Una mujer en la playa, recostada sobre un camastro. Su sonrisa lo dice todo, aunque esconde los ojos bajo unas gafas de sol modernas. Ella no observa a la cámara, pero adivino su mirada vana. La fotografía me la envió Myriam por correo electrónico…
“¡Cómo sufro!”, decía el mensajito. Yo observé la imagen con detenimiento. Myriam se veía bastante bien en bikini. Siempre me encantaron sus piernas torneadas, aunque yo adivinaba que a los 35 se pondría igual de obesa que su madre. Pero a mí eso no me importaba porque no pretendía durar con ella más de cuatro años, que es lo que según los científicos es la fecha de caducidad del enamoramiento.
Bueno, en realidad no es que yo estuviera enamorado de ella pero al menos sí que me entusiasmaba pasar tiempo a su lado. Por mucho tiempo guardé esa fotografía, aún después de que terminamos.
Myriam llevaba puestas las gafas que le regalé en su anterior cumpleaños. A un lado había un bolso del que sobresalía, paradójicamente, un ejemplar de La insoportable levedad del ser, el libro que le presté y nunca me devolvió. Sobre la mesilla hay un par de cervezas. Abajo, sobre la arena estaban sus sandalias. Del otro lado del camastro de plástico blanco, apenas perceptibles, se asomaban unos tenis Reebok demasiado grandes para ser de ella. Aquello no tendría nada de raro si ella no me hubiera mentido. Yo le había propuesto que nos largáramos a Cancún unos días, pero ella me salió con eso de que “me encantaría, pero me voy a Huatulco con mi prima”.
No es que hubiera un compromiso real entre ella y yo, porque ambos éramos demasiado libres como para atarnos a los convencionalismos de pareja. Aún así, siempre que íbamos a alguna reunión me presentaba como su novio. Yo bromeaba con eso de “bueno, el novio de los jueves”. Y ella me reclamaba cuando la presentaba como “Ella es Myriam” y alegaba que “van a pensar que soy tu amante en turno”. Momento, la frenaba yo, “si yo fuera casado, serías mi amante. Y entre tú y yo los títulos salen sobrando”.