de preocuparte porque ese maquillaje te hace ver más vieja”. Me di la vuelta, aunque alcancé a distinguir el rencor en sus ojos. En otra ocasión, Mónica intentó hacer las paces: “No eres tan mala persona, pero a veces resultas insoportable”. Ni tuve que esforzarme para que me odiara. “Tú no eres tan fea, pero esa falda te hace lucir más gorda”, ella abrió la boca sin saber qué decir. Lo malo de las relaciones de pareja es que son como los McTríos: aunque no te gusten las papas, ya vienen en el paquete. Yo tenía que lidiar con una novia borracha y encima soportar sus amistades.

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También, en otra reunión, Daniel intentó provocarme. “¿A poco muy chingón?”, sonó envalentonado por los tragos que llevaba encima. “¿A qué te refieres?”, inquirí con tono pausado. “Te he leído y no me parece la gran cosa”, aclaró. “No escribo para cosechar elogios, sino para generar rencores de la gente frustrada”, acentué. “Ahhh, entonces reconoces que escribes mal”, no pescó la indirecta. “Yo sólo dije que la gente no sabe leer entre líneas, que mis historias no son aptas para pendejos”. Se ofendió. “A mí no me dices pendejo” y me encaró. Humberto se metió en medio. “Ya, no mamen, estamos chupando tranquilos”, pinches lugares comunes. “Nomás porque estamos en casa ajena, si no te madreaba”, amenazó Daniel. “Los perdedores podrían hacer una antología de pretextos”, me burlé. Desde entonces me detestó. Nunca se animó a probar mi gancho derecho. Los amigos de Andrea eran patéticos. Por eso, en la enésima fiesta me fui antes de que ella se emborrachara. “Si te vas, te olvidas de mí”, me retó. “Tu invitación es demasiado tentadora”. Me largué sin aspavientos. Una hora después sonó mi celular: “Ven por mí, porque si no, no respondo”. Yo sabía a lo que se refería. Siempre que Andrea decía eso era porque alguien la estaba perreando. “Mira, Andrea, ya me cansé de tus jueguitos. Si quieres acostarte con alguien al menos ten cuidado de no llamarlo por mi nombre”. Colgó tras el típico “maldito, te odio”. Llegó a las ocho de la mañana. Ese mismo día empaqué mis cosas. A veces me pregunto por qué siempre me enrollo con mujeres fatales, con las ebrias, con las más insanas, con las que siempre parecen estar huyendo de algo. Un enfermo busca a otro enfermo, me comentó un día mi madre, que es experta en terapias de grupo o esas ondas de los alcohólicos anónimos. Algo tendrá de razón, porque a mí las niñas buenas no me llaman, no me atraen. Siempre terminó ligando con las que bailan como si el diablo las estuviera acariciando. Y tengo un álbum lleno de besos salvajes y deseos como fuego. “No hay nada como la victoria”, comenté una noche que ganó el Cruz Azul. “sí, pero la Corona también es muy rica”, agregó Andrea con su habitual frivolidad. “Salud por éso”, levanté mi trago de ron para sellar su humor involuntario. Una vez más, ella se iba a emborrachar más que yo. Nunca las letras de Ernesto Cardenal fueron más certeras:

“Como latas de cerveza vacías
y colillas de cigarros apagados,
han sido mis días.

Como figuras que pasan por una
pantalla de televisión y desaparecen,
así ha pasado mi vida…

Y no ha quedado nada de aquellos días,
nada, más que latas vacías
y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas,
boletos rotos,
y el aserrín con que
al amanecer barrieron los bares”.

Ya tiene un buen rato que rompí con Andrea, pero de vez en vez me llama de madrugada para decirme con voz borracha que “pusieron una canción que me recuerda a ti”. Ya me cansé de repetirle que “no es malo ser idiota, sino insistir en hacerlo evidente”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 16 de octubre de 2008

 

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