jueves, 17 de julio de 2008

Con poco apego a la vida

© Manual para canallas

“¿Siempre eres así de raro?”, la pregunta me pareció ofensiva pero en cuanto levanté la vista aquella sonrisa me desarmó por completo. “¿Raro en qué sentido?”, respondí con otra interrogante”. Ella me tocó el brazo. “No sé, como muy callado, muy misterioso”, volvió a sonreír. Ya no supe qué decir, sólo atiné a devolverle una mueca que intentó ser sonrisa. La chica era delgada, con curvas, con una blusita ajustada y shorts provocativos. “¿Qué vas a tomar?”, preguntó con el tono habitual de las meseras guapas. De eso hace unos años. Y puedo olvidar un rostro, pero jamás las conversaciones. En ese entonces acababa de entrar a trabajar a un periódico, así que de tarde en tarde o de noche en noche me iba al bar de un lado para preparar alguna nota o planear la entrevista del año, que por cierto nunca llegó. Iba solo porque en la chamba me veían más como competencia, que como compañero. Además, nunca he sido proclive a los halagos y sí partidario de la crítica. De tanto asistir al bar, me volví cliente consentido. Todas las chicas me saludaban de beso y me recibían con la frase clásica: “¿Te sirvo lo mismo?”. Claro que por lo general buscaba sentarme en una de las mesas que atendía Darina. Al principio apenas nos saludábamos, pero después de un tiempo me pidió que la invitara a salir en su día de descanso. Ya luego la esperaba a la salida y nos emborrachábamos juntos en los bares de la Zona Rosa. Al principio, sólo nos divertíamos, pero luego no pudimos más con los deseos y terminábamos en algún hotel porque ambos vivíamos con nuestros padres. Según me contó un día, sus papás le pusieron Darina porque su madre se llamaba Daniela y su abuela paterna Karina, así que optaron por conjugar ambos nombres para que las señoras no se enojaran una con la otra. “Imagínate, si hubiera sido hombre me habrían puesto Enrivier”, me comentó divertida, porque su papá se llamaba Enrique y su abuelo Javier. Era una chica linda, pero sólo estuvimos juntos como un año. Yo tuve que irme a trabajar a Guadalajara, más por gusto que por necesidad.

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Darina se quedó con su trabajo, porque la neta es que nunca planeamos algo juntos. Ya luego se clavó con un wey que era guarura de un diputado priísta, pero el muy ojaldra la dejó cuando supo que estaba embarazada. Darina perdió el bebé porque siguió trabajando y no sabía que su embarazo era de alto riesgo. Se quedó con algo de amargura, pero siguió adelante. De todo esto me enteré cinco años después que regresé a territorio chilango. Cuando me volvió a ver, le dio mucho gusto. Igual que yo, estaba sola, así que me pidió que la esperara. Seguía siendo hermosa, aunque con la piel un poco marchita y unos kilos de más que se acentuaban con su minifalda. Fuimos a mi departamento a beber y escuchar música. Me dijo que su ex la seguía buscando, sobre todo cuando estaba ebrio. Ella cedía porque se había cansado de las promesas de aquellos clientes que le prometían todo y nunca le daban nada. “Ya me la sé, ya la aprendí, pinche Robert, hay weyes que me ponían casa y coche a la puerta”, pero en cuanto se la tiraban se olvidaban de todo. A las cuatro de la mañana ya estaba muy ebria, así que se quedó dormida. Sí, yo también estaba solo, pero nunca me he sentido desesperado. He aprendido a mantener a raya a mis demonios, así que en cuanto rugen me pongo alerta. Fui por un cobertor, acomodé a Darina en el sofá, y me fui a recostar. Desperté al escuchar ruido en la cocina. Ella quería hacer algo de desayunar. “Está bonito tu departamento, pequeño, pero habitable”, me recordó como si yo no lo supiera. Le pedí que me diera chance de bañarme para ir a almorzar fuera. Le invité una birria y unas chelas. Luego la llevé a su casa. Quiso despedirse con un beso en la boca, pero puse la mejilla izquierda. “¡Ay, tú siempre tan chocoso”, sonrió con su sonrisa de siempre. “Ojalá nos veamos pronto”, exclamó como suplicando. Ella sabía que yo volvería al bar de siempre. Sólo que demoré más de lo previsto.

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De emergencia me mandaron a Chiapas, así que apenas pude empacar unas cuantas garras. Un año más tarde me volvió a llamar la ciudad de la furia. Era un viernes, recuerdo, cuando entré a ese sitio tan familiar, aunque habían cambiado los manteles. Aunque había meseras más jóvenes, el sitio tenía el mismo aire triste, más viejo, con menos brillo, un poco extraño y tal vez por eso me sentía a gusto. Me senté, encendí un cigarrillo, pedí Apletton con coca. Luego llegó a saludarme Marcelino, que llevaba años trabajando por allí. Le pregunté por mi amiga. “¿A poco no sabe, jefe?”. Entendió mi expresión de duda. “Se murió la Darina”, observó mi gesto de asombro, “bueno, la mató su novio, el que era judas”. Le comenté que era una mala noticia, quise aparentar serenidad, pero supongo que notó mi pesar, porque se despidió discretamente. Miré el humo del cigarrillo. Pensé en Darina. Era una buena chica, como dirían en una canción Los Secretos, te juro que era buena chica, aunque con poco apego a la vida. No voy a mentir, no lloré por ella, porque sí bien la quise un poco, nunca llegué a amarla como tampoco ella lo hizo. Siempre me dijo que un día se iba a casar con un señor de varo, de esos que siempre se ven elegantes. Acabé un par de tragos, pedí la cuenta y me fui caminando. Al pasar por la iglesia de San Judas pensé otra vez en Darina, compré una veladora, entré y deposité una plegaria a su memoria. Es lo menos que puedo hacer por ella. Ojalá algún día alguien haga lo mismo por mí, aunque nadie me llore. Sí, en verdad, que era buena chica.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 17 de julio de 2008

 

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