jueves, 25 de septiembre de 2008

Una carta poder en malas manos

© Manual para canallas

“Oye, amigo, me invitas un cigarro”, coqueteó aquella chica de pantalones a la cadera. Le extendí la cajetilla, tomó uno, se lo llevó a la boca para que se lo encendiera. “Gracias, eres un caballero”, me guiñó un ojo. Di una calada a mi Marlboro. “Puedo ser todo lo que quieras, pero no me ofendas con frases gastadas”, sentencié. Me observó intrigada: “la neta, suena mamón pero me encanta”. Le invité un trago. Pidió una Corona. “Mi amiga dice que eres atractivo”, y con un ligero movimiento de cabeza me señaló una mesa a mi izquierda. Me volví para verla. No era mi tipo. Sus amigos se rieron. “¿Y por qué no vino ella por el cigarro?”, pregunté. “No lo sé, pero yo aposté a que me invitabas un trago”, aclaró. Vaya, las típicas apuestas de la gente aburrida. “Pues ya ganaste, ahora puedes ir a cobrarles”, sugerí. “Uuuuuuy, qué sentido”, pegó su pecho a mi brazo. “Al menos déjame acabar la chela, enojón”, quiso hacerse la graciosa. “Mira, niña, me chocan los juegos estúpidos. Ya te luciste con tus amigos, así que ahora déjame solo”, solté sin mirarla. Hice una seña al cantinero y pedí otro trago. La chava se quedó en silencio. Sorbió de su cerveza. “Discúlpame, no quise ofenderte”, su cigarrillo se extinguía solitario. “Me llamo Claudia y prefiero beber contigo”, puso su mano derecha sobre mi brazo. Sentí un escalofrío. Pudo ser un aviso, pero suelo ser poco precavido. “Soy Roberto”, apenas musité. “Pues mucho gusto, Roberto. ¿Podemos empezar de nuevo?”, su tono fue más natural. “Pero tú pagas la siguiente ronda”, comenté. “Hecho”, sonrió. Y su sonrisa me atrapó.

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“Voy a enterrar tu corazón en esa maceta, sólo para ver qué florece”, comentó Claudia recostada en el sillón. Su desnudez siempre me enloqueció. “Seguro nace un cactus”, dije por decir algo. “O tal vez nada”, expresó y buscó mis labios. “Tú no eres de los que echan raíces”, agregó. Llevábamos como un año juntos y aquello comenzaba a abrumarme. El amor tiene fecha de caducidad, ya lo sabíamos, pero el sexo era fantástico. Claudia sabía cómo enloquecer a un hombre en la cama. Y sus senos eran un monumento a la delicia. Ya no hablemos de su trasero de gimnasio. Y su cintura era el oasis en que mis delirios conjuraban a los dioses de la lujuria. No teníamos mucho en común. Ella estudiaba enfermería. Yo me titulé en imposibles. A ella le latía Panda. Yo prefería a Babasónicos. Claudia adoraba a Paulo Coelho, mientras yo releía a Cioran o a Martin Amis. Ella creía que Kundera era un perfume. Yo no soportaba sus frivolidades. “Las telenovelas son para señoras frígidas y Cenicientas extraviadas”, me burlaba de ella cuando veía Fuego en la sangre. Lo peor era encontrar el TV Notas en el baño, cada semana. “¿No sé por qué ando contigo?”, se reprochó cuando me negué a ir a una fiesta de sus amigas. “Búscate un puberto que se mueva al ritmo de tus dedos”, me burlé. “Ay sí, tú, muy maduro, ¿no?”, pretendió ser sarcástica. “Mira, Claudita”, odiaba que le dijera Claudita, “Cuando venía para acá, tomé un atajo para no pasar por el país de los tetos, así que déjate de tonterías y vete a bailar canciones de Moderatto”. Me miró con rencor. “Sí, claro, para que tú te vayas a emborrachar con tus amigotes”, hizo una pausa, “por eso no vas conmigo, pero al rato vas a querer nalga y te vas a ir a la chingada”. Ay wey, no me lo esperaba. Vale madres. “¿Sabes qué?, mejor ahí muere. Cada quien por su lado. Te quise más de lo necesario, pero detesto los calvarios”, tomé mi chamarra y le sugerí “cuando te vayas cierras la puerta y me dejas la llave con el portero”. Alcancé a escuchar algo así como “seguro va a ir la puta de Brenda, pues quédate con ella”. Me chocan las escenitas. Necesitaba un buen trago. Y alguna canción en la rockola.

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Claudia no me dejó la llave, sólo un recado en la mesa: “Te amo. Me chocas, pero te amo”. El amor es un poema cursi en el festival de la primavera. El amor es una tarjeta de Hello Kitty. El amor es un guión de telenovela. El amor es una carta poder en malas manos. El amor es la declaración febril de un escolapio. El amor es una muñeca con vestido de terciopelo, una caja de chocolates Ferrero, un ramo de rosas envueltas en papel celofán. El amor es una canción hipócrita. El amor es un instructivo para armar una trampa de osos. El amor es un hotel con sábanas tiesas, un infierno custodiado por tu diablo guardián. Y yo no soy carcelero de pasiones malsanas, ni de amores que matan, ni de prisiones a prueba de fugas. No, yo sólo soy un tipo que no se deja asesorar por el corazón. Soy ese turista con un mapa de la soledad. Soy un prófugo de mis instintos. Soy el fogonero de las mejores noches, de las madrugadas incendiadas. Así que Claudia y yo terminamos, no sin antes soportar los reclamos habituales: “Nunca me amaste”, “eres igualito a todos”, “seguro vas a regresar con Brenda”, “pero cuando me veas con otro te vas a dar cuenta de lo que te perdiste”, “nadie te va a aguantar todo lo que yo te he aguantado” y demás etcéteras. Dios mío, en qué pinche academia las educaste. Lástima, Claudia era demasiado guapa para ser verdad. “¿Y tú, eres cursi?”, me preguntó una noche. “Por supuesto que no”, dejé en claro. “Bueno, nadie es perfecto”, lamentó. Un silencio se recostó en medio de los dos. Yo miré al techo y recordé una canción de Los Cadillacs:

“Y tu mirada la llevo encima
la llevo atada a mi corazón
y para siempre se va conmigo
está clavada como un aguijón”.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 25 de septiembre de 2008

 

 

jueves, 18 de septiembre de 2008

Me declaro imbécil

© Manual para canallas

Me declaro incompetente para entender por qué este país se hunde en la indiferencia, por qué se ahoga en oleadas de sangre. Me asumo un incompetente por no comprender que la muerte habla al oído de los adolescentes.

Me reconozco idiota porque la tragedia merodea en cada esquina, en cada parque, mientras yo me retuerzo en mis propios infiernos.

Me declaro un imbécil por no encontrar sentido a mis días, ni calma en mis noches. Me reconozco idiota porque me abruman mis defectos y me cuesta trabajo lidiar con mis inseguridades.

Soy rehén de mis propias fronteras y casi nunca llegó a ningún lado. Soy lo peor de mi padre y lo mejor de mi madre, así que también soy muy poco lo que pretendo ser. Soy un perfecto imbécil y me escudo en los silencios para no gritar mientras me quemo.

Me declaro incapaz de armar una revolución que derroque a mis otros yo: a esos que me dictan locuras, al chico rudo que me gobierna, al hombre sensible que me soborna, al cursi que me cobra la renta.

Soy tan parecido a mí que a veces me doy miedo. Soy el espejo que me recuerda que esta barba de tres días habla de bipolaridades, de extremos que nunca se tocan, de días nublados y tardes lluviosas.

Me declaro inepto ante las cosas más simples, como el amor y las fiestas de cumpleaños y los abrazos cotidianos y un simple “te quiero”.

Soy el saboteador de mis propias promesas, de todo lo que postergo, de lo que a veces sueño, de lo que me queda a la mano, de lo que nunca podré alcanzar por más que me lo proponga.

Me declaro un idiota por llorar a oscuras, por renegar de mi futuro, por escribir mi epitafio cuando debería de pulir mi primer libro.

Soy el perfecto inútil que maldice los noticieros, que colecciona poesía y archiva recuerdos y juega pókar con el destino a sabiendas de que acabaré en bancarrota.

Me reconozco carcelero de mis anhelos, el torturador de mis deseos, el tirano de mi lado malvado, el Maquiavelo de mi lado bueno, el terrorista de mis pocos momentos sanos.

Soy este pobre estúpido que ha jubilado sus sueños antes de tiempo, el torpe que no aprende a lidiar con el amor, el usurero que esconde su corazón dentro del refrigerador, el miserable que ya no sonríe frente a su reflejo.

Me he titulado en cursos de verano, me he graduado como iluso, me he doctorado en decepciones, y aún no encuentro mi vocación en un mundo regido por el dinero.

Soy mucho más de lo que he contado, mucho menos de lo que pretendo. Llevo una máscara en este baile de graduación y todos me miran raro.

Soy demasiado extraño, soy todo lo contrario, soy un ave de paso, soy un león rasurado, soy un pendejo, soy un libro sin final, soy un niño sin recreo, soy un Volkswagen desahuciado, soy una máquina de café en la funeraria, soy un ataúd clausurado, soy una flor de papel bajo la lluvia, soy mi propia banda sonora en disco pirata, soy metáfora sin musas, soy un gato tuerto de peluche, soy una ambulancia en silencio, soy un vampiro desmañanado, soy lo que puedo, soy lo que duele, soy lo que más odio, soy lo que detestas, soy lo que sueñas, soy lo que apenas pudo ser. Soy mi génesis y mi punto final.

Soy como un indocumentado en un país sin esperanza. Soy una explosión de rabia. Soy como tú. Soy tan poco yo. Soy tan demasiado común. Soy una simple lágrima. Soy un ojo abierto que mira hacia la nada.

Me quedan pocas risas. Nulas esperanzas.

Sólo quiero ser menos vulnerable. Sólo quiero llorar en silencio. Sólo espero que ya sea mañana.

La locura se pasea desnuda y se acuesta en mi cama. Hace frío y tengo más miedos que me visitarán de madrugada.

Me quedan pocas historias por escribir. Me sobran motivos para odiar. Creo que no podré con esta carga.

Me declaro incompetente para entender todo esto que pasa.

Han dinamitado nuestra calma.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 18 de septiembre de 2008

 

 

jueves, 11 de septiembre de 2008

Como un maniquí de Suburbia

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“Mírame a los ojos y díme que ya no me quieres”, me retó Monserrat. “No te puedo mentir, lo nuestro ya fue”, clavé mis pupilas en las suyas. El siguiente movimiento ya lo esperaba, así que levanté el brazo izquierdo y detuve su mano a unos centímetros de mi cara. Hizo un puchero y antes de que soltara el primer sollozo la abracé. “No empeores las cosas”, traté de calmarla. “Es que nunca me quisiste”, reclamó como lo hacen todas las mujeres que crecieron viendo telenovelas. Luego de dos años se perdió la emoción, se agotaron las noches de sexo, se extinguieron las caricias tibias. Monse, como le decían sus amigas, se empeñó en triunfar en la televisión. Y cada vez llegaba más cansada o tenía llamado a las dos de la mañana. Decía que me adoraba, pero en realidad era una diosa de sí misma. Al principio su entusiasmo me contagió. Ella era compañera de mi hermano en la escuela de actuación y la conocí en un cóctel que hicieron para celebrar una obra de teatro. “Me gusta la manera en que escribes, está tan llena de pasión” o algo así me dijo. Yo venía saliendo de una relación muy conflictiva y no caí en el juego de los halagos. Sólo agradecí y me marché tras tomarme unas copas de vino blanco. Un par de meses después me mandó decir con mi hermano que me esperaba en su fiesta de cumpleaños. Como no me interesó, Claudio me insistió un par de veces. “Creo que le gustas, porque siempre me pregunta por ti”, aclaró mi carnal. Yo tenía dos opciones: o me iba a beber con mis amigos al lugar de siempre o acudía a la reunión de Monserrat, así que opté por esto último. De pronto me da por traicionar a mis rutinas. No llevé regalo, me disculpé y ella soltó una frase común: “El mejor regalo es que hayas venido”. Aquello era más aburrido que una convención de jóvenes cristianos. Estaba a punto de irme cuando Monserrat me tomó del brazo y me confesó que cuando me conoció se enamoró de mi a primera vista y que sólo conocía algunas de mis historias, pero que desde entonces no deja de leerme. “Y me pone muy caliente y hasta he soñado contigo”, siseó con voz ebria. “Mira, no me importa si quieres andar conmigo o si no te enamoras, sólo quiero acostarme contigo”, añadió. Reí divertido. “Ya estás ebria, mejor hablamos después”, le dije. “Nooo, no te ríasss, no seasss tonto” y ella también se río. Pude hacerle el amor como si fuera el hombre de su vida, pero conozco a las mujeres que no saben beber y sé que al otro día son atormentadas por los remordimientos y se mueren de pena y no se explican cómo es que se atrevieron a desnudarse frente a ti. Salí de allí con la promesa de que la invitaría a salir cualquier día. Mi hermano ni cuenta se dio de cuando me fui. Llegué a mi casa maldiciendo a mi conciencia, que siempre me aconseja las cosas más estúpidas. Digo, seré un idiota pero sé reconocer cuando una mujer es un mapamundi de deseos.

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Sólo me acordaba de Monserrat cuando veía a mi hermano y me decía el consabido “te manda a saludar ya sabes quien”. Hasta que llegó el día de mi cumpleaños y mis amigos me celebraron en una cantina que frecuentábamos. Monse acompañó a mi hermano y a su novia. “Tú díme en dónde y cuántas veces quieres tu regalo” me sonrió ella con coquetería cuando ya estábamos ebrios. Amaneció en mi cama y así comenzó todo. Al poco tiempo se mudó a mi departamento. Al principio era novedoso y tenía su magia. Luego ella empezó a hacer pequeños papeles en programas como Lo que callamos las mujeres y cosas así. Era hermosa, pero no lo suficiente como para protagonizar una telenovela, aunque ella creía que sí. Se obsesionó tanto que sólo hablaba de eso, del día en que sería famosa y los fotógrafos la seguirían a todas partes. Empezó a dormir con mascarillas, con el argumento de que “mi cara es mi instrumento de trabajo”. Ya casi no salíamos y hacíamos el amor muy de vez en cuando. El tedio anidaba en nuestras almohadas.

“El agua apaga el fuego
y al ardor los años,
amor se llama el juego
en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño...

Y cada vez peor
y cada vez más rotos
y cada vez más tú
y cada vez más yo
sin rastro de nosotros”

Cantaba Joaquín Sabina mientras yo escribía hasta la una de la madrugada. A veces cuando ella llegaba tarde, trataba de no hacer ruido y se metía con sigilo en la cama. Al principio la abrazaba y juntaba mi cuerpo al suyo, que me encantaba. “Duérmete, cielo —porque me decía cielo, para acabarla de joder—, no empieces, porque tengo llamado a las 8 de la mañana”. Ya después, cuando me harté de sus obsesiones, le daba la espalda y me hacía el dormido. Hasta que nos convertimos en dos inquilinos de la indiferencia. Nuestros horarios eran tan dispares que a veces ni nos hablábamos por teléfono. Cuando se le descompuso el automóvil y tuve que ir por ella durante un par de semanas me harté. “No me importa la hora en que salgas, sino las horas de sueño que me robas”, le reclamé. Ella se indignó. No me dirigió la palabra como en un mes. Aún así, nos soportamos como medio año más. Hasta que le dije que era mejor que cada quien siguiera los consejos de su asesor. Como a mí no me gobierna la razón, sugerí que termináramos de la mejor manera. Lloró y reclamó que nunca la había amado. No era fácil renunciar a ese cuerpo casi perfecto, ni a la manera en que enloquecía ella en la cama, pero a últimas fechas un maniquí de Suburbia hubiera sido mejor compañía. Cuando se marchó me dejó una carta llena de rencores y una frase contundente: “Pero un día te darás cuenta de tu error y ya será demasiado tarde”. Nunca es tarde para huir de una mujer que te olvida mientras está contigo. Yo sólo extraño la manera en que decía mi nombre mientras alcanzaba el clímax. De vez en cuando la recuerdo, pero sólo es eso: un recuerdo que pronto se volverá olvido. Y yo tengo suficientes motivos para no cortarme las venas: libros de poesía, noches de sueño, un puñado de amigos, las canciones de Duncan Dhu, madrugadas sin celos, un espejo que me dicta verdades, historias por contar, noches de ron y tabaco, amaneceres sin resaca, un libro por escribir y esta lucha de todo el tiempo para sentirme menos imperfecto o no tan vulnerable.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de septiembre de 2008

 

 

jueves, 4 de septiembre de 2008

Como una mala telenovela

© Manual para canallas

“Hay que ver que pronto se puede olvidar,
hay que ser un tonto para recordar,
pero yo, yo no puedo evitar pensar en ti”.

Duncan Dhu canta en homenaje a las baladas rocanroleras. Y Paty sólo fuma ansiosa. Se siente incómoda. Su marido está tirado en la cama. Ella está de espaldas. Malditos sean los silencios. Afuera es de madrugada. Adentro no hace tanto frío. Y sin embargo, sabes, ella siente un escalofrío. Desnuda, se viste de humo. El color negro no le sienta. De hecho, evita la ropa oscura, siempre ha preferido los colores llamativos. “Ay, mi vida siempre ha sido medio gris, para qué necesito ropa triste”, le dijo a Wendy, su mejor amiga desde la prepa. El rojo tampoco le atrae. Piensa eso mientras observa las sábanas teñidas del color de la desgracia. Alguna vez amó a ese tipo que se desangra de manera escandalosa. Tendré que comprar otro colchón y tirar las sábanas, reflexiona ella.

“En algún lugar de un gran país
olvidaron construir
un hogar donde no queme el sol
y al nacer no haya que morir”,

dicta otra rola. Patricia está en shock, parece no entender lo que acaba de hacer. Ella sólo piensa que esa mancha oscura, dramática, no será tan fácil de lavar. El tipo sobre la cama suelta un último estertor, podría ser como un eructo, pero la neta es que sonó más feo. Y un último borbotón de sangre escupió esa boca grosera, esa boca que siempre ha roncado de fea manera.

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“Creo que Jorge me engaña”, soltó Patricia como quien pide unos molletes con doble queso. Su amiga se sorprendió. “Paty, ¿estás segura de lo que estás diciendo?”. Patricia tomó un pedazo de pan y le untó mantequilla. “Ayer recibí una llamada, era una mujer que me dijo que no me hiciera pendeja y que le diera el divorcio a Jorge, porque él ya no me quería”, soltó con tono de mujer ofendida. “¿Qué quieres que piense, Wendy, díme, qué quieres que piense?”, se quejó. Ay wey, su amiga sólo abrió los ojos de manera extragrande. Intentó decir algo, pero Paty siguió su monólogo. “Ya sospechaba algo, pero me dije ‘Paty, tú estas loca, cálmate’, no lo quería creer. Más bien me negaba a aceptarlo, pero ya había visto cosas…”, hizo una pausa. ¿Qué cosas?, Wendoline hizo un gesto de interrogante mientras sorbía un trago de café. “Ay, es horrible que no te dejen fumar aquí, me urge un pinche cigarro”, se quejó Patricia. “Cuéntame”, Wendy estaba intrigada, “de qué hablas, a qué cosas te refieres”. A grandes rasgos, Paty le contó de los mensajes en el celular, de las cuentas de bares “a los que nunca me lleva”, de la vez que él llegó con manchas de maquillaje en la camisa, de las servilletas con rastros de carmín, de las llamadas a las dos de la madrugada que ella contestaba y en las que nadie hablaba. “Pero la idiota de Paty pensaba que sólo eran tonterías, que él era diferente, que nunca me engañaría”, Patricia le quitó el jitomate al sándwich. Debí pedir unos huevos revueltos, reflexionó. El amor apendeja, “es un juego en que un par de ciegos juegan a hacerse daño”, diría algún poeta demasiado cuerdo. “Yo no lo quería creer, pero cuando le reclamé a Jorge sólo agachó la cabeza, me pidió perdón y me dijo que se había equivocado”, casi sollozó Patricia. “¿Y sabes qué hizo?”, se recompuso, “me dijo que se iba a casa de su hermano”, Paty soltó una lágrima. “Ni siquiera tuvo el valor de enfrentar las cosas, salió huyendo”, agregó al borde de la histeria. Wendy quiso pararse y abrazarla, pero su amiga se disculpó, fue al baño. El espejo le devolvió una imagen que detestó: maltrecha, vulnerable, enferma de dolor y celos.

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“Quiero el divorcio”, soltó Jorge con ansiedad. Patricia volteó a mirarlo sin creerlo. “Tengo que lavar los trastes”, acababan de cenar y ella fingió no escucharlo, así que se paró y fue hacia la cocina. “Quiero que hablemos”, insistió él. Ella no hizo caso. Tengo que lavar los trastes, tengo que lavar los trastes, parecía un mantra. Lo que ella ignoraba o no quería saber es que Jorge se había enculado con su nueva secretaria: 21 años, buena figura, bonita a más no poder, y fácil de llevar a la cama. “Paty, tenemos que hablar”, repitió Jorge. “No tengo nada de qué hablar, tuve un día difícil”, pretextó ella. Jorge no insistió, se fue al baño y se lavó la boca, se puso la pijama, encendió la tele en la recámara y se quedó dormido a la media hora. Paty fue al armario, sacó la pistola que Jorge había comprado “por si se ofrece, por si alguien te quiere hacer daño”, había argumentado. Paty sintió el peso del arma y le pareció tan ligero. Lo miró acostado, tan tranquilo, tan cínico, tan comodito. No era ella, fue algo tan inesperado. Sintió odio, sintió nervios, pero apretó el gatillo, una, dos veces, en el estómago y en el pecho. Jorge sólo brincó y abrió los ojos, sorprendido. Soltó un ligero quejido. Ella se sobresaltó, pero no soltó el arma. Se desvistió. Quedó desnuda, a merced de sus nervios. Prometiste que nunca me dejarías, recitó, prometiste que nunca me dejarías, prometiste que nunca me dejarías. Buscó un cigarro. Lo encendió. Pensó en las sábanas manchadas de rojo. Tendré que lavarlas con cloro, se dijo mentalmente. Y quién sabe si queden limpias. Luego se desmayó. Despertó queriendo que todo fuera un mal sueño. Vio el cuerpo de Jorge y supo que él había llegado antes a un lugar donde ella no sabía cuándo llegaría. El amor a veces es una mala telenovela. Y escasean las heroínas, las Cenicientas modernas.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 04 de septiembre de 2008