jueves, 27 de septiembre de 2007

El rock no tiene la culpa

© Manual para canallas

“Soy una persona muy normal, que va al mercado, que viaja en metro”, me dijo Thalía actuando como una chica sencilla. “¿Y sabes cuánto cuesta un boleto del Metro?”, fue mi siguiente pregunta. “Este, mmm, ¿cinco pesos?”, respondió de manera estúpida y luego cambió el tema. El resto de la entrevista no lo recuerdo, pero eso era suficiente para darme cuenta de lo falsa que era esa tipa.

Siempre quise ser reportero de música, pero nunca imaginé que para especializarme tenía que soportar a gente tan vacía. Sí, tuve que pagar el peaje y lidiar con personas insoportables, como Paulina Rubio, Cristian o Arjona, que tienen tantas ideas brillantes como un muestrario de pinturas Comex. Claro, tampoco era algo que te provocara pesadilla o te quitara el hambre. Yo era feliz reseñando conciertos de rock o creyéndome parte del éxito de Café Tacuba o la Maldita Vecindad, aunque no fuera cierto. Así tuve chance de ver U2 en México, a los Stones, el nacimiento de Zoé, alguna parranda de Sabina, el primer disco de Oro de Café Tacuba. Y encima de todo me pagaban por algo que disfrutaba. Empecé en un periódico muy venido a menos, pero en que esa época me daba mucha libertad, así que lo recuerdo con cariño. Ya luego deambulé por otros diarios y me volví experto en trasnochadas, en criticar discos y en conocer a toda clase de personajes extraños.

Incluso yo creía ser amigo de todos los rockeros, pero en ese medio la lealtad escasea igual que la esperanza entre los presos. Sin embargo, me llevaba chido con algunos músicos o al menos me saludaban cada que me los encontraba. A Joselo, de Café Tacuba, solía encontrármelo en el bar Milán y cruzábamos algunas palabras. El Abulón, de Las Víctimas del Doctor Cerebro, no salía del Chopo y hasta intercambiábamos discos. Y Rocco, el cantante de la Maldita Vecindad, estudiaba periodismo en la misma facultad que yo, así que ya éramos viejos conocidos.

También Tavo, de Resorte, iba en mi salón pero se volvió tan mamón que ya no se acuerda de nadie. Ahorita que me acuerdo, los de Maná todavía me deben una guitarra autografiada que me habían prometido cuando grabaron Rayando el sol, que porque era la mejor entrevista que les habían hecho. Por supuesto que sólo estaban tratando de quedar bien. Falsedades hay en todos lados. Y conste que no lo digo por sus canciones.

***

Cierta ocasión presentaron una antología de Rock en tu idioma en el bar la Tirana y una amiga que trabajaba en la disquera me dio como 70 tickets para canjear por bebidas.

Yo estaba en la barra cuando llegó a saludarme Joselo, de Café Tacuba, así que le invité una cerveza, luego se acercó Chá, de Fobia, y mientras comentábamos la selección de canciones se sumó Lino Nava, de la Lupita. Un rato después llegó Saúl Hernández, de los Caifanes y ahora Jaguares, que venía “colocado” con pastas o no sé que madres. Cuando me vio invitando tragos me preguntó si yo trabajaba en la disquera. “No manches, yo sí sé de música”, dije con sarcasmo. Todos festejaron la ocurrencia. “Este wey escribe muy chingón”, le dijo Joselo y la neta es que me sentí halagado. Entonces le dije a Saúl que yo era reportero. Hizo cara como de “ya qué, algún defecto debías tener”, pero aún así me preguntó mi nombre. Allí estuvimos un buen rato. Ya luego se cortó Lino Nava porque iba con una vieja. Y después le llegó el Chá porque alguien de Los Amantes de Lola lo invitó a una fiesta a la Condesa. El resto nos seguimos emborrachando como hasta las dos de la mañana, hasta que nos corrieron.

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El cantinero parecía buen tipo, pero resultó insoportable.

Bueno, quizá yo también lo sería si atendiera a cientos de borrachos que no son capaces de ponerse con 20 varos para lo propina. En fin, que el individuo también se estaba echando sus tragos y lo que empezó como una broma se volvió un calvario: “Chúpenle, brothers, antes de que nos olviden”, dijo parafraseando una rola de Caifanes. La ocurrencia nos causó risa y desde ese momento se especializó en hacerse el chistosito. Luego le dijo a Saúl algo así como “préstame tu peine, para peinarme el alma” y así sucesivamente, siguió jugando con algunas frases desafortunadas. Cuando vio que dejó de ser simpático se empeñó en torturarnos y cada que se acercaba nos cantaba el corito mamón de “antes de que nos olvideeeen”. Yo ya estaba hasta el gorro y lo hubiera mandado a la goma, pero era la única barra y a mí lo único que me interesaba era que nos sirvieran tragos.

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Platicamos de mil cosas, del rock mexicano, de lo mamilas que son los argentinos, de los mejores discos de Tom Waits, de lo viejos que estaban los Rolling Stones, de la basura que hace Maná, del presidente tan gris que teníamos, de lo triste que resulta que los mexicanos sólo lean el TV Notas, y así sucesivamente. El pinche Saúl ya andaba hasta el full y cuando le invité el enésimo trago me tomó de la cintura mientras me decía “me cai de madres que eres pocamadre”. Mi reacción fue instintiva. Me hice a un lado y le dije “salud, pinche Saúl”. A mi no me consta, pero me habían llagado rumores de que era bicitaxi, bueno bisexual para que me entiendan. Así que preferí mantener mi distancia. Poco después se acercó una chava bastante buena y le dijo que perdonara el atrevimiento pero que siempre lo había admirado. Él le sonrió y le dijo una sarta de lugares comunes. La chava le tiraba la onda y el trataba de batearla. Ella no se iba. Hasta que lo hartó y él le dijo que le diera chance de estar con sus amigos. La chica trató de integrarse y dijo algo absurdo. Yo quise hacerle la plática, pero me dijo “sabes qué, no me interesa, no estoy hablando contigo, estoy hablando con Saúl”. Él se sacó de onda y le recriminó su actitud: “Mira, niña, ya te dije que estoy con mis amigos, así que dame chance, ábrete”. Ella se ofendió. “Uy, pinche mamón, si así tratas a tus fans, entonces un día te vas a quedar solo”. Ni hacía falta que lo dijera. Se largó desairada. Saúl trató de justificarse, aunque no era necesario. “Yo sólo quiero ser un tipo normal, pero no me dejan. Vale madre, ni un pinche trago me puedo tomar en paz”. Salud, dijo. Chocamos los vasos. Aquella noche éramos muy brothers y el mayor de los caifanes hasta prometió que me iba a dedicar una rola en su próximo concierto. Cuando se lo conté a mi novia se emocionó y lamentó no haberme acompañado. Volví a ver a Saúl varias veces, pero será que estaba sobrio o que tiene corta memoria porque deje de ser su brother. Y nunca me dedicó la rola prometida. Algo he aprendido, en este medio sobran los conocidos y escasean los amigos. Pero como diría Charly García en uno de sus himnos, “pero el rock no tiene la culpa de lo que pasa aquí”.

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
27 de septiembre de 2007

manualparacanallas@hotmail.com

 

jueves, 20 de septiembre de 2007

Si los santos te dan la espalda

© Manual para canallas

La bala apenas le rozó el brazo, lo que habla de la mala puntería de quien disparó, pero El Rikki besó su rosario y agradeció la ayuda divina: Gracias San Juditas, me cai que luego te llevo tu veladora, pensó mientras se limpiaba la superficial pero escandalosa herida. Antes de irse para su casa pasó con El Rulo para ver si le hacía un paro. “No mames, pinche Rulo, por poco y me carga el payaso”, le dijo apenas entró. Su cuate entendió en cuanto vio la mancha de sangre. “Pásale wey, ahí en el baño hay alcohol, y deja ver si te consigo una venda”. El Rikki se clavó sin saludar a nadie, porque sabía que la vieja del Rulo ni lo tragaba. “Pinche vieja, te crees la gran nalga”, le escupió el día que le tiró la onda y ella lo bateó: “Estúpido, pero deja que despierte El Rulo y le voy a decir que te pasaste de lanza”. Aquel día estuvieron bebiendo hasta que amaneció, pero El Rulo se quedó dormido. El Rikki ya andaba bien pasoneado con una piedra y los tragos, así que se le hizo fácil meterle mano a la esposa de su cuate. Cuando Mireya le dijo a su marido, éste le contestó como el típico imbécil que suele ser: “Estás loca, El Rikki no haría eso. Además, seguro andas de ofrecida”. Ella azotó la puerta y se encerró a llorar. Unos días después, en otra peda, El Rikki se justificó: “No manches, mi Rulais, tu vieja se aloca cuando pistea”, hizo una pausa para mirarlo a los ojos, “fíjate que cuando estábamos sentados me abrazó y me quiso dar un beso, pero pues tu sabes que entre la bandera no nos andamos con mamadas, verdad”. El Rulo sintió cómo se encendía su rostro. “Yo nomás le dije que se alivianara y me paré en chinga, entonces ella como que agarró la onda y ya mejor se quedó tirada en el sillón”, añadió El Rikki, “pero no pienses mal, Rulais, se me hace que pensó que eras tú, ya sabes que las pinches viejas se pierden con el trago”. No hay pex, contestó Raúl, y siguió en el desmadre. Pero esa madrugada llegó a su casa bien machito y se desquitó con Mireya. Y cuando la golpeaba no dejaba de repetirle que era una zorra. Mientras eso sucedía, El Rikki se carcajeaba frente a una teibolera sin escrúpulos y menos ropa.

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“Qué tranza barrio, ponte para unas guamas”, me dijo aquel escuincle de cabellos erizos antes de que entrara a la tienda. “Camarón, ahorita que salga le atoro”, respondí. Compré unos cigarros, un par de cocas y dejé pagadas dos caguamas. “Ya está, ese, ahí pides un par de guamas”, le dije cuando pasé junto al chaval y sus dos amigotes. “Va´mba padrino, ya estás en el compás”, se alegró y yo maldije que el muy ojaldra ni siquiera fuera capaz de dar las gracias. Y así era algunos domingos, cuando no me gorreaba un cigarro me sacaba una chela. Luego supe que le decían El Rikki, pero que no se llamaba Ricardo, como supuse, sino Christopher. Él mismo me comentó que lo de Rikki era porque en los teibols le gustaba pedir vodka Rikki, que es la peor combinación del mundo, pero él sentía que eso era muy elegante. Pobre diablo. Y me enteré que era ratero de la manera más común. Un día me ofreció un reloj swatch en 300 varos, otra ocasión trató de venderme un autoestereo “bien bara, barrio, nomás porque ando bien erizo”, y luego quería 500 pesos por un i-pod “nomás porque me caes pocamadre, aunque seas medio mamila”. Siempre le dejé claro que cuando quisiera le invitaba las cervezas, pero que no le iba a comprar nada. Cuestión de principios. Y aunque lo entendió, nunca dejaba de ofrecerme cualquier cosa, “ya sabes, carnalito, es roberto, como tú”. Al principio no entendí, pero ya luego me dijo que “es roberto” quiere decir que “es robado”. Vale gorro, si la gente usara su ingenio para cosas productivas, este país sería una potencia mundial.

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Los días 28 de cada mes, El Rikki se lanzaba a la iglesia de San Judas Tadeo, allá por el metro Hidalgo, con su enorme santo de yeso que estaba cargado de escapularios y listones rojos, verdes o blancos. Siempre eran mandas, un ritual de agradecimiento porque “sanjuditas es mi protector”, decía con seriedad, “porque me ayuda a buscar la chuleta”. Nunca he entendido esas cosas, pero soy muy respetuoso de las creencias de la gente. Lo que me brincaba era que necesitara ayuda divina para hacer el mal. Bueno, las teiboleras tienen su virgencita en el camerino y los narcos tienen en Malverde a su santo patrono, así que nada debería extrañarme. En fin, que El Rikki cumplía religiosamente con sus visitas a la iglesia. Aún así, un día le fallaron los rezos o sus escapularios eran piratas, porque lo fueron a balear afuera de un Oxxo. Hay quienes dicen que intentó atracar a un judas de verdad. También se rumora que lo traicionó su cómplice después de que asaltaron la tienda. Lo cierto es que su madre y sus hermanas se pusieron histéricas cuando lo vieron tirado sobre el asfalto. No hay rezos, ni plegarias que sirvan de algo si los santos te dan la espalda.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 20 de septiembre de 2007

 

jueves, 2 de agosto de 2007

Ábrase en caso de emergencia

© Manual para canallas

Ximena renegaba de sus raíces españolas, no le gustaba su piel blanca y detestaba la constelación de lunares en sus brazos y espalda. Lo mejor era su sonrisa, “porque me la heredó mi padre, que era un ranchero de Chihuahua”, solía aclarar. A mí me encantaba verla acostada boca abajo mientras se carcajeaba con un cómic llamado Mortadelo y Filemón. Tenía una caja llena de ellos, que le regaló su tía la Cande, que en realidad se llama Candela y es más fría que un médico forense. A mí sus parientes españoles no me hacían ni gracia, pero agradezco que siempre se mantuvieron alejados. Eso después de que un día su prima, la Monse, le dijo que cómo era posible que ella, tan guapa y tan altiva, andaba con un pobre diablo que ni siquiera tenía auto. Yo no tenía auto, desde luego, pero nunca he sido un pobre diablo. Tengo mis malas rachas, sí, pero sólo son temporales. Soy un mal administrador hasta de mi optimismo y cuando es época de bonanza lo disfruto y me vuelvo despilfarrador; pero si son tiempos austeros, me aguanto y hasta soy ahorrativo. Eso me ha acarreado algunas rupturas amorosas e infinidad de discusiones, pero así me educaron y eso parece que no puedo remediarlo. Pero estábamos en que Ximena era hermosa, aunque soy poco afecto a las güeras. Ella me amaba con locura, y cuando digo con locura me refiero a un modo en cierta forma afectado. Nada era normal con ella, todo se iba al extremo. Podíamos tener dos días de encierro, leyendo, mirando películas, bailando desnudos, follando hasta que amanecía. Y también pasábamos semanas enteras sin hablarnos, después de una pelea por sus estúpidos celos.

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Aunque su madre era española, Ximena tenía todo de chilanga: era malhablada, desconfiada, sensible y segura de sí misma al mismo tiempo, siempre andaba a las prisas, y ningún hijo de papi la mareaba. Era imperfecta, como toda mujer hermosa lo suele ser, pero cuando la mirabas desnuda no podías más que agradecer a los dioses por tenerla a tu lado. Pero la depresión la fue consumiendo. Era bipolar, también como la mayoría de los chilangos, pero lo peor era su autoestima. “Me veo horrible”, decía después de tres días de encierro, “¿verdad que me veo horrible?”. Yo la abrazaba y le repetía que me parecía hermosa, pero ella se empeñaba en tirarse al suelo nomás para que la levantara, una y otra vez. Un día fue a visitar a su madre y no regresó más. Así pasaron algunos meses. Me negué a buscarla. Hasta que la instalaron en un psiquiátrico luego de que intentó suicidarse un par de veces. No sé qué carajos andaba buscando, ni qué tantas porquerías se había fumado antes de conocerme, ni cuánta basura llevaba acumulada en su alma, pero era desesperante verla hecha un guiñapo. Varias veces la visité en el hospital. Su madre siempre me pedía que ayudara a su hija, “porque te adora y contigo es con el que ha durado más tiempo”.

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Yo traté de ayudar a Ximena, pero nadie pudo hacer gran cosa. “Eres un buen muchacho y sé que la amas”, me dijo su jefa antes de que mis pasos se resistieran a volver a esa casa de techos altos y cortinas de terciopelo. Lo primero que se me vino a la mente fue que ese no era un hogar, que hacían falta ventanas o que la luz tenía prohibido el paso. Entonces recordé las palabras de Ximena:

“Tu casa está llena de discos, de libros,
pero sobre todo de relámpagos y resplandores”.

Siempre fue algo rebuscada al hablar. De su infancia prefería no comentar mucho, sólo se limitaba a externar que fue una niña reprimida, triste, siempre atormentada por el fuego de ese infierno que eternamente prometen a los pecadores. Le encantaba leer, pero no hacía gran cosa. Le chocaba estar en el negocio familiar, que era un par de panaderías, así que la mayor parte del tiempo se la pasaba en mi casa. Vivía de las rentas de su padre y malvivía de sus propias inseguridades. Odiaba el deporte, no le gustaba viajar, se quejaba de las multitudes, detestaba el fútbol y nunca quiso tomar ni un curso de fotografía. Hablaba bien inglés y algo de francés, porque vivió fuera un tiempo, pero creo que intuía que no andaría por aquí mucho tiempo. Fuimos pareja durante un año y la verdad ya no la extraño, pero de vez en vez encuentro una foto suya o una de esas frases que me escribía y es entonces que me gustaría tenerla otra vez en mi cama, aunque sólo fuese para verla leyendo un cómic bocabajo. Escribo esto mientras observo un dibujito que me dejó un día y que se titulaba “Ábrase en caso de emergencia”. Era una máquina de golosinas, con algunos remedios contra la vida. Quizá deba dedicarle alguna plegaria o escribirle algún poema oscuro. Mejor me emborracharé esta noche oyendo a los Guasones, una y otra vez, mientras cantan eso que dice:

“Fuimos mucho más que nada,
fuimos la mentira, fuimos lo peor,
fuimos los sábados a la madrugada
por esa ambición.

Y ahora estoy en libertad
y ahora que puedo pensar
en no volver a ser ese mismo de antes.

Que tristeza hay en la ciudad, amor.

Sábado soleado
y en el centro de la estatua del dolor
me sentí parado, me sentí parado…

Fuimos mucho más que todos,
reyes de la noche, de esta tempestad…

Fuimos perros de la noche,
oxidados de tristeza”.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 02 de agosto de 2007

 

jueves, 14 de junio de 2007

Lo peor de ti mismo

© Manual para canallas

Uno de mis lectores es el mejor escritor del mundo. Incluso es un genio, pero sólo él lo sabe. Y los editores son imbéciles o ciegos o sólo unos inútiles que no saben apreciar el talento. Él cree que todos escriben basura, que sólo lo suyo vale la pena. Así era yo en algún tiempo, pero ya he madurado. Y me manda cartas en las que me dice que soy muy malo, que a él no lo engaño, que mis historias apestan.

Puede que tenga razón, no lo sé a ciencia cierta, porque a veces yo mismo desconfío de mis capacidades. Como medio mundo, tengo altibajos: unos días amanezco optimista y me empeño en terminar mi libro; pero alguna semana me siento un engañabobos, alguien que los ha timado y que cuando lo descubran perderá lo poco que ha ganado. La mayor parte del tiempo no pienso en esas cosas y me entretengo en cosas mundanas: jugar Resident Evil 4 en el PlayStation, escribir mis memorias, hacer el amor con frenesí, trabajar algunas horas, beber ciertas madrugadas, brindar con extraños, eludir a la muerte, maldecir a los que especulan con el maíz y evitar transformarme en lo que era mi padre. Mi existencia parece no llevar a grandes hazañas, ni a obras inmortales, pero ya es suficiente con no ser una carga para mi madre.

En fin, les decía, que tengo un lector que es el mejor escritor del mundo y el peor juez de sí mismo. Una de sus sesudas críticas fue preguntarme "¿y encima te pagan?". Sólo atiné a responderle que está loco, que cómo me van a pagar por escribir basura. En realidad escribo porque mis ansias, mis miedos, mis defectos son una jauría de pequeñas bestias que me roen las neuronas, las entrañas. Y en efecto, escribo por gusto, porque mi sueldo no incluye este Manual para canallas. A mí me pagan por otras tareas, igual de apasionantes.

Es más, así como este lector que se llama Zeus o Thor o Poseidón o alguno de esos nombres dignos de los dioses, habrá muchos que piensen lo mismo, ciertas mujeres que me detesten por ser tan ojaldra, algunos hombres que me odien porque me leen sus novias y hasta alguna señora que crea que estoy echando a perder a su hija. Pero son más lo que encuentran en estas líneas una razón para reír, para sentirse menos solos, para no llorar a oscuras, para comprender que los desesperados somos una legión y que algún día gobernaremos aunque sea nuestro propio destino. Yo ruego para que sean cada vez más los que encuentren en estas letras lo mejor y lo peor de sí mismos.

***

Lo peor son los imitadores. No falta quien se haga pasar por este servidor para quedar bien con los amigos, para ligar en las cantinas. En Internet sobran los farsantes que se autodenominan los autores de este manual para locos. Uno de ellos hasta tiene su página en myspace y se fusila mis textos sin autorización. Incluso imita hasta mi correo electrónico: en lugar de manualparacanallas@hotmail usa manual_para_canallas@hotmail. Y es tan patético que pide dinero prestado a las viejas y les promete que les escribirá una historia. Un lector me contó que a su hermana la engañó con esa historia. Y lo peor de todo es que, me dice mi cuate que le contó su carnala , es que está bien pinche feo. Y encima se llama Eulalio o Marcelo, creo. ¿Habrá alguien tan tonto que no le haya podido preguntar de qué tratará la historia de mañana o el título de su próxima canallada? Hasta pensé en mandarle a los abogados, pero creo que mejor lo buscaré para madrearlo. Sólo tengo algunas pistas: que toca en una banda bien chafa, que bebe en la Hija de los Apaches y que dice que Roberto G. Castañeda es un seudónimo. Por si las moscas, para que no los lleve al baile , ahí les van mis generales: la G es de García, así que soy Roberto García Castañeda, nací en Durango, Durango, soy alto (1.85) y delgado, uso el cabello un poco largo (como el doctor Sheppard, de la serie Grey), sólo sé tocar la guitarra y tengo la mirada triste que me heredó mi madre. Ah, y no bebo otra cosa que no sea ron, y me emborracho como si la muerte me hiciera los mandados, y fumo Marlboro blancos, y nunca uso ropa negra, y odio las mentiras, y me encantan las mujeres guapas pero no uso mi columna para seducir a ninguna, ni para quedar bien con nadie y mucho menos para aplaudirle a los políticos. Y ya pienso seriamente en dejar de escribir tonterías.

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
El Universal

Jueves 14 de junio de 2007

manualparacanallas@hotmail.com

 

jueves, 25 de enero de 2007

La estupidez nunca pasará de moda

© Manual para canallas

Mi madre cuenta que mi padre decía que la escuela no servía para nada, que sólo convierte a los hombres en tipos blandos. Qué mal plan. No me sorprende que José Antonio, aquel sujeto que para mí es un extraño, haya pensado de esa forma, si apenas terminó la primaria y encima es un bueno para nada. Además, no conozco a un abogado que no sepa estafar al prójimo, o a un político que vele por los intereses del pueblo antes que hacerlo por los propios. Como quiera que sea, en algo le doy la razón a mi ausente padre: la escuela no me sirvió para nada que no haya podido lograr por mi propio esfuerzo. Lo que nadie me quitará de la cabeza, nunca, es que ese tipo que me dio la vida es un auténtico desastre. No por nada un buen día tomó sus pertenencias y se marchó con una mujer más fea, aunque más joven y caderona. Antes hubo una pelea: Él abofeteó a mi madre; ella le arañó la cara, mientras mis pequeños hermanos lloraban. Yo opté por el silencio, el estupor, ese miedo a lo inexplicable, mientras ardía de impotencia. A mis ocho años sabía que eso no estaba bien, que había que ser muy ojaldra para pegarle a alguien más débil. Ese fue el primer fogonazo en mi existencia. Todo se reduce a eso: la vida es una sucesión interminable de flashazos, de descargas que te fulminan y te cambian la vida, para bien o para mal.

Estoy sentado con mis cuates, jugando dominó, como si nada, bebiendo unas cuantas Coronas tan frías como los besos de una prostituta, cuando de repente un individuo de la mesa contigua se me queda mirando feo y trato de ignorarlo, pero el pinche morbo de verle la cara de imbécil puede más. Sigue lanzando destellos de furia. De pronto me reta: "¿Qué me ves, wey?".
Le miento la madre con un silencioso movimiento de la boca, mientras aprieto los dientes. "Bueno, ¿qué pedo, culero?", pregunta el imbécil con tono de Charles Bronson y cara de cacique priísta.
"Es lo malo de beber en cantinas de la colonia Tabacalera", le digo a Raúl y Paco al momento de hacer la sopa y concentrarme en ganar la siguiente partida. Ellos ríen discretamente.

Ignoro al buscapleitos. Él insiste en hablar y soltar mentadas. Se para, se acerca un poco tambaleante, me reta y antes de ponerme de pie sé que la tengo ganada. Está lo necesariamente ebrio como para aguantar sólo dos chingadazos. Me paro rápidamente. Retrocede un paso. Me lanza una mirada que parece dictar "yo soy tu padre". Le suelto un puñetazo en la nariz, él intenta reaccionar, pero ya tiene mi rodilla clavada en la entrepierna. Cae redondito, llevándose un par de sillas y una mesa de por medio. Estoy a punto de patearlo en las costillas, pero ya no es necesario. "Cuando hables con el diablo, mírale las manos, no los ojos", le digo antes de escupirlo. "Eso me pasa por beber en cantinas de mala muerte. Pinches americanistas, son insoportables", digo a mis amigos mientras me cercioro de que mi playera del Cruz Azul se mantenga inmaculada y me siento para continuar mezclando las fichas.

Normalmente los cantineros son tipos insoportables, pero este cuate de La Viña siempre ha sido muy discreto, muy alivianado. Siempre que me ve entrar empieza a preparar mi bebida favorita y cuando me siento frente a la barra ya está listo mi Apletton dorado con coca. No es difícil imaginar que siempre acabo borracho, fumando sin cesar, maldiciendo a los políticos, soñando que sacamos del poder a los panistas, rezando para que el gobierno de Calderón ya deje de fustigar a los que menos tienen, y queriendo que el salario mínimo deje de ser una mentada de madre. Y sí, siempre que ando ebrio me da por hablar de más, por sentirme el wey más chingón de mi calle, y hasta por dictarle poemas a las chicas de minifalda. Normalmente soy mejor con las palabras que con los puños, así que prefiero vapulear verbalmente a mis enemigos ocasionales, antes que partirles el hocico.

Cierta vez un tipo, sentado a mi lado, me dijo que su bisabuelo, su abuelo y su padre habían sido panistas y que él no tenía por qué ir contra la naturaleza de las cosas. "El que tiene vocación de estúpido no puede estudiar para escapista", recuerdo que le comenté. Se rió un poco, hasta que, pasados unos minutos, cayó en cuenta de que lo mío no había sido precisamente un elogio. Tiro un zurdazo que yo esperaba de reojo, así que sólo me recliné hacia un lado y el cayó de una forma ridícula. Me paré con calma. Pude haberlo pateado pero me ganaron mis principios. Se levantó, se puso en guardia. Siempre he tenido preferencia por los peleadores zurdos, así que hice una finta con la izquierda y le solté una patada en la entrepierna. "Duele más saberse humillado, que besar el suelo", comenté mientras pedía la cuenta. "Y cóbrate los dos tragos de él", le dije al mesero cuando dejaba un par de billetes. Una señora guapa, que antes había soltado un grito de angustia, me sonrió con coquetería. Me sentí un tipo duro, pero en realidad soy un pobre idiota que no sabe a ciencia cierta qué hacer para moderar su forma de beber. Así pasa muy seguido. Necesito emborracharme para escribir, para sentir que mis poemas valen la pena, para hacerle el amor a una mujer que nunca es perfecta, para habitar estos cielos de artificio que siempre son presagios de tormenta. Y una vez más estoy en la barra de un bar, escuchando canciones con un trovador desafinado. Y es cuando más extraño la voz de Javier Solís, un bolero que me cuente alguna historia que no he olvidado.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 25 de enero de 2007