jueves, 29 de diciembre de 2011

El único que te ha sabido olvidar

© Manual para canallas

Una mujer en la playa, recostada sobre un camastro. Su sonrisa lo dice todo, aunque esconde los ojos bajo unas gafas de sol modernas. Ella no observa a la cámara, pero adivino su mirada vana. La fotografía me la envió Myriam por correo electrónico…

“¡Cómo sufro!”, decía el mensajito. Yo observé la imagen con detenimiento. Myriam se veía bastante bien en bikini. Siempre me encantaron sus piernas torneadas, aunque yo adivinaba que a los 35 se pondría igual de obesa que su madre. Pero a mí eso no me importaba porque no pretendía durar con ella más de cuatro años, que es lo que según los científicos es la fecha de caducidad del enamoramiento.

Bueno, en realidad no es que yo estuviera enamorado de ella pero al menos sí que me entusiasmaba pasar tiempo a su lado. Por mucho tiempo guardé esa fotografía, aún después de que terminamos.

Myriam llevaba puestas las gafas que le regalé en su anterior cumpleaños. A un lado había un bolso del que sobresalía, paradójicamente, un ejemplar de La insoportable levedad del ser, el libro que le presté y nunca me devolvió. Sobre la mesilla hay un par de cervezas. Abajo, sobre la arena estaban sus sandalias. Del otro lado del camastro de plástico blanco, apenas perceptibles, se asomaban unos tenis Reebok demasiado grandes para ser de ella. Aquello no tendría nada de raro si ella no me hubiera mentido. Yo le había propuesto que nos largáramos a Cancún unos días, pero ella me salió con eso de que “me encantaría, pero me voy a Huatulco con mi prima”.

No es que hubiera un compromiso real entre ella y yo, porque ambos éramos demasiado libres como para atarnos a los convencionalismos de pareja. Aún así, siempre que íbamos a alguna reunión me presentaba como su novio. Yo bromeaba con eso de “bueno, el novio de los jueves”. Y ella me reclamaba cuando la presentaba como “Ella es Myriam” y alegaba que “van a pensar que soy tu amante en turno”. Momento, la frenaba yo, “si yo fuera casado, serías mi amante. Y entre tú y yo los títulos salen sobrando”.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Brindemos por los desesperados

© Manual para canallas

La Navidad es una botarga del doctor Simi con gorro decembrino. La Navidad es esa musiquita chocante de las series navideñas. La Navidad es un niño que se quedará sin regalos, la tristeza del jubilado, la angustia de los desempleados…

La Navidad es esa multitud de desposeídos que comen pollo rostizado en Nochebuena. La Navidad es una anciana solitaria que mira con desgano el parpadear de las luces en el árbol. Y también es hastío, melancolía, lágrimas por los que se han ido, un brindis por los desesperados. La Navidad eres tú, llamando a quien extrañas; soy yo, pensando en este jodido año. Y también es la risa triunfadora de los que nos gobiernan, la felicidad de los que nos explotan, la ruindad de aquellos que nos han estafado. La Navidad es un huérfano que no recibirá muchos abrazos, el abuelo abandonado en el cuarto de servicio, la chavita que ignora a sus padres mientras se mensajea con sus amigas, el adolescente que llama a la novia antes que a la abuela. La Navidad son buenos deseos, abofeteados por esta pinche crisis que no cesa. Y tú estarás mortificado porque ya se acercan los Reyes Magos y el jodido aguinaldo que no alcanza ni para pintar la casa. Cómo carajos ser optimista cuando este país se derrumba entre balas, desfalcos estatales y promesas de campaña. Pero sobran pretextos en los discursos presidenciales. Y los políticos bromean frente a las cámaras, en tanto que los pobres no salen ni en los comerciales. Habrá que cenar, otra vez, ese pavo descongelado, la ensalada de manzana, el pollo rostizado. Habrá que tragar fuego, por enésima vez, porque esta tierra es cada vez más cenizas y cruces en el desierto. Habrá que brindar por los desposeídos, por los que se han ido, por los que no escaparon del fuego cruzado, por los que sólo tienen tristeza en la mirada y el alma en vilo. Brindemos por los desaparecidos, esos que sólo engrosan las listas oficiales, los que serán llorados en ausencia, los que no estarán a nuestro lado para levantar la copa. Brindemos por ese himno de Rubén Blades que es un reclamo y una voz de los que nunca serán escuchados:

jueves, 15 de diciembre de 2011

Que no me toque la maldad en esta rifa

© Manual para canallas

La maestra advirtió que aquel alumno que faltara al intercambio navideño sería reprobado, así que no teníamos elección. Yo no sé todavía por qué carajos se empeñan en esas tonterías, como si aquello nos fuera a hacer más amigos del tipo que nos caía gordísimo…

Mi madre hizo un mohín cuando le di la noticia y de inmediato reprochó que “ya no saben en qué hacernos gastar, como si uno cagara dinero”. Y es que la situación en casa no era nada sencilla, había demasiadas cuentas por pagar: la renta, luz, agua, el gas, la cooperación para la posada de mi hermana, la piñata que le tocó comprar a mi otra hermanita, el traje de pastorcillo para la pastorela en que salía mi carnal y un sinfín de etcéteras, sin contar que se aproximaba el Día de Reyes en menos de un mes. Además eso de los intercambios navideños era terriblemente decepcionante. El ejemplo más claro es que mi madre eligió una bufanda a cuadros que ni a mí me gustaba y mucho menos entusiasmaría al chamaco que la recibiría. Así que fue penoso el día en que fuimos pasando uno a uno al frente para entregar el obsequio y abrazar falsamente al niño o la niña que te tocó en el intercambio. “¿Quién te tocó, Roberto?”, me preguntó la profesora. Por poco y se me sale decir “El Chakespiere”, como le decíamos al que siempre declamaba en los festivales del Día de la Madre y el Día del Maestro y el día de pasar a hacer el ridículo. Pero recompuse a tiempo y señalé a la segunda fila para decir “Fernando”. Entonces, bien peinadito y tan pulcro como siempre, él se levantó y fue por su fabulosa caja envuelta en papel metálico con esferas de colores. Nos dimos un abrazo a medias, para luego huir a nuestros lugares. Uno a uno fueron desfilando para repetir el numerito, que era coronado por aplausos tan entusiastas como un obrero en fin de quincena. Lo peor fue cuando pasó Ileana, que además de ser la más fea del salón le decían La Mostachona porque tenía más bigote que todos los de tercero. Ella dijo mi nombre y de volada me puse rojo cuando pasé al frente. Alguien gritó el estúpido “¡beso, beso, beso!” y algunos siguieron el coro mientras el resto se carcajeaba. Y todo para que mi cara se pintara de decepción al ver que por enésima ocasión me habían regalado unas “Lenguas de gato”, sin saber que a mí los pinches chocolates nunca me han gustado. La misma historia de antes: mis hermanos devorarían los chocolates, mientras Nadia se quedaría con la cajita para guardar chucherías. Desde entonces odio los tristes intercambios navideños, porque te dan las cosas más inútiles, los regalos reciclados de la abuela: una taza con chocolates y envuelta en celofán, los guantes para el frío, la bufanda ridícula, el Surtido Rico de galletas, el chingado muñeco de peluche o aquella cartera con el escudo de tu equipo y el llavero que tenía olvidado el padre en algún cajón. Por eso crece uno traumado, me cai de madres. Yo por eso alucino las “Lenguas de gato”, que al parecer han ido perdiendo popularidad desde que todos regalan chocolates Ferrero-Rocher. Al fin y al cabo son la misma gata, pero revolcada. Alguien en el mundo debería prohibir que le arruinen la vida así a los chamacos. O propondré un decreto para lanzarle huevos al maestro que vuelva a proponer que “deberíamos hacer un intercambio”.

>>>

jueves, 8 de diciembre de 2011

Cicatrices en la memoria

© Manual para canallas

A la décima inyección ya no sentía nada. Tenía fractura de clavícula, un par de costillas rotas, el brazo enyesado y algunos tornillos uniendo lo que me quedaba de tobillo. Sin embargo, me incomodaba más aquel semi silencio en el hospital…

A lo lejos escuchaba a un anciano quejarse, a una señora que taconeaba de manera grosera en busca de un doctor, a un vecino de habitación que no dejaba de echarse pedos. Es lo malo de no tener varo, que hasta para morirte lo tienes que hacer en compañía de algunos desconocidos. Yo no iba a morir, desde luego, pero me sentía al borde del precipicio. Allí se estaba igual de solo que en la penumbra de tu cuarto. El primer día me visitaron mis hermanos y mi madre. La segunda noche los dolores me hicieron compañía. Alguno de mis compañeros de trabajo pregunto por mi estado de salud. Llegaron un par de amigos, pero se asustaron de encontrarme tan jodido y tuvieron la decencia de no comentarme nada. La novia que tuve hasta una semana antes del accidente quiso entrar a verme, pero ya había dejado instrucciones para que le prohibieran el acceso. Me hubiera gustado perdonarla, pero alguien que dice ser la mujer de tu vida no acepta un trabajo en la frontera. Tal vez Miriam necesitaba huir de mí, de mis obsesiones, de mis escasas ambiciones. Sería que yo estaba endiosado con mis sueños de poeta. Total que no la dejé entrar y tuvo que largarse sin despedirse. Ella regresó un año después, convencida de que me amaba. Yo ya me había repuesto de sus ausencias, de la hemorragia interna, y mis huesos habían soldado aunque me quedé con un par de dedos igual de torcidos que las patas de un cuervo. Sí, la amé con locura y me fascinaba en la cama, pero no estaba dispuesto a que cualquier otro día se largara. Soy tan miserable que hasta me regocijé con su fracaso. En su ausencia, un primo de Miriam se encargó de contarme que el wey que la mandó llamar de la sucursal en Tijuana no se había fijado en su talento, sino que la conoció en una convención y confiaba en enamorarla. Cuándo Miriam se dio cuenta de que sólo la buscaban por sus nalgas, prefirió perder el empleo y se regresó con todo y mudanza. Tuvo que pasar un año para entender cuánto me amaba. Demasiado pronto para volver y muy poco tiempo para arrepentirse. Hace mucho que no pensaba en ella, pero hoy me asaltó la voz de los Pettinellis, que cantan:

"Enfermera no la deje entrar
no haga más cruenta esta enfermedad.

Con este cáncer ya no puedo más
de a poco me hundiré en la soledad".

Ahorita lo único que lamento es no haber escuchado esa canción cuando estuve convaleciente, porque hubiera mandado poner un altavoz en la entrada de aquel hospital. Igual y varios pacientes estarían de acuerdo conmigo. Igual y otros me odiarían por recordarles lo miserable que era su existencia.

>>>

jueves, 1 de diciembre de 2011

Estamos construidos de rencores

© Manual para canallas

La mujer de mi padre es un poco extraña. Bueno, en realidad es muy extraña. Casi no habla, sólo me mira a hurtadillas, con el rabillo del ojo. A mí eso no me incomoda, lo que realmente me saca de onda es que me ofrece una cerveza a las diez de la mañana…

Supongo que es mera cortesía, porque una chela es justo lo que le sirve a mi jefe. Y José Antonio toma la bebida con una naturalidad estúpida. "Salud", me dice. Yo no hago el menor esfuerzo por responder a su gesto y solo miro mi vaso con agua. "Mire hijo", mi padre siempre me habló así, de "usted", "lo mandé llamar porque necesito hablar con usted". Eso ya lo sabía, pero él es un tipo muy básico y ordinario. "Ya estoy viejo y no creo aguantar mucho", siguió con los lugares comunes, "así que antes de irme tengo que resolver muchas cosas". No mames. Como si esto fuera una película del tipo "Asuntos pendientes antes de morir". José Antonio ni siquiera me mira a los ojos, parece un tanto ausente. No sé qué chingados le atormenta o si el cura le sugirió que buscará el perdón, pero a mi sus palabras me parecen huecas, vacías, como un mero trámite que debiera cumplir. "Yo ya estoy muy mal y solamente quiero irme en paz", añade como si fuera un libreto memorizado. Entonces él da otro sorbo a su cerveza, reclinado cómodamente en ese sillón con manchas de borracheras pasadas. Yo estoy frente a él, tentado a sacar un cigarrillo y con ganas de estar en otro lado. Pero él siempre ha sido manipulador, así que no me extraña que tome una actitud dramática. Pero la cerveza en la mano delata su cinismo. "Yo sé que no he sido un buen hombre", dice con su voz rasposa de tantos años de alcoholismo, "pero usted no sabe por lo que he pasado". Sí, cabrón, supongo que has sufrido mucho, asiento mientras recuerdo que han transcurrido décadas desde que nos abandonó para irse con su amante. "Mi vida no ha sido fácil", agrega como si eso lo eximiera de todo mal, "los remordimientos me han perseguido siempre". No resisto más y enciendo un cigarrillo. No estoy cómodo allí. Su mujer se apresura a traerme un cenicero. "Pero estoy tranquilo porque usted y sus hermanos han sabido salir adelante", ese tipo extraño no deja de hablar. Yo lo interrumpo para aclararle que "somos el legado y el reflejo de mi madre". Ni siquiera debo remarcarle qué clase de mujer ha sido Alicia. "Claro, claro, eso ya lo sé. Su madre siempre fue una gran mujer". Cuando intento dejar las cenizas alcanzo a leer la leyenda "Cantina La Victoria" en el cenicero. Que cagado, no puedo evitar una sonrisa, "La Victoria", una cantina para los derrotados de antemano.

+++

jueves, 24 de noviembre de 2011

Quiero cerrar los ojos con calma

Ya no quiero un lanzallamas, ni un libro de poemas para leer en voz alta mientras prendo fuego a todo lo que me ha dado más tristezas que momentos buenos. Hoy quiero enclaustrarme en mis silencios…

No preciso nada, ni deseo festejar como hace un año. Quiero encierro, necesito mucho silencio, y la calma apenas necesaria para no llamarte en las madrugadas. Una vez más no deseo pastel de cumpleaños, ni tarjetitas cursis, ni el perfume que tanto nos gustaba. Ya no necesito un lanzallamas, ni el combustible necesario para flamear todo mi pasado. Hoy he aprendido a incinerar rústicamente todo lo bueno y todo lo malo, porque soy un experto boicoteándome.
Quiero que tu ausencia se difumine con el alba, que tus ojos ya no destellen en mis sueños, que mis labios dejen de añorar la tersura de tu espalda. Quiero exiliar los suspiros que me atormentan cada mañana, cuando descubro uno de tus cabellos entre las sábanas. Quiero que tu ausencia no torture mis momentos malos, que ya no siga latigueando mis pestañas hasta altas horas de la madrugada.
Y también quiero que mis besos se queden tatuados en tu memoria, que sean invisibles al tacto pero grandilocuentes en tu imaginario. Quiero que no olvides mis escasas risas, ni la pésima voz con la que cantaba en el baño. Hoy deseo que mis “te quieros” figuren en tu colección de momentos memorables. Y deseo, por el bien de ambos, que un día mires atrás y recuerdes con un poco de bondad a este tipo arrogante que nunca supo valorarte.
Otra vez quiero paz, quiero cielo, quiero otra canción que me recuerde que soy la suma de mis defectos, el recuento de pellejos, un armazón de esqueletos y un corazón en fragmentos. Ya no quiero un lanzallamas, me conformo con este libro de poemas que me regalaste para leer en voz alta mientras prendía fuego a todo lo que me ha dado más tristezas que momentos buenos.
Quiero que mis defectos no te hayan hecho tanto daño, o al menos que no dejen secuelas duraderas. Y también espero que no le guardes rencor a este imbécil por reservarse el derecho a una segunda oportunidad, porque “este adiós no maquilla un hasta luego, este nunca no esconde un ojalá”. Y deseo que cada 27 de noviembre sólo me obsequies una plegaria por la salvación de mi alma, que no sé hasta cuándo encontrará la paz que tanto ando buscando. Quiero cerrar los ojos con tranquilidad y pensarte con agrado mientras prendo fuego a tus cartas, a tus fotos, a tu aliento en mi oído, a las postales en que nos abrazábamos. Sólo quiero cerrar los ojos con calma, escuchando tu voz como un susurro que me dictaba los más sinceros “te amo”. Quiero, sólo quiero, que tu ausencia se difumine con el alba.
>>>

jueves, 17 de noviembre de 2011

Qué hago con esta cara de pocos amigos

Me lo dijeron mil veces. Mis amigos, algún pariente, una ex novia celosa y hasta el calendario: esa mujer no te conviene. O en el mejor de los casos, sugirieron que “esa chava no me gusta para ti”. Pero uno es un pinche necio, un imbécil con resabios de burócrata: aunque sabemos que hay que hacer un chingo de trámites, ahí vamos tras la sonrisa de la recepcionista…

Pero es que estar con Sofía era igual que escuchar una canción de Joaquín Sabina: primero te maravilla tanta hermosura y luego terminas con tristeza. Cuando la conocí, en alguna reunión, ella lo primero que me dijo fue “tienes cara de pocos amigos”.

Este gesto adusto, argumenté, es de los que hablan poco porque prefieren conversar consigo mismos y “en realidad tengo cara de que no me gustan ni mis amigos”. Sofía comentó algo muy común sobre eso de que la gente no está acostumbrada a la franqueza, “pero es muy respetable tu actitud”. Vaya, al menos sabía decir “respetable” sin faltas de ortografía. Ya en confianza soy algo divertido, así que ella se dejó guiar por su curiosidad y esa misma noche fuimos a emborracharnos a otro lado. Me besó como si añorara que le hicieran el amor.

Y en la cama no tuvo pudor, como si lo que menos le importara fuera que hiciéramos el amor. Y comenzamos a buscarnos, como dos huérfanos de ternura, igual que un par de ansiosos que se encuentran en la oscuridad.

+++

jueves, 10 de noviembre de 2011

Todas las mentiras que he contado

© Manual para canallas

Hay gente hábil para tejer sombreros de palma. También conozco tipos que arman rompecabezas en tiempo récord. Y están las amas de casa que hacen milagros con 100 pesos diarios. O estudiantes que resuelven teoremas que a mí me resultan indescifrables…

Hay personas que nacieron con algún talento: el chico que toca la guitarra como si fuera una extensión de sí mismo; la chava que canta como si en ello se le fuera el alma; el señor que arregla un coche sin que le sobren piezas; el obrero que supera en conocimiento al ingeniero; aquel maestro que domina cuatro idiomas o el chaval que juega futbol mejor que en el PlayStation; y la señora que cocina con un sazón superior al de la abuela; el niño que se sabe de memoria la capital de todos los países. Y yo sólo tengo una habilidad, que además he perdido con el paso de los años: mentir todo el tiempo.

>>>

jueves, 3 de noviembre de 2011

Yo que tanto te he soñado

© Manual para canallas

¿Alguna vez has soñado realidades? Sí, uno de esos sueños tan palpables, tan verdaderos que percibes cada sensación, el dolor o el llanto, y luego te despiertas con agitación y sobresalto. Y es tan real que cuando abres los ojos respiras aliviado y piensas “no manches, que bueno que sólo fue un sueño”…

A mí me pasa muy seguido, más de lo que me gustaría, para ser sinceros. A veces sueño con mi madre, que se aleja con sus pasos cansados y me da la espalda mientras lloro sentado en el traspatio de la casa de mi infancia. Y en cuanto despierto, apesadumbrado, corro a llamarle por teléfono a mi jefa y me reconforta escuchar sus bendiciones o su clásico “¿estás bien, hijo?, porque apenas te soñé”. Otras veces sueño que voy corriendo, piso en falso y caigo al vacío, pero lo más cagado es que dormido hasta brinco y me aterra el vértigo de la caída. Lo más gacho es cuando sueño que me persiguen y me acuchillan, porque percibo con terrible angustia el dolor del arma al entrar en mi abdomen. Y es entonces que abro los ojos para suspirar el infaltable “no mames, sólo fue un mal sueño”.

>>>

jueves, 27 de octubre de 2011

Los nombres que nos ponen a los locos

© Manual para canallas

Cuando has crecido entre goteras y perros callejeros, asustado por los relámpagos o con tristeza porque tu madre sollozaba en las madrugadas, no puedes creer en imbéciles que cantan baladas, como tampoco confiar en superhéroes…

Será por eso que creo más en los poetas que en las canciones de la radio. Será por eso que mi corazón está en deuda con tipos que fueron perseguidos, exiliados o abatidos debido a sus ideales. Será por eso que, huérfano de padre, elegí un ejército de tutores fantásticos y elocuentes, sensibles y feroces, brillantes y modestos, como Antonio Machado, Mario Benedetti, García Lorca, Ernesto Cardenal, Efraín Huerta y, desde luego, Roque Dalton. Y gracias a ellos es que no temo a la locura, ni rehúyo a la gracia de vivir cada día como si firmara la carta de un suicida. Y es por ellos que encuentro placer en las cosas menos comunes y en las más simples. Gracias a sus enseñanzas es que cedo el asiento a las ancianas en el Metrobús o reclamo a los imbéciles que dicen guarradas a las mujeres. Por la poesía es que esta bendita locura me va como anillo al dedo. Porque la poesía es sentarte a comer galletas saladas en la cornisa de un edificio, es leer a Jaime Sabines en brazos de una mujer desnuda, es educar a tus hijos para que sean más audaces que tú, es hacer el amor como si te asesorara un demonio, es acariciar a una mujer como si algún dios te aconsejara, es lanzarte al vacío sin paracaídas, es coleccionar desamores como un taxidermista, es marcar en el calendario los adioses sin retorno. Sí, la poesía es el mejor arsenal contra las rutinas, es el brebaje que contrarrestará el aburrimiento en los días grises, las tardes ruines, las madrugadas en vela. Porque la poesía es Roque Dalton, el padre que nunca tuve, el maestro que me enseñó el arte de las pequeñas cosas:

“A los locos no nos quedan bien los nombres.

Los demás seres llevan sus nombres
como vestidos nuevos,
los balbucean al fundar amigos,
los hacen imprimir en tarjetitas blancas
que luego van de mano en mano
con la alegría de las cosas simples.

¡Y qué alegría muestran los Alfredos, los Antonios,
los pobres Juanes y los taciturnos Sergios,
los Alejandros con olor a mar!

Pero los locos, ay señor,
los locos que de tanto olvidar nos asfixiamos,
los pobres locos que hasta la risa confundimos
y a quienes la alegría se nos llena de lágrimas,
¿cómo vamos a andar con los nombres a rastras?,
cuidándolos, puliéndolos como mínimos animales de plata...

Los locos no podemos anhelar que nos nombren
pero también lo olvidaremos”.

>>>

jueves, 20 de octubre de 2011

Estos labios que saben a despedida

© Manual para canallas

“Los hombres como tú no duran mucho solos. Necesitan el conflicto para sentirse vivos”. Así fue como Mariana me advirtió que no tardaría en buscarla. En otras palabras, me llamó “codependiente”…

Supongo que tenía razón. En aquella época yo era un idiota. Bueno, en realidad lo sigo siendo aunque ahora lo disimulo bastante bien. Bueno, en esos años yo era de los que se iban y dejaban la puerta emparejada. O lo que es lo mismo, salía de una relación y tardaba en “dejarla ir”. Así que era de esos que a las dos de la mañana le llamaba a su ex vieja sólo para decirle que justo pensaba en ella. Mariana se hacía la difícil unos instantes y luego se despedía con “a ver qué día de estos nos vemos”. Pinche alcohol, es el diablo, pensaba yo al otro día y con la resaca encima. Malditas justificaciones para mis estupideces. Y no, afortunadamente no regresé con Mariana, pero seguido la llamaba con cualquier pretexto. Lo único que hacía era estar merodeando para saber si ya salía con alguien, si me había olvidado, si la puerta seguía emparejada. Ya lo dije antes: yo era un idiota. Y eso sólo se cura con el tiempo, aunque no en todos los casos. Tuve que conocer a otras chicas, enamorarme de nuevo, deprimirme por algún engaño, doblarme del dolor y besar el suelo, para luego amanecer con la peor resaca y darme cuenta de que sólo tenía dos opciones: O me dejaba de pendejadas o simplemente me dedicaba a caminar en círculos. Desde entonces dejé de llamarle a mis ex novias, me prometí no empeñar el corazón en una relación y, lo que es mejor, me curé de esa pinche costumbre tan mexicana de ser codependiente. Mi madre fue codependiente, al igual que mis hermanas, alguna prima, la tía abandonada, mi tío que lleva tres divorcios y hasta la mascota de mi primo Lalo.

>>>

jueves, 13 de octubre de 2011

Con la calma de un equilibrista

© Manual para canallas

El policía jaloneó con rabia a mi tío Gonzalo, quien se resistía a subirse a la patrulla. Yo me aferré a la pierna de Chalo como si aquel esfuerzo fuera suficiente para salvarlo. Yo tenía unos once años, pantalones remendados y mucho miedo…

De volada llegó otro poli para apoyar a su “pareja”, pero mi tío se empeñaba en zafarse. Y yo seguía intentando “salvarlo”, aunque en realidad sólo era una insignificante rémora que nada podía hacer. Hasta que el otro poli me aventó con facilidad a un lado y acabé rodando por el suelo En cuanto lograron controlar al “sujeto” y reportar un 52 en 16, uno de ellos recogió su gorra, me miró con la misma indiferencia que a un carterista al que no vale la pena corretear porque “hay cosas más importantes”. El guardián del desorden ni se molestó en preguntarme si estaba bien, si vivía cerca o si tenía manera de llegar a mi casa, sólo se subió a la patrulla y se largó. Pero él no tenía la culpa. Sí, a mí me pareció en ese momento que era un culero, pero en realidad la culpa era de mi tío por emborracharse cuando se supone que debía cuidarme y sobre todo por ponerse a orinar en la vía pública. Y encima de todo, Gonzalo se puso al brinco con “nosotros que somos la autoridá, pareja”. Yo entré en pánico cuando empezó a forcejear con el policía. Y como siempre sucede cuando el miedo te cimbra, te aferras con todas tus fuerzas a la primera o a la última esperanza. Entonces me aferré a la pierna de mi tío, como si eso fuera suficiente para salvarlo o para no quedarme solo. Porque tuve que regresarme caminando a la casa, a una media hora de distancia, y contarle a mi madre lo que había pasado. Una vez más, mi jefa tuvo que ir a sacar a unos de sus hermanos de la cárcel: ya saben, pagar la multa por faltas administrativas, escuchar el sermón del juez y luego llevarse al familiar siempre “muy apenado, carnala”. Ah y la promesa típica de “no te preocupes, hermana, en la quincena te pago lo de la multa”. Como si nosotros tuviéramos el suficiente dinero para esperar a que llegara el pinche día de quincena. Y cuando no era uno era otro, pero los hermanos de mi jefa siempre se las arreglaban para darle problemas, para mortificarla: siempre que se empedaban, acababan en nuestra casa. A veces se peleaban y llegaban todos madreados, sangrando por la nariz. En ocasiones llegaba algún vecino a decir que “vaya a recoger a su hermano, que está tirado allá por el parque”. O simplemente llegaban a las tres de la mañana a seguir la fiesta, con sus amigotes y la triste guitarra, “nomás porque mi carnala es a toda madre”. Y claro, mi jefa que siempre fue buena gente nunca supo decir que no. Eso era parte de mi infancia: convivir con el alcoholismo de mis tíos, lidiar con sus locuras, acompañarlos al futbol y regresar solo a casa porque les agarraba la pasión por las caguamas; o esperarlos en el coche, afuera de la cantina, hasta que dos o tres horas después salían de “curársela”. Yo no recuerdo que alguno de ellos me dijera algún día: “Mira, este libro de poemas es una maravilla”. Aunque sí me advirtieron cosas como “hijo, el alcohol es el diablo” o “hijo, las mujeres son el diablo” y eso de “hijo, el amor es el diablo”. Y yo no tenía más opción que aprender a caminar sobre la cuerda floja... y aún lo sigo haciendo, sin maestría ni vocación, sólo por aferrarme a la posibilidad de no caer al precipicio.

>>>

jueves, 6 de octubre de 2011

Ni cómo amaestrar los ratones

ratones-adiestrar

Mónica es llenita pero tiene buena cadera y senos generosos. Se arregla bien y cuando usa jeans provoca malos pensamientos y piropos al pasar. Usa gafas modernas, aunque piratas, y se recoge el pelo con una cinta que varía de color según ande vestida…

Es guapa a secas, pero “está bien buena”, dicen sus compañeros de oficina cuando miran su trasero. A sus 32 años ella es demasiado inmadura y hasta algo berrinchuda. Recién separada de un tipo que no quiso casarse con ella ni presentarle a su familia, Mónica se siente liberada, así que todos los días se arregla como si fuera noche de antro y coquetea con los hombres guapos y también con los feos. Ella es secretaria y le encanta que la chuleen, aunque sean los chavos que hacen la limpieza y hasta el señor del estacionamiento. Hace un mes que se acuesta con su jefe y todos lo saben, aunque ella crea que han sido discretos. Según Mónica, nadie se ha dado cuenta, pero sus compañeras no la bajan de “zorra”. De hecho, a Mónica ni le gusta don Hugo, pero “es un caballero y me trata como una reina”, según le cuenta a su amiga Susana, que es su íntima desde que estudiaban juntas. Hugo es más bien feo, incluso un poco barrigón y le lleva unos 15 años, pero “tiene una Explorer muy padre” y siempre le compra regalitos o la invita a restaurantes caros e incluso le regala ropa interior para que ella luzca mucho más hermosa, cuenta con malicia la muchacha. Todo eso no parecería raro, si no fuera porque Hugo es casado y tiene una hija de 25 años. Pero eso a Mónica no le importa, porque siempre ha andado con sujetos casados, aunque ella se justifica con el argumento de que son los únicos que la buscan. Es más, si un tipo le gusta o le interesa más de la cuenta, ella se da sus mañas para tratar de “divorciarlo”: ya sea dejándole recaditos en la bolsa del saco, manchándole la camisa con carmín, echando cerillitos del hotel en su pantalón y, ya en caso extremo, pedirle a su amiga Susana que le hable a la mujer del susodicho para decirle que “su marido la engaña con una secretaria de la oficina”. Y sí, le ha funcionado un par de veces, porque los tuvo para ella sola un buen rato, sólo que al final sus galanes acabaron reconciliándose con su familia y la dejaron botada. Aunque da el “gatazo”, si miras bien a Mónica te darás cuenta de que es menos de lo que aparenta o algo así como unos jeans piratas de Armani o unas gafas apócrifas de Ray Ban: tiene cintura, pero también un mapamundi de estrías; su sonrisa es agradable, pero le falta un diente del lado derecho; es muy simpática y alegre, pero igualmente chismosa y destructiva; vestida se ve muy bien, pero desnuda sufre con la celulitis. Cuando se mira al espejo, cada mañana, lo hace con indiferencia, como si fuera la villana de una telenovela. Y cuando se pinta la boca, suelta una sonrisa entre cínica y maliciosa. La ternura no tiene espacio en su rostro.

>>>

jueves, 29 de septiembre de 2011

Dedicatorias con pésima letra

© Manual para canallas

La primera vez que vi a Joaquín Sabina fue en la portadilla de un compacto. Me pareció un tipo melancólico, con el cigarrillo en la mano y la vida empeñada en hacer metáforas certeras. La segunda vez que lo vi ya me había atrapado con sus canciones, así que disfruté bastante su primer concierto en México…

Lejos estaba yo de imaginar que platicaría con Sabina varias veces. Mentiría si dijera que somos cercanos o que él me recuerda cada que viene a nuestro país. No, sólo era un mero trato profesional: él hablando de sus discos y yo preguntando lo que me parecía interesante para una nota en el periódico. Pero yo aprovechaba las entrevistas para pedirle que me autografiara mis discos o me dedicara unas líneas para mi jefa. "Es que esa canción de ‘Quién me ha robado el mes de abril' es la historia de mi madre, sin duda", le comenté. Y Joaquín no pareció muy sorprendido, como tampoco entusiasmado, aunque se portó muy amable. Entonces tomó la portadilla del compacto y garabateó algo con la pésima letra que tiene. Nunca he sido muy fanático de nadie, pero es justo aceptar que este tipo flaco y bohemio, harto canalla y calavera, ha sabido cimbrar mis emociones con base en letras inspiradas y posesivas. Por eso me agradó sobremanera la dedicatoria que puso en mi edición de "El hombre del traje gris", dedicada a mi madre: "Para Roberto, que me inspira canciones sin saberlo. Y para Alicia, la de Abril". Y entonces sentí a ese cancionero más cercano que nunca, pese a que él se despidió con una sonrisa que parecía decir "bueno, ya estuvo, ya lograste lo que querías, ahora dame chance de irme a emborrachar".

***

jueves, 22 de septiembre de 2011

La sensibilidad de un carnicero

 © Manual para canallas

“¿A qué se dedica tu padre?”, me preguntó mi maestro de Taller de redacción. “Mmmm, creo que es maestro”, respondí un tanto intrigado. “¿Cómo que eso crees, qué no sabes?”, su cuestionamiento sonó a regaño. “No lo sé porque tiene años que no sé de él”, tampoco le iba a dar detalles del divorcio de mis padres…

“¿Y tu abuelo, en qué trabajaba?”, el profesor siguió con las preguntas. “Mi abuelo era vendedor de enciclopedias”, mentí de manera  natural. Entonces, aquel sujeto pareció disfrutar con mi respuesta. “Oye, que bien, entonces sería bueno que siguieras la vocación de tu abuelo porque será lo más cerca que estés de las letras”, el teacher se las dio de ingenioso. En realidad ni siquiera era mi maestro, sino el suplente o lo que en la universidad llaman “el adjunto”. Pero él disfrutaba su pequeña dosis de poder y se empeñaba en hacerse el listillo a nuestras costillas.

“Aquí está tu manifiesto poético”, me entregó mis dos cuartillas tachoneadas y con un seis de calificación. “Y déjame decirte que tienes la sensibilidad de un carnicero”, insistió en patearme cuando ya estaba en el suelo (obvio, en sentido figurado). Él nos había pedido un texto en el que utilizáramos algunas metáforas y otros recursos literarios.

¿Y cómo es que recuerdo todo eso? Recién hurgaba en mis archivos muertos y encontré aquellos textos escolares, mis primeras tareas universitarias. Y aunque Mario Alberto se manchaba con sus alumnos, y se hacía el gracioso con las estudiantes guapas, debo reconocer que mis primeros  textos escolares pecaban de ingenuos. Algo natural en un tipo pretencioso que soñaba con comerse el mundo. Claro que tampoco escribía tan mal. Bueno, digamos que escribía correctamente, no tal mal como el promedio. Pero sí, mis tareas eran rebuscadas y mis metáforas apestaban a lugares comunes. En lo que aquel tipo se equivocaba era en eso de que siguiera los pasos de mi abuelo. Siempre tuve claro que me dedicaría a la prensa escrita.

>>>

jueves, 15 de septiembre de 2011

La resaca será interminable

© Manual para canallas 

Los días pasan tan rápido como las canciones de moda. Los chicos juegan en el parque con pelotas desinfladas, mientras los jóvenes estrenan sonrisas tímidas. En los ojos de una madre cabe todo el amor, pero también la desilusión, el ocaso de una vida sin sentido…

Este país parece habitado por fantasmas que ya no sienten nada cuando el futuro se cae a pedazos, cuando el presente apenas es un esbozo. Esta gente siempre quiere ser mejor pero siempre le gana la apatía. Nadie sabe a ciencia cierta qué hacer con sus propósitos: si guardarlos en una caja de cartón o darlos por caducados. Los pobres somos legión y los ricos nos miran desde sus oficinas de lujo, sentados de espaldas a una foto del presidente. En los bancos, las tortillas, el cine, la fila del pesero, todos nos hacinamos y maldecimos el tedio, pero nos olvidamos de que los políticos, los poderosos, los banqueros, los funcionarios, los corruptos, los vende patrias, los amos de la farsa, los dueños del dinero, los sin escrúpulos, nos han ido acorralando, empujando al país del desconsuelo, allí donde nadie sabe de sonrisas ni alegrías, ni descansos.

>>>

jueves, 8 de septiembre de 2011

La mejor distancia es la mayor

© Manual para canallas

Cuando coleccionas malos ratos y recibes mensajes como nubarrones, cuando te atosiga el mal humor, cuando cruzas los semáforos en rojo, cuando no dejas de caminar por la cuerda floja, cuando te atosiga el rencor, cuando tu optimismo está en quiebra, cuando tu sonrisa no maquilla las heridas... más vale empacar la almohada y perseguir otros sueños…

Cuando los poetas no son tus mejores consejeros, cuando te asesora un pájaro negro, cuando las canciones sólo hablan de abandonos, cuando no puedes despegar los pies del suelo, cuando hay apagones en tu luna de otoño, cuando se abren las costuras de tu muñeco vudú, cuando los besos sólo saben a licor y menta y sal... no habrá conjuro, ni terapias de pareja, ni noches enteras de placer obsceno que te convenzan de que estás en el lugar correcto. Cuando trabajar sea escapar de las rutinas, cuando construyas castillos con palillos de dientes, cuando ya no rescates princesas en Mario Bros, cuando una pesadilla sea tu mejor sueño, cuando colecciones cupones de descuento, cuando Mario Benedetti te parezca cursi, cuando ya no tararés las canciones de Manú Chao, cuando Facebook te parezca tan divertido como un diplomado en economía... estarás cerca de perder la cordura que guardaste para casos de emergencia...

>>>

jueves, 1 de septiembre de 2011

Oraciones mirando al suelo

© Manual para canallas

Un trueno despertó a Jair y se sintió a la intemperie pese a estar en su cama. Las jaurías del dolor volvieron a rodearlo, le mordisquearon el pecho y el estómago, le masticaron el corazón. Y él no tuvo arrestos para defenderse, nada más se soltó a sollozar…

Aquel pequeño tiene demasiadas preguntas, infinidad de miedos, ejércitos de dudas que nadie podría contestarle. Todas las noches tarda en conciliar el sueño y se despierta varias veces en la madrugada, agobiado por el duelo. Su alma, su corazón, todos sus sentidos están de luto. Extraña a su padre y a veces se despierta esperando escuchar su voz. Pero no será así, nunca volverá a serlo. Su padre no volverá a regañarlo por reprobar matemáticas, ni le comprará los tenis favoritos, ni le volverá a acompañar al futbol. Ya no tendrá a ese entrenador particular que le orientará para hacer esa gran jugada que podría culminar en un gol en la portería rival. Ya no podrá pedirle consejos cuando se enamore de una mujer imposible, ya no tendrá a quién recurrir cuando se sienta desorientado. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ahora son una oración que adquirió otro sentido. Descanse en paz, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y Jair reza todas las noches ante el desamparo, frente a la incertidumbre. Cómo chingados puedes decirle a un niño que “todo va a estar bien” cuando tú mismo sabes que la pinche vida ahora será un laberinto indescifrable, sin un guía que parecía saberlo todo. Será mejor encomendarse al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Carajo, nada es consuelo, ni los rezos, ni las palabras de aliento, ni siquiera el tiempo, mucho menos los abrazos tristes de la madre o la sonrisa gris de las hermanas. Cómo no llega un relámpago mágico que descomponga el reloj del tiempo y lo eche en reversa, sólo para volver a ver a su padre y decirle cuánto lo ama y advertirle que mejor no salga esa mañana. Pero eso no va a suceder, ni pasará jamás, así que Jair sólo se hundirá en un sueño ligero cada noche y despertará con cualquier ruido en las madrugadas, creyendo que es su padre el que se asoma desde la ventana para certificar que todo está bien, que no pasa nada, que él los protegerá mientras duermen. Y no, Jair no necesita nuestra lástima, ni algo de compasión o plegarias mirando al suelo. Él tan sólo precisa afecto, sentirse protegido en los días lluviosos, en las noches como truenos.

>>>

jueves, 25 de agosto de 2011

Algunas veces me he extraviado

© Manual para canallas

Amanecí con resaca, un tanto distraído, chequé que mi cartera estuviera en su sitio y sentí un incómodo dolor en la cintura. Carajo, es lo malo de dormir sentado, que al otro día te sientes como si te hubieran apaleado…

Mi celular estaba muerto, así que recordé que yo mismo lo había apagado para ahorrar lo poco que quedaba de batería. Serían como las diez de la mañana y lo único que yo quería era salir de esa pinche cloaca. Había pasado la noche encerrado en el juzgado cívico por una pendejada... bueno, por varias. La primera: porque no quise tirar en la calle un vaso desechable que “olía a alcohol”. La segunda: porque un patrullero me detuvo con el argumento de que había estado bebiendo en la vía pública. La tercera: ¿quién chingados me manda salir del River Plate con medio trago en un vaso desechable? Y la cuarta: reclamar en el juzgado de Pino Suárez que no había flagrancia. Así que mientras un poli decía “ya déjenlo ir”, la juez en turno se manchó con el argumento de “me encanta que se pongan rejegos” y me confinó a una galera, no sin antes aplicarme la multa más alta. Un amigo mío, que fue testigo de los hechos, me diría después que la juez se molestó porque ella y sus compañeros de turno estaban “chupando y jugando cartas” en una oficina. A mí no me consta, así que no puedo asegurarlo, pero de que estaba enojada y se desquitó conmigo, eso sí fue cierto. Como también es verdad que yo fui irresponsable por beberme medio vaso de ron en la calle y andar cargando el vaso desechable aunque estuviera vacío. Estando allí encerrado comprendí que es muy fácil equivocar el rumbo, extraviarse en pendejadas, cometer tantos errores que te vuelves un experto en clasificar pretextos. Es la historia de mi vida: demasiado alcohol, un chingo de problemas, relaciones destruidas y exceso de adioses en la cajuela. Cuando no puedes dormir, como aquella madrugada, te sientes a la intemperie y el frío cala en los huesos. Pero cala más la vergüenza, ese sentimiento de saber que te has vuelto a equivocar, que no has remediado nada, que giras en una espiral y las náuseas son las mismas de hace años y que las de mañana. Maldita sea, pero no me vuelve a pasar, te dices mentalmente. Aquel domingo, luego de que dos grandes amigos pagaran la multa, ya todo nos pareció hasta divertido. Y dormí toda la tarde. Y cuando desperté sentí la espalda adolorida, el cuello un tanto torcido, pero el bálsamo fue una canción de Fito y Fitipadis:

 

jueves, 18 de agosto de 2011

Canciones para autosabotearse

© Manual para canallas

Tu padre te dijo que el futbol no dejaba nada, que mejor estudiaras. Tu maestro menos apático te sugirió que tenías vocación para la arquitectura o la ingeniería. Y aquel tío un poco calavera pronosticó que serías un chingón y recorrerías mucho mundo: “sólo sigue tus instintos”…

Así que descuidaste la escuela, te empeñaste demasiado en el futbol y la novia, tronaste matemáticas dos cursos seguidos, y encontraste consuelo en la mediocridad: total, si no la hago, me dedico al negocio de mi jefe. Pero aquel changarrito ya no es lo que era antes, apenas alcanza para sobrellevarla. Ni modo que te metas de microbusero o que te juntes con el Tirapapas que nomás anda rolando en la motoneta para ver a quién le chinga el celular. Y tu vocación de arquitecto está en veremos. Y el futbol lo mismo, porque ya te tronaron los meniscos de la rodilla. Y tu vieja se hartó de estar encerrada, mirando la tele o jugando videojuegos, así que mejor volvió al cotorreo con sus amigas las más desmadrosas. Tu padre siempre te dice que deberías trabajar en el micro de tu padrino. Preferirías ser una botarga de Danonino o bailar con el disfraz del Doctor Simi, que lidiar con señoras igual de histéricas que tu madre. “A ver si vas buscando trabajo, porque ya me cansé de mantener webones”, reclama aquel señor panzón que sientes tan extraño pese a que siempre cena a tu lado. Y mastica con la boca abierta y eructa como una bestia. Tú sólo piensas en escapar un día y dejar de escuchar que todo está más caro, que los políticos son unos ojetes, que los vecinos son insoportables sólo porque se compraron un televisor de 29 pulgadas. Y tú aún insistes en que el mundo es el que gira hacia el lado incorrecto, que eres víctima de los desatinos ajenos, que algún mecanismo del destino se volvió en tu contra. Es más fácil ser conmiserado, tirarse para que lo levanten a uno, que ponerse las pinches pilas y mandar todo al carajo para comenzar de nuevo. Pero no fuiste educado para luchar, sino para quejarte. Pinche gobierno, pinche destino, pinche vida culera, pinches ojetes que no me quieren, pinche vieja zorra, pinches maestros tiranos, pinche familia que como chinga, pinches tardes tan aburridas... Y lo que no has considerado es que te convertiste en un experto en autosabotearte. Pero como dice Bukowski, “aprender a ganar es difícil, cualquier idiota puede ser un buen perdedor”.

>>>

jueves, 11 de agosto de 2011

Nunca jubiles la bondad

© Manual para canallas

El día que mi madre me encargó con su comadre yo me sentí como un niño extraviado en el zoológico. Estaba azorado y tenía la sensación de que no volvería a ver a Alicia, aunque no era así…

Sólo se manifestaba mi inocencia, huérfana de certezas en esos momentos. Pachita, la amiga de mi madre, y su esposo eran gente decente aunque no tenían ni puta idea de lo que era convivir con un niño que además ni era suyo. Ellos no tenían hijos y tampoco me iban a tratar como a uno de ellos porque estaban igual de confundidos que yo. Fueron varios meses los que viví con ellos, porque mi madre tuvo que cambiarse de ciudad por cuestiones que desconozco. Alicia no quería que perdiera el año escolar, así que la solución la propuso su amiga: “Si quiere, comadre, déjemelo a mí, yo se lo cuido”. Y el tiempo transcurrió lento, como suele suceder cuando te sientes igual que un exiliado en un país con un idioma extraño. Yo era un chamaquito que no hacía ni ruido cuando lloraba, nomás por no incomodar a sus anfitriones. “Oiga, Licha, su chamaco me apura. No habla nada. Y nunca sonríe”, le comentó Pachita a mi jefa. Alicia no estaba preparada para esas cosas, así que las cosas siguieron su curso. Y yo hablaba poco y sonreía menos. Será porque mi mejor refugio siempre ha sido conversar conmigo mismo o inventarme mundos paralelos y fantásticos. Cuando al fin acabó el curso, segundo de primaria, pude volver con mis hermanos y mi madre. Y me volví más aplicado en tercer grado y ayudaba en todos los quehaceres, porque suponía que si era un buen hijo jamás me volverían a abandonar temporalmente. Aquella fue una mala época para mí. Vivimos en Vallejo y hubo grandes momentos pero también pésimos pasajes, como la muerte de mi hermana más pequeña o ciertas cosas que es mejor enterrar en el traspatio, allí donde el olvido acumula polvo junto a unos patines obsoletos y a la sombra de un árbol demasiado viejo. Pero estaba con mi familia y para mí eso ya era un bálsamo. Mi madre nunca fue muy abrazadora, pero a mí me bastaba con verla cantar a Rocío Dúrcal, mientras planchaba, para creer que la vida había sido espléndida con ese pequeño que atesoraba silencios.

>>>

jueves, 4 de agosto de 2011

Contemplar el abismo a tus pies

 © Manual para canallas

Eran cerca de las tres de la mañana y todos estábamos borrachos, aunque unos más que otros. Algunas parejas bailaban una rola aburridísima de no-sé-quién y yo me sentía profundamente estúpido de estar ahí, rodeado de personas que no conocía y que ni siquiera iban a ser importantes en mi vida…

Siempre hay alguien a quien se le ocurre poner baladas insulsas, pensando que se puede ser romántico al tiempo que los demás observan como si aquello fuera una puesta en escena muy absurda. Tenía sueño, el ron se había terminado y las dos cervezas que me tomé me provocaron un sopor del que sólo me rescató la actitud de Mariana, que casi nunca era cariñosa. Ella que me tocó el rostro y dijo una frase común: “Me encanta cuando no te rasuras”. Sonrió con un gesto que ella consideraba seductor. Se levantó y caminó hacia la terraza. La seguí porque no había nada mejor por hacer. En el edificio de enfrente había un anuncio gigante de Levi’s en el que un diablo joven vestía jeans y camiseta a la moda. Ella rió como tonta y estuve casi seguro de que se fumó un carrujito durante el rato que se perdió con una compañera de la facultad. “¿No te parece que es un anuncio graciosamente sexy, ja ja ja?”. No, en definitiva. Traté de no ser duro con ella. “Lo que pasa es que lees demasiadas revistas de modas”, adopté un tono comprensivo. “Es que me encantan las fiestas de mis amigos. Es que son muy divertidas”, exclamó y continuó con su chocante risilla. Yo no le encontraba la felicidad a reunirte con una plaga de universitarios que se alocan con un dueto de Miguel Bosé y Julieta Venegas, o que apenas están descubriendo lo buena que era La Maldita Vecindad.

>>>

jueves, 28 de julio de 2011

Un diploma al más imbécil

© Manual para canallas

Cuando el mundo era sólo un planisferio para iluminar, lo único que deseabas era terminar la tarea y salir a jugar con tus vecinos, con los primos que vivían en la misma calle. Y sacabas tu bonche de estampitas para jugar volados o soltar frases como “te cambio las repetidas”. Yo era realmente bueno para los volados. Y nunca me dieron un diploma por eso…

Todo te parecía genial, como tocar el timbre de la casa de la esquina y echarte a correr para luego celebrar la travesura. O ir a casa de tu mejor amigo a ver caricaturas y hojear los cómics de su hermano mayor o armar las retas en el PlayStation. Había un chingo de cosas en las que yo sobresalía, pero parecían inútiles en el mundo práctico. Pero yo sentía que algún dios excéntrico un buen día me lo reconocería. Cuando la maestra de español nos enseñó a hacer metáforas y me felicitó por mi “facilidad para escribir bonito”, entonces entendí que era el más inspirado de mi clase, aunque las matemáticas me jodieran el promedio. Y empecé a escribirle poemas a la más linda del salón. Y nunca fue mi novia, pero Andrea se sentía soñada. Yo la hacía sentir única. Siempre he logrado eso, que las chicas se sientan especiales. Y tampoco me han dado un diploma por eso. Una tarde en que una chava se robaba un libro del Sanborns, cuando aquello de hurtar libros tenia un aire romántico, me intrigó saber por qué alguien se atrevía a tanto. Y me puse a hojear esa antología poética y fue que descubrí a Jaime Sabines, a Roque Dalton y otros autores que mis compañeros de secundaria ignoraban. Desde entonces colecciono rimas y otras maravillas en forma de libros. Desde luego, no hay quien otorgue reconocimientos por eso.

>>>

jueves, 21 de julio de 2011

El empleado del mes

© Manual para canallas

Aquella sonrisa me causaba mala espina. Y tanta amabilidad también parecía sospechosa. Además, nunca me han caído bien los tipos que te dicen cosas como “me gusta tu camisa, cuando no la quieras me la regalas”. Por Dios, eso suena demasiado gay. Suficientes razones para desconfiar de un vendedor de seguros…

Fernando me convenció de que “este seguro es ideal para ti, que tienes hijos, porque a largo plazo estás asegurando que tengan una educación de primer nivel” o una mamada igual de “deslumbrante”. En realidad yo no tenía planeado asegurar nada, ni mi pinche alma que ya está hipotecada, pero se me hizo una descortesía no atenderlo. Y no por otra cosa, sino porque era hermano de una amiga mía. Además, el chaval parecía un buen tipo y me dio la impresión de que alguien que cruza la ciudad para “ganarse la papa” bien merece ser escuchado. Al final me convenció y acabé firmando un seguro que “te lo garantizo, es la mejor decisión que has tomado en años”, según Fernando. A partir de ese día, el hermano de mi amiga iba cada mes por la mensualidad y me entregaba un recibo que yo archivaba de inmediato. Y así pasó el tiempo. Hasta que un día, por alguna razón, quise cambiar las condiciones de mi seguro de vida. Y resulta que la aseguradora me tenía dado de baja desde hace algunos meses. Luego comprobé que, supongo que es una argucia frecuente, mi agente se jineteaba mis cuotas mensuales. Cuando lo confronté alegó que había sido una confusión y no sé que tantas jaladas. Yo no quise involucrar a su hermana, que siempre fue una gran amiga mía, pero al final ella le recomendó a Fer que arreglara sus desmadres. Hicimos cuentas y me debía algo así como varios miles de pesos. Como no tenía efectivo, acordamos que me daría su computadora a cambio. Luego se me desapareció por completo. Hasta que un día me lo encontré casualmente en la calle. Con su traje reluciente y esa sonrisa que siempre me causó mala espina, Fernando sacó otra de sus frases trilladas: “Oye, qué bien te ves, por ti no pasa el tiempo”. Obviamente que me guardé las gentilezas: “Claro, eso es lógico, porque con la computadora que me diste armé una máquina del tiempo en la que voy y vengo”. Obvio que se sorprendió, para balbucear algo como “bueno, me da gusto que te vaya tan bien”. Y antes de que se despidiera definitivamente de mi existencia fui tajante: “¿Y sabes qué descubrí en uno de mis viajes al futuro? Que siempre serás un pendejo”. Él se sorprendió más que yo de lo que salió de mi boca. Yo di la media vuelta, pero reviré para acentuar “y además nunca serás el empleado del mes”. Una de mis frases favoritas. Nunca más he sabido de él. Aunque ahora que lo pienso, quizá sí ha llegado a ser empleado del mes porque el wey tenía la perseverancia de los lisonjeros, de los que son capaces de ver un “buen bisne” en la silla de ruedas de la abuela moribunda.

>>>

jueves, 14 de julio de 2011

Necesitamos un ejército de dioses

© Manual para canallas

El día que casi morí ahogado no sucedió nada de película: ni desfiló mi vida en instantes, como tampoco vi un resplandor celestial. Sólo fueron minutos angustiantes, de tremenda desesperación. Finalmente pude resistirme a la corriente y salir del agua. Gracias a Dios, dijo mi madre cuando se enteró…

Hubo un par de veces más en las que estuve a punto de colgar los tenis. Gracias a Dios que no fue así, volvió a comentar mi jefa en ambas ocasiones. Cuesta trabajo creer que esa deidad a la que mi señora madre alaba tenga tiempo de echarme una manita, mientras abandona a su suerte a un chingo de niños en una guardería o en manos de pederastas. A lo mejor pasa que no puede atender tantas llamadas de auxilio al mismo tiempo y es entonces que mueve los hilos al azar.

 

jueves, 7 de julio de 2011

Somos más hermanos que antes

© Manual para canallas

Tan sólo con mirar el rostro asustado de mi carnalito no lo dudé: te vas conmigo. Yo no sabía hacia donde huiríamos, no había un plan, pero la idea era largarnos lejos. Así que encaminamos nuestros pasos lejos de aquel sitio, escapando sin pensar, sin rumbo fijo…

Estábamos en la escuela y el rumor se corrió como reguero de pólvora: aquel día llegarían hasta allí unos doctores que iban a inyectarnos quien sabe qué cosa para esterilizarnos. Así que unos amigos y yo decidimos huir. “Espérenme, voy por mi hermano”. Fui a buscarlo, lo tomé de la mano, eludimos la guardia en la puerta y salimos. Claudio era menor que yo, así que me sentía responsable por él. Y ese día nos fuimos de pinta por primera vez. Vagamos por colonias que nunca habíamos pisado, lo más lejos posible de la escuela y de casa, porque si mi madre se hubiera enterado seguro que nos pondría una chinga. Luego regresamos a casa como si nada, fingiendo que habíamos ido a la primaria. Y pese a mis temores de que mi madre sospechara algo, dormí tranquilo y seguro de que había salvado a mi carnalito de un peligro desconocido. Al otro día nos enteramos que en el colegio no pasó nada. Pero aún así, desde entonces yo sabía que siempre cuidaría a mi carnalito. Y al recordar cosas como esa, mis hermanos y yo nos reímos como los tontos que somos y alguna vez Claudio hasta me agradeció por “habernos cuidado tan bien”. Yo sólo sonrío con la satisfacción de haber sido un buen hermano mayor. Aunque tengo mis fallas, creo que no lo hice tan mal. Y cuando ellos escuchan a Sabina o Soda Stereo y los veo leyendo un buen libro, me reconforto por haberles compartido mundos fascinantes que nos alejaron de la miseria en que vivimos muchos años.

+++

jueves, 30 de junio de 2011

Alguna canción lluviosa

© Manual para canallas

Llevaba como una semana revolviéndome en la cama, pensando en proyectos que no he materializado, aguijoneado por los recuerdos de ciertos besos que no volverían a ser míos. Mal karma para alguien que desconfía del amor…

Si bien nunca he sido un tipo tranquilo y tiendo a la mala vida, tengo épocas bastante intratables: duermo poco, trabajo mucho y pienso demasiado. Y eso equivale a tomar un atajo hacia el manicomio. Es lamentable que pase mis noches en vela, sin compañía, abandonado a merced de esa jauría que son mis defectos. Aún así, me he vuelto demasiado selectivo. Recién me llamó Liliana, en horas de trabajo, para decirme que me extraña de vez en cuando. "No estoy de humor para escuchar pendejadas", solté sin reflexionar un poco. Quizá hubiera sido preferible que se diera una vuelta por la casa esa noche y que llevara una botella de vino tinto. También pude pedirle que me devolviera mi playera de Los Killers que se llevó puesta "sin querer". Pudo más mi soberbia. Colgué sin despedirme. Seguro que me maldijo. Pero yo tenía otras preocupaciones. Como lo culera que se está poniendo la vida diaria, en este país con un gobierno insensato y criminales sin asomo de piedad. Como irme a emborrachar y jugar dominó con mis cuates, para entretener a mis ansias de lanzarme por la ventana.

>>>

jueves, 23 de junio de 2011

Cupidos con pésima puntería

© Manual para canallas

Ella se levantó un poco mareada, con un amargo sabor en la boca, queriendo que sus mañanas fueran menos opacas. Magali fue al baño, sintió náuseas y la acosaron un par de arcadas de pura bilis. Se miró en el espejo y descubrió tormentas en sus ojos…

Flechada por un cupido con alma de burócrata, Magali hubiera querido tramitar su renuncia a ese amor insensato que le provocaba insomnios, malas noches añorando las caricias lejanas. Una vez más se había enamorado como idiota, del más imbécil de todos. Sí, de aquel imbécil que le ocultó que era casado. Estúpidamente, ella no estaba dolida porque él tuviera esposa, sino porque le había mentido. No podía creerlo, no de aquel tipo que le juraba que la amaba cada que tenía ganas de llevársela a la cama. Cuando ella lo encaró, él sólo recitó silencios. Y ella que buscaba aunque fuera un abrazo tierno, únicamente encontró desconsuelos. Su “amor” ya no pudo negarlo, pero le juró que ya no quería a su mujer, que ya la iba a dejar, como si fuera el guión de una película que todos han visto. Ella se fue llorando. Él no hizo por detenerla o abrazarla y reconfortarla. Hubiera querido odiarlo y decirle que era un cobarde, pero se engañaba ella misma porque sólo con escuchar su voz se cimbraría su corazón anestesiado. Y así fue, luego de unos días se reencontraron. Y él juró, luego de un orgasmo, que nada los separaría. Magali seguía enamorada. Pero ella qué sabía de esa frase lapidaria: el amor es un hotel de paso el Día de San Valentín. Ella qué sabía de cupidos con pésima puntería. Magali se sabía de memoria la llamada que curó su ceguera: “No sé quién seas, pero te advierto que Miguel es casado. Yo soy su esposa y él no me va a dejar por cualquier puta como tú”. Luego le colgaron. Hubo otras llamadas, de distintos números. Cuando le reclamó a Miguel no hubo dudas.

jueves, 16 de junio de 2011

En nombre de la ausencia

© Manual para canallas

Mi tío Julián tomó mi mano y sentí al mismo tiempo su alegría y su desesperación: “Mis hijos, no saben el gusto que me da verlos, ahora sí me puedo morir en paz”. Y al poco tiempo cumplió su palabra…

Él murió una mañana tristísima, como son todas las mañanas en que alguien se va de tu vida para siempre. Recostado durante meses en su cama, debido al cáncer de médula ósea, el tío Julián veía las cosas desde una perspectiva distinta. Sin posibilidades de volver a caminar por las calles tantas veces transitadas, ni ganas de tomar el sol en el patio, cualquier visita le alegraba. Y le dio mucho gusto vernos y lloró de alegría mientras nosotros nos conteníamos las lágrimas. Yo le agradecí, con un nudo en la garganta, “por lo mucho que nos diste siendo niños, porque fuiste como un padre para nosotros”. Julián lloró como lo hacen los hombres buenos, “es que ustedes también eran como mis hijos, y saben que los quiero mucho”. Y luego sollozó “mis niños” y apretó mi mano con más fuerza. Ya no éramos unos niños, obviamente, pero él se aferraba a los recuerdos, a esas tardes de domingo en que iba a visitarnos. No era su obligación, pero se sentía responsable por el abandono de mi padre, de su hermano menor. Por eso fuimos hasta Durango, mis hermanos y mi madre, para darle las gracias al tío Julián por toda su bondad. Meses después moriría, dicen que en paz consigo mismo y a mano con Dios. Yo no puedo evitar, en vísperas del día del padre, recordar la última plática que tuvimos y sus bendiciones durante la despedida. “No sabes cómo le pedí a tu padre que me los trajera, que les avisara que quería verlos. Y no sabes cómo le rogué a Dios para que me lo cumpliera. Ahora sé que mi hermano no es tan mala persona”, me platicó el tío Julián mientras sus ojos anegados se posaban en los míos. Yo hubiera querido aclarar que mi padre ni siquiera se tomó la molestia de llamarnos por teléfono, pero no iba yo a derruir la esperanza del que fue como mi verdadero padre mientras fui un niño. Por cosas del destino Julián tuvo que volver a Durango, la tierra que lo vio nacer, y nos separamos. Pero conservo intactas las instantáneas de su cariño, de sus regalos de Reyes, las sonrisas de mis primos mientras convivíamos. Y también conservo intacta la promesa de no volver a Durango, la tierra que me vio nacer y que tanta tristeza me causa.

>>>

jueves, 9 de junio de 2011

Los secretos que sigo buscando

© Manual para canallas

Quise decirle adiós varias veces y se me atravesaron los pretextos. Había algo en esa mujer que me atrapaba. Tal vez era la seguridad en sí misma, acaso sus piernas largas o esos ojazos que irradiaban deseo. Caray, a quién diablos quiero engañar…

La verdad es que me encantaba su trasero, su placer obsceno. Físicamente Sarahí era mi tipo de mujer, pero teníamos pocas cosas en común. Así que yo me inventaba excusas para minimizar sus despistes y hasta sus manías. Como el hecho de que le gustara tanto ir a los karaokes. Y siempre cantaba una jalada que decía “dame otro tequila”. Nunca quise profundizar en la letra. Bueno, si es que se puede profundizar en algo tan superficial como Paulina Rubio. Además, siempre me chocaron los karaokes y ese esfuerzo de la gente por hacer el ridículo. “Si hubiera un campeonato de cosas patéticas, cualquiera de estos cabrones levantaría el trofeo”, le comenté una vez que desfilaban los malos imitadores de José José y Alejandra Guzmán. Era cagado cuando una vieja ebria gritaba frente al micrófono eso de “haaaacer el amor con ocho, no, no, noooo”. Y si Sarahí, que no era tan desafinada, se subía a cantar siempre lograba que le aplaudieran mucho. Yo sabía que no era por su voz, sino porque siempre se veía muy bien la desgraciada con sus jeans ajustados y aquellas blusas que evidenciaban unos senos generosos. No había sitio al que fuéramos en el que no le tiraran la onda. ¿Por qué entonces andaba conmigo, si siempre tuvo muchos pretendientes? Habría que preguntárselo a ella. Alguna vez me comentó algo que parecía resumir su pasión por mis besos: “Eres un hombre con carácter. Y a mí me gustan los tipos seguros, que lleven el control de una relación. Eso me hace sentir protegida”. A mí siempre me latió lo bien que se veía. Sabía arreglarse y tenía algo que escasea en nuestros tiempos: clase, actitud.

>>>

jueves, 2 de junio de 2011

Placebos para la tristeza

© Manual para canallas

A Daphne nunca le gustó su nombre. Y siempre, como una especie de chiste gastado, bromeaba: “Me llamo Daphne por una maldición de mis padres”, aludiendo a las ferias de pueblo en que nunca faltaba la atracción de la mujer con cabeza de araña, a la que le preguntaban “¿y por qué estás así?”

Ella respondía: “Por una maldición de mis padres, porque nunca les hacía caso”. Ya lo ven, niños, deben obedecer a sus padres o una cosa parecida terminaba por decir. Cuando Daphne preguntó a su madre por qué le habían puesto ese nombre, le contestó que era porque su padre había viajado mucho y que le había encantado ese nombre. “Y agradece que no te puso Catherine”. Falso, en realidad, le puso Daphne porque le encantaban las series gringas. Lo supo por su tía Mariana, quien añadió “y le rogué para que no te pusiera Kelly”. Pinche consuelo. Pero el ser humano está viciado por naturaleza y repite patrones y no se cansa de cometer los mismos errores. Daf, como le dicen sus amigas, tuvo que interrumpir la universidad en el primer año porque se embarazó. Nada del otro mundo. Estaba enamorada de Brandon y un buen día se le olvidó tomar la píldora del día después. Cuando la madre se enteró puso el grito en el cielo. Y tuvieron que “arrejuntarse” en casa de ella.

jueves, 26 de mayo de 2011

Encontrar figuras en las nubes

© Manual para canallas

Aquel niño era enfadoso y a mí me cayó gordo desde el principio. Hay días en que uno está insoportable y para colmo llega cualquier latoso a recordarnos que las cosas se pueden poner peor. El chamaco me dio una patada en el tobillo y yo giré para mirarlo con odio, con ganas de ahorcarlo un rato hasta que se pusiera morado…

Era el primer día de escuela y yo sentía que las vacaciones no habían durado nada. Mi madre me levantó tempranísimo, sin importarle que a mí ni me gustaba bañarme. De allí mi pésimo humor. Estábamos formados para los honores a la bandera. Y tenía que tocarme a mis espaldas el típico cabroncito que se la pasa chingando a todo mundo, el que patea las mochilas, el que le jala la trenza a las niñas, el que te exprime el boing en el recreo, el mamón que se siente mucho porque su mamá le manda regalos a los maestros cada cumpleaños. Muy peinadito, bien limpiecito, con sus zapatos impecables, pero con el pinche carácter malcriado de los hijos únicos a los que les cumplen todos los caprichos. Pues cómo no me iba a caer gordo el chamaco, si en lugar de cantar el Himno Nacional se la pasó cantando que “a todos les apesta la cola, como al de aquí adelante”. Y no es que me apestara la cola, porque hasta eso que me bañaba bien, pero a esa edad uno se ofende hasta porque le dicen “come torta con tu hermana la gordota”.

jueves, 19 de mayo de 2011

Un mapamundi de tesoros

© Manual para canallas

A los siete años mi niñez se extravió cualquier noche. A los nueve me dio varicela, algo tarde según yo. Cuando cumplí 11 mi hermana me descalabró de manera accidental y me quedó una cicatriz de cinco puntadas y es por allí, creo, que se me esfuman las pocas ideas brillantes que se me llegan a ocurrir…

Cuando era adolescente los ligamentos de mi rodilla izquierda se rompieron igual que mis ilusiones de enamorar a la chavita más guapa de mi barrio. Ya de adulto fui a parar un par de veces al quirófano y salí menos incompleto que las galletas Marías que compras en el Wal-Mart. Y encima de todo, además del recuento de huesos fisurados y los pellejos suturados, me ha tocado un corazón diezmado con el transcurrir de los años. No está de más decir que las relaciones enfermas, los fracasos sentimentales, me han convertido en un tipo huraño y desconfiado. “Disculpa si no me enamoro”, le advertí a Rousse la tercera vez que nos besamos, “pero es que ya no creo en sirenas ni en baladas que riman amar con desnudar”. Y nuestra relación se volvió más terrenal. Nos veíamos poco, nos regalábamos todo sin medida, nos abrazábamos como dos náufragos que necesitaban flotar. Y surcamos algunos mares desatados y retamos al oleaje de nuestras respectivas dudas. Y un buen día, mejor dicho una buena noche, dormimos como dos niños huérfanos frente a la tempestad. Y despertamos queriéndonos más y nos prometimos no engañarnos y ella me ha cumplido y yo me muero por seguir demostrándole que nunca le voy a fallar.

jueves, 12 de mayo de 2011

En caso de un adiós precipitado

© Manual para canallas

En caso de un adiós no solicitado, sólo queda el consuelo de las canciones compartidas, los besos añorados, las sonrisas memorables en aquellas fotografías…

En caso de un despido injustificado, ojalá que tu amor errabundo no se estacione en el pasado. Más vale huir, correr en sentido contrario, ahogarse en tragos baratos, bautizarse en una nueva religión o cambiar de nombre en cada antro y quedarse callado mientras la pasión pasa de largo. En caso de un adiós precipitado empaca sólo lo necesario. Si se va ella, no te quedes a esperar que vuelva. Si te vas tú, mejor es que devuelvas las llaves porque cualquier noche tus pasos serán perros malacostumbrados. Si van ambos, sólo den diez pasos bien contados y entonces voltean al mismo tiempo y se apuntan con un dedo... y que el dardo del rencor haga impacto en sus miradas.

jueves, 5 de mayo de 2011

Señales de humo desde el infierno

© Manual para canallas

Max llegó y pidió una Corona sin siquiera saludarme, sólo asintió con la cabeza. Lo observé y supe que algo no andaba bien. Uno acaba conociendo mejor a los amigos que a la propia familia. Así que no me ofendí porque se guardó el apretón de manos. “¿Qué pedo, wey?”, solté con sutileza…

“Nada, nada”. Shales, ese cabrón parecía novia ofendida a la que le preguntas “¿qué tienes?” a sabiendas de que está molesta. “¿Y ahora qué te hizo tu vieja?”, suelo ser muy intuitivo. “Nada”, tomó la cerveza que le habían llevado y le dio un tremendo sorbo, “bueno, sí, ya me mandó a la chingada”. ¡Otra vez! “¿En serio? ¿Y ahora por cuantos días?”, fui sarcástico. Parecen chavitos de secundaria, que se enojan y se contentan, que se celan y se hacen chupetones en el cuello. “Creo que ahora sí es definitivo”, estaba más apesadumbrado de lo habitual, “conoció a un tipo por internet”. Clásico, siempre habrá alguien mejor que tú en algún lado, que sólo está esperando la oportunidad de chingarte a la vieja. “Te lo dije, una mujer que se llama Pamela sólo puede estar destinada a hacerte sufrir”.

 

jueves, 28 de abril de 2011

Postales desde la infancia

© Manual para canallas

Mi hermana tenía seis años cuando la atropellaron. Recuerdo que salió en el periódico del barrio, ese que anuncian con un altavoz desde un auto desvencijado: “Cafre borracho atropella a dos chamaquitas, vengan a ver el horrible caso de estas pequeñas que se debaten entre la vida y la muerte”. Por fortuna aquello tenía más de sensacionalista que otra cosa y mi carnala sólo estuvo una semana bajo observación médica…

Según recuerdo, fue en abril y la infancia de mi hermana, como la mía, como la de muchos otros, no era precisamente un carnaval con lluvia de caramelos ni nada parecido. A mi hermana y a su mejor amiga se les ocurrió atravesar la calle sin mayor precaución, sin imaginar que un conductor ebrio platicaba con una pasajera. El destino quiso que aquel camión sólo aventara a las chamacas y no que les pasara por encima. Más allá de los raspones y las contusiones, Nadia perdió a su mejor amiga. La madre de la otra chamaquita culpó a mi hermana de la desgracia y le prohibió que volviera a juntarse con “esa chusma”. Pequeñita como era, Nadia sintió una tristeza infinita y supongo que se debía a que Carolina era la hija de la señora de la tienda y siempre se volaba los twinkies o las galletas para jugar a la comidita. De buenas a primeras, mi hermana se quedaba sin amiga y sin pastelillos para jugar a la comidita con las muñecas. Creo que eso acentuó aún más su tristeza y apagó aún más el brillo de sus ojos. De allí su mirada melancólica, quiero suponer; de allí su apego por las muñecas, esas que nunca la dejarían sola.

jueves, 21 de abril de 2011

Escupir delirios hacia el cielo

© Manual para canallas

Lo último que recuerdo es que cerré los ojos. Desperté en el hospital. La boca me sabía a carbón. El dolor en los huesos me recordó que era humano y frágil, más esto último que lo primero. Y encima la resaca era ese infierno que solemos frecuentar los que tragamos fuego, los que nos ahogamos en incendios…

¿Alguna vez te han dolido dos muelas al mismo tiempo? Así eran mis días en el hospital. Un constante desgarre físico y emocional. Mi cabeza era una sucursal del vértigo. Sentí el cerebro  como una gelatina estúpida y fría. Encima, no dejaba de pensar y pensar en lo grises que eran mis rutinas de fin de semana. Gastarme el poco dinero que me heredó mi abuelo en tragos y  teiboleras, invitando a desconocidas al desmadre, comprando alcohol sin ningún pretexto, invirtiendo en amistades falsas, exprimiendo las madrugadas. Toda la semana me refugiaba en mi  burocrático trabajo, pero al llegar el viernes me dedicaba a frecuentar los bares, a beber como si en el fondo de un vaso estuviera alguna frase, cierta señal que me indicara que algún camino  me llevaría a buen destino. Para tener un empleo de medio pelo, gracias a un tío que era consejero de un político picudo, no me iba mal. Sueldo decoroso, una secretaria buenona y el  horario a mi propio gusto. Sólo que sentía que mi vida era igual que una bolsa de cheetos: me sabía pocamadre, pero no era nada nutritiva. Destructiva, en todo caso esa era la palabra. Mi vida  era deconstructiva. Todos mis amigos se habían alejado porque decían que yo bebía más que lo que ellos podían aguantar. Y encima yo era un cretino, lo que ahora llaman “malacopa”. Aún lo  recuerdo como si apenas hubiera sucedido el año pasado, y eso que ya llovió más que en Chalco.

jueves, 14 de abril de 2011

Esa costumbre de hablar a solas

© Manual para canallas

Estefanía tiene una Barbie despeinada. Y también tiene una sonrisa espontánea y muchas ganas de que su hermana mayor vuelva a jugar con ella como lo hacía antes. Pero Michelle ya no está para niñerías, ahora tiene que trabajar con la señora de la papelería y no importa que apenas haya cumplido 13 años…

Atrás quedaron las tardes, los días, en que se carcajeaban, en que eran felices en aquel mundo perfecto poblado de muñecas y osos de peluche invitados a comer galletas de mentiritas en una mesa improvisada, con tacitas de plástico y platitos miniatura. Estefanía y Michelle siguen siendo hermanas, aunque ahora se sientan como dos extrañas. El padre de ambas perdió el empleo y sólo consigue chambitas esporádicas. La madre lava ajeno y es afanadora de tiempo completo. Estefanía no alcanza a comprender del todo qué es lo que ha pasado, no es que antes hubiera bonanza, pero ahora ya no hay tiempo para juegos. La pequeñita extraña a su hermana, añora la voz de su madre mientras cantaba y hacía el aseo. Estefanía no posee gran cosa, cuando mucho un futuro incierto, pero a veces sonríe y a veces habla sola mientras peina a su muñeca que es tan hermosa aunque cada vez le quede menos cabello. Esa niña no sabe que mientras habla a solas con su Barbie despeinada, un mundo feroz la observa con frialdad.