Alan me retó un día a los tazos, “ándale, no le saques”. Jajaja. Pinche escuincle. Obvio que yo no jugaba a esas cosas, pero el chavito era divertido. Yo le había mentido el día que me vio comiendo papas afuera del edificio. “Me regalas el tazo, amigo”. Lo miré y le respondí que “no, porque los colecciono”. Por supuesto que se lo di, sólo quise ver su reacción…
Un buen día se sorprendió cuando le di un puño de tazos que había juntado en mi oficina, de tantos que abandonaban en los escritorios. “Órale, qué chido, estos no los tengo” y miró con alegría algunos de ellos. Alan me caía estupendamente por su desenfado, por esa sonrisa que ponía cada que nos encontrábamos en la cuadra. Siempre lo veía en su bicicleta o jugando cascarita con sus cuates, por eso es que sus pantalones casi siempre estaban parchados de las rodillas. Y usaba unos Converse que habían tenido mejores épocas. Poco a poco nos fuimos haciendo buenos camaradas. Yo no sé qué carajos vio en mí, acaso a un hermano mayor o un simple vecino buena onda.