jueves, 13 de octubre de 2011

Con la calma de un equilibrista

© Manual para canallas

El policía jaloneó con rabia a mi tío Gonzalo, quien se resistía a subirse a la patrulla. Yo me aferré a la pierna de Chalo como si aquel esfuerzo fuera suficiente para salvarlo. Yo tenía unos once años, pantalones remendados y mucho miedo…

De volada llegó otro poli para apoyar a su “pareja”, pero mi tío se empeñaba en zafarse. Y yo seguía intentando “salvarlo”, aunque en realidad sólo era una insignificante rémora que nada podía hacer. Hasta que el otro poli me aventó con facilidad a un lado y acabé rodando por el suelo En cuanto lograron controlar al “sujeto” y reportar un 52 en 16, uno de ellos recogió su gorra, me miró con la misma indiferencia que a un carterista al que no vale la pena corretear porque “hay cosas más importantes”. El guardián del desorden ni se molestó en preguntarme si estaba bien, si vivía cerca o si tenía manera de llegar a mi casa, sólo se subió a la patrulla y se largó. Pero él no tenía la culpa. Sí, a mí me pareció en ese momento que era un culero, pero en realidad la culpa era de mi tío por emborracharse cuando se supone que debía cuidarme y sobre todo por ponerse a orinar en la vía pública. Y encima de todo, Gonzalo se puso al brinco con “nosotros que somos la autoridá, pareja”. Yo entré en pánico cuando empezó a forcejear con el policía. Y como siempre sucede cuando el miedo te cimbra, te aferras con todas tus fuerzas a la primera o a la última esperanza. Entonces me aferré a la pierna de mi tío, como si eso fuera suficiente para salvarlo o para no quedarme solo. Porque tuve que regresarme caminando a la casa, a una media hora de distancia, y contarle a mi madre lo que había pasado. Una vez más, mi jefa tuvo que ir a sacar a unos de sus hermanos de la cárcel: ya saben, pagar la multa por faltas administrativas, escuchar el sermón del juez y luego llevarse al familiar siempre “muy apenado, carnala”. Ah y la promesa típica de “no te preocupes, hermana, en la quincena te pago lo de la multa”. Como si nosotros tuviéramos el suficiente dinero para esperar a que llegara el pinche día de quincena. Y cuando no era uno era otro, pero los hermanos de mi jefa siempre se las arreglaban para darle problemas, para mortificarla: siempre que se empedaban, acababan en nuestra casa. A veces se peleaban y llegaban todos madreados, sangrando por la nariz. En ocasiones llegaba algún vecino a decir que “vaya a recoger a su hermano, que está tirado allá por el parque”. O simplemente llegaban a las tres de la mañana a seguir la fiesta, con sus amigotes y la triste guitarra, “nomás porque mi carnala es a toda madre”. Y claro, mi jefa que siempre fue buena gente nunca supo decir que no. Eso era parte de mi infancia: convivir con el alcoholismo de mis tíos, lidiar con sus locuras, acompañarlos al futbol y regresar solo a casa porque les agarraba la pasión por las caguamas; o esperarlos en el coche, afuera de la cantina, hasta que dos o tres horas después salían de “curársela”. Yo no recuerdo que alguno de ellos me dijera algún día: “Mira, este libro de poemas es una maravilla”. Aunque sí me advirtieron cosas como “hijo, el alcohol es el diablo” o “hijo, las mujeres son el diablo” y eso de “hijo, el amor es el diablo”. Y yo no tenía más opción que aprender a caminar sobre la cuerda floja... y aún lo sigo haciendo, sin maestría ni vocación, sólo por aferrarme a la posibilidad de no caer al precipicio.

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Hay gente que se aferra a imposibles, a una mujer inalcanzable o un sueño guajiro. Hay hombres que se aferran a imaginar otra vida menos miserable: pero no quieren una mujer sensible, sino el auto del año o el suficiente dinero para dejar el trabajo o la suerte de ganarse el Melate. Y también hay hombres que se aferran a la poesía y seducen mujeres de ojos grandes. Como igual hay hombres que se agarran de sueños aterrizables: renunciarle a un pésimo jefe, viajar de polizonte, permanecer con su novia de la prepa, recitar poemas frente al mar, leer 20 libros al año, escribir su epitafio, besar con pasión a su mujer cada mañana, construir un puente de confianza hacia sus hijos, escribir una carta de amor sin temor a sonar cursi, mojarse bajo la lluvia como un niño, encontrar figuras en la nubes, ahorrar para que su hijo vaya a la universidad, comprar cajitas de palillos y construir un castillo a escala, mirar desde el techo y boca arriba algunas lunas de octubre, rodearse de amigos entrañables, llenar de besos a su madre, contar los abrazos que aún le faltan por dar, mirar el cielo en busca de la nube que les recuerde la infancia... o escribir con las mismas manos de acariciar. Yo aún sigo aferrándome al legado de mi madre, como cuando era chavito. Aún tengo presente el día que me subí por vez primera a la rueda de la fortuna: estaba aterrado, la altura me producía vértigo, así que me aferré con desesperación al brazo de mi jefa. Y ella me protegió con sus palabras sabias: no tengas miedo, siempre estaré contigo cuando haga falta. Y no me ha fallado. Así que cuando me siento al borde del abismo, hago un alto en el camino y pienso en lo que haría ella. Ya lo he dicho antes, me sigo aferrando a sus enseñanzas y aunque a veces he caído tengo la fortaleza para levantarme, sacudirme el polvo y seguir adelante. Y a veces, cuando no es suficiente, me receto una dosis de Ya no sé que hacer conmigo: Y hasta me receto una dosis de El Cuarteto de Nos:

“Ya aprendí a falsear mi sonrisa,
ya caminé por la cornisa.

Ya cambié de lugar mi cama,
ya hice comedia, ya hice drama,
fui concreto y me fui por las ramas,
ya me hice el bueno y tuve mala fama.

Ya fui ético y fui errático,
ya fui escéptico y fui fanático,
ya fui abúlico y fui metódico,
ya fui púdico y fui caótico.

Ya me cambié el pelo de color,
ya estuve en contra y estuve a favor.

Lo que me daba placer ahora me da dolor,
ya estuve al otro lado del mostrador”.

Pude aferrarme a sueños más redituables, como ser abogado de ejecutivos o asesor de compañías petroleras, pero mi alma estaría empeñada con los desalmados. Y yo prefiero este armazón descontinuado, esta profesión que es heredar a mis hijos una mirada melancólica, una colección de discos memorables, la suficiente poesía para enamorar mujeres de ojos grandes y la actitud de los que no confían nunca en las promesas de los políticos. Las revoluciones empiezan por uno mismo. Y los sueños más bohemios siempre te dejarán una sonrisa frente al espejo. Y tu locura será tu aliada. Y cada canción te sabrá a victoria. Y cada poeta te parecerá un amigo. Y las mujeres te besarán con ganas de no olvidarte. Y si alguien intenta olvidarte, no tardará mucho en buscarte. Y si no te buscan, habrás aprendido a mirar al abismo con la misma calma del equilibrista.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 13 de Octubre de 2011

 

 

© Manual para canallas

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