jueves, 19 de diciembre de 2013

Un inventario de infames

Manual para canallas - Un inventario de infames


Doce meses. Una docena de paisajes desérticos. Un inventario de calamidades. Doce capítulos para un año que se va al carajo. Un recuento de infames: el político, las mujeres huecas, los ambiciosos, los corruptos, las histéricas, los patanes, todos los que han “vendido” nuestro petróleo y aquellos que te dan tonterías en el intercambio de regalos... 


Y así podríamos seguirle: el líder sindical que tiene yate en Miami, el político que engorda su lista de promesas, los corruptos que negocian con nuestra pobreza, el jefe de gobierno que nos ensartó con el alza en el Metro. Y párale de contar. Infames, los que nos obligaban a participar en el intercambio de regalos. Infames, los que te regalan el último disco de El Buki o Arjona. Infame, aquel lujurioso en el Metro. Infames, las mujeres que te condenan al olvido. Infame, el padre que no alimenta a sus hijos. Infame tú, infame yo, que cada año hacemos una lista de propósitos que nunca hemos cumplido.

Infame este país de nubarrones: Las mismas oportunidades, sexenio tras sexenio, año con año. Trabajos deplorables, niños que no van a la escuela, profesionistas desempleados, diabéticos con la esperanza amputada, maestros en paro, madres abandonadas, jóvenes sin porvenir, obreros sobreexplotados y ejércitos de adultos que nunca han sabido elegir el rumbo de esta patria accidentada. Decir patria no es país, ni un territorio minado, ni estas cenizas que estamos heredando, ni la bandera ondeando en la plaza, mucho menos esta geografía en el mapa. Justo pensaba en este recuento de infames, cuando un hombre ya mayor me pidió un cigarrito para calmar el frío. Su mirada era triste como el oficio de sepulturero. 

jueves, 12 de diciembre de 2013

En diciembre se me zafan los tornillos

Manual para canallas - En diciembre se me zafan los tornillos


Un Santaclós falso es tan gratificante como la sonrisa de las mujeres hipócritas. Un Santaclós falso es tan confiable como las promesas de que no aumentarán la tarifa del Metro. Un Santaclós apócrifo es una metáfora de tu aguinaldo. Y esta Navidad, intuyo, cenaremos pollo con rostipapas...


Yo no sé si a ustedes les pasa, pero como que la quincena ya no me alcanza para casi nada. Yo no sé si a ustedes les pasa, pero ya estoy hasta la madre de que quieran subir el boleto del Metro, que intenten privatizar Pemex y que nos engatusen con el fútbol. Yo no sé si a la gente común le sucede, pero quisiera largarme de este país tan propenso a la violencia y al desencanto. Por eso me ronda la idea de ir a buscar a mi padre, que es multimillonario. Eso es lo que creo, aunque mi hermano dice que de tanto estar solo ya ando delirando. Y que en diciembre se me zafa un tornillo. Pero estoy seguro que mi padre es millonario…

jueves, 5 de diciembre de 2013

Los que no tuvimos amigos imaginarios

Manual para canallas - Los que no tuvimos amigos imaginarios
"Los locos comunes, ordinarios, estamos condenados a vivir con el olvido; estamos sentenciados a la fiebre de las novias imaginarias y el fantasmal tacto del deseo durmiendo a nuestro lado"

Hay locos fantásticos y también locos ordinarios. Algo así decía un escritor o un pintor de esos que tienen facha de excéntricos. Yo no sé qué clase de lunático soy, pero debo ser muy distraído porque se me olvidan los nombres, confundo las caras, pierdo las llaves a menudo y siempre me enamoro de las mujeres más imposibles...


Desde que tengo uso de memoria mi comportamiento ha sido un tanto extraño. Debo aclarar que yo no era de esos chavitos que tenían amigos imaginarios o que resolvían paradigmas matemáticos. No, a lo más que llegaba era a tener novias imaginarias. Por eso creo que más bien yo soy un loco ordinario. Cuando era chavito la más linda de mi clase, la hija del tendero y hasta las hermanas de mis amigos eran mis novias. “Ahí va mi novia”, pensaba cuando las veía pasar. Ellas ni se daban por enteradas, pero yo tenía su retrato en la bitácora de mis desvelos. Y como buen loco ordinario me inventaba aventuras a su lado. Sí, caray, así de loco ordinario era yo: no tenía amigos, sino novias imaginarias. Y les hablaba en silencio de los atardeceres, mirando las nubes, de escaparnos en trenes sin destino. Y también la maestra de educación física me traía de un ala. Yo la veía sonriendo con otros maestros o tocando a alguno de mis compañeros para corregirles un ejercicio y me moría de celos. Maribel se llamaba la desdichada. Pero la olvidé pronto, como se olvida a las ingratas que no te hacen caso. Sucedió la tarde en que me enamoré de Melissa. Ella apareció de la nada, como suceden las cosas que valen la pena. Melissa era la hermana menor de doña Estela, que vivía en la misma vecindad que nosotros, y estaba recién desempacada de Guadalajara. Ella era hermosa, de esas mujeres que te cambian la vida: ojos aceitunados, cabello largo, piernas kilométricas y aquellos pechos fabulosos que hacían juego con su brevísima cintura. Desde que la vi se convirtió oficialmente en mi única novia. Por supuesto que ella ni se lo imaginaba, pero es que así solemos ser los locos ordinarios: nos da por expropiar todo, hasta donde alcanza nuestra vista. Melissa tenía unos 21 años, pero a mí eso no me importaba porque en mis sueños a su lado yo no parecía tener los 11 que aparentaba. Y también en mis sueños ella me besaba con la ansiedad de las enamoradas, sí, con la misma urgencia con la que solía decirme “Oye, Betillo, no seas malito y ve a la tienda a traerme detergente”. Y no corría, me salían alas. Me sugería que me quedara con el cambio, aunque yo me hubiera conformado con besos en la mejilla. Pero como nunca sucedía, sólo me sentaba un rato a su lado, mientras ella lavaba su ropa y contaba que extrañaba Guadalajara, porque “aquí no tengo amigas, me la paso encerrada”. Hasta que una tarde me animé a decirle que no se aburriera, que “el día que quieras te invito al cine”. Melissa soltó una carcajada, pero observó mi confusión y corrigió: “Sale, pero tú me cuidas porque sino no me dan permiso”. Yo me puse a ahorrar mis “domingos” para llevarla al cine y dispararle lo que se le antojara. Dejé de comprar cómics y gastar en tonterías. Así solemos ser los locos ordinarios cuando nos enamoramos. 

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jueves, 28 de noviembre de 2013

Cuando sueñes tu propia muerte

Manual para canallas - Cuando sueñes tu propia muerte


Soñé con mis muertes. Las que llevo a cuestas: la muerte de mi abuelo, las flores en el velorio de la abuela, el fallecimiento del marido de mi madre, la tumba que le designé a mi padre, aquella lápida que le quedamos a deber a mi hermanita. Todas las muertes se me juntaron en un sólo sueño. Y mis lágrimas no alcanzaron.


Aún siguen sin alcanzar estas lágrimas que no solté en su momento. Soñé mi propia muerte y no fue agradable. Soñé que sólo era un sueño. Y desperté angustiado, con ese súbito golpe de crueldad que te abofetea cuando sabes perfectamente que tienes deudas pendientes. Yo que no he sido un buen hijo, ni un padre ejemplar, mucho menos un gran hermano. Yo tan cretino lloré mi propia muerte en sueños, como si mereciera algo de piedad, como si hubiera sembrado algo bueno. Aún traigo ese marcapasos anidado en el corazón, aferrado con sus garras a mi pecho, como queriendo gritar algo, como si anunciara una tragedia. Sí, la angustia, el sobresalto, es un jodido marcapasos. Será por eso que últimamente me noto distraído, algo fuera de contexto, como si estuviera deprimido. Yo no sé qué carajos sucede, ya consulté mi horóscopo, a mi psicoterapeuta y también chequeé las fases lunares, pero nadie me tiene una respuesta. Tal vez sea culpa del calendario. De unas semanas a esta fecha me acechan las dudas, estoy a merced de esa jauría. Y me revuelvo en la cama, escucho el ruido de fondo y me inquietan los aullidos lejanos de los perros, el ulular de las sirenas y una canción tenue que escapa de alguna ventana. Han pasado dos años desde que anhelaba un lanzallamas y un libro de poemas. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

Yo no sé qué brebaje me han dado

Manual para canallas - Yo no sé que brebaje me han dado

Yo no sé qué amargo brebaje me han dado, que no puedo escribir historias felices y sólo retrato paisajes miserables, que cuentan las horas tristes de los desgraciados...


En verdad, no sé qué brebaje habré bebido cuando era niño o adolescente, que me cambió la vida y me condenó a ser un completo inconforme: no me simpatizan los políticos, no me bastan los besos tiernos, detesto las películas cursis y me repelen las mujeres vacías y los hombres fatuos. No me gustan las reglas, no tengo ningún credo, maldigo a los pederastas con sotana, siempre voto con la mano izquierda y fumo como chacuaco. Mis amigos dicen que he cambiado demasiado y se rehúsan a convivir conmigo. Será que les parezco un cretino o un idiota, cómo diablos voy a saberlo. Hace unos días fui a buscar a Horacio a su oficina. Le propuse que fuéramos a comer o a tomar un café, pero argumentó que tenía una junta con uno de tantos licenciados del departamento jurídico. Me concedió unos minutos de su valioso tiempo. Se me quedaba viendo muy raro. Tal vez porque no me he afeitado en dos días, quizá porque combino el saco con jeans y Converse.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Ya no quiero recordar tu tristeza

Manual para canallas - Ya no quiero recordar tu tristeza


“He guardado polvo de tus alas pequeñas
en una cajita colorida de sorpresas
para abrirla de vez en cuando
y que salten algunas chispas de tu alegría.

Ya no quiero recordar tu tristeza
ni la tragedia de tu nombre.

Yo prefiero olvidar tu dolor
y que lo padezcan los que te hicieron daño” 


Escribe un hombre en el silencio de una página en blanco...


Jorgito no es un niño cualquiera. Su sonrisa es cristalina, espontánea y tiene una mirada que irradia inocencia. A sus cuatro años parece un chamaco feliz. Sólo que esa imagen está congelada. Es una fotografía Polaroid, acompañada por una veladora. Su madre solloza al tomar la foto y abrazarla contra el pecho. Ella es joven y está destrozada. La tristeza es una estación de trenes a la distancia, como esas postales en las que nunca ves a una persona. Jorgito era un niño triste, pero su madre se empeña en recordarlo a través de esa sonrisa, de ese brillo en los ojos. Nadie tenía tiempo para el pequeño. La abuela siempre estaba ocupada en su tienda. Su madre prefería el desmadre, porque a los 25 años aún te sientes inmaduro. Karina tuvo al niño a los 19 años porque sus padres le impusieron que naciera y además que se casara con Jorge, aunque ninguno había terminado la prepa. Para Karina el niño era más una carga que una responsabilidad. Igual para Jorge. Sólo duraron juntos tres años. Así que ella le enjaretaba al chamaco todos los fines de semana. Al principio, el chavito era el más entusiasmado, pero conforme pasaron los meses ya no quería estar con su padre e incluso lloraba tan sólo de pensar que tenía que alejarse de su madre. Pero Karina a eso no le importaba, es más, ni le prestaba atención, porque ella quería salir con sus amigas, ligar en el antro, echarse unas chelas y no llegar a dormir a la casa. La abuela estaba tan cansada que ni cuenta se daba. Así era casi todos los fines de semana. Cada quien en lo suyo y el niño igual que un cachorrito extraviado. De una casa a otra, añorando los abrazos, con ganas de que alguien se sentara a su lado nomás un rato a jugar a los cochecitos. Pero no, Jorgito estaba más abandonado que un cachorro en el traspatio. Y así pasaban sus días, con ese halo trágico de los que se van quedando solos, a merced de los demonios.

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jueves, 7 de noviembre de 2013

Cuando se te cruzan los cables

Manual para canallas - Cuando se te cruzan los cables


Desde que era chavito se me han cruzado los cables. Supongo que no soy el único. Todos tenemos nuestros ratos buenos y también los lapsos en que enloquecemos mucho o poco. A veces por tonterías, en ocasiones con justa razón, pero siempre se nos están cruzando los cables...


Yo era de esos chamacos tranquilos, algo callados, que se embobaban con la tele o que se la pasaban haciendo tarea muy concentrados, pero alguna tarde se me “iban las cabras al monte” y era difícil seguirme el paso o localizarme. Me refugiaba en las azoteas, trepaba los árboles más altos, caminaba por el filo de las bardas, provocaba a los perros del vecindario, inventando que yo era un explorador temerario en el Ártico o aventurero en territorios africanos. Y regresaba a casa cuando el sol ya se había ocultado, con los pantalones rasgados y uno que otro raspón en las rodillas. Mi madre siempre se enfadaba y terminaba por castigarme, a veces con severidad y otras con gestos de preocupación. Supongo que se preguntaba qué diablos andaba yo haciendo en todo ese tiempo que no daban conmigo. Sí, desde niño ya se me cruzaban los cables. Y me daba por inventarme mundos alternos, acaso para fugarme a ratos de una vida que me parecía miserable. Como aquellos días en que fingía ser un inventor y desarmaba la licuadora o el radio que se habían descompuesto con el reto de hacerlos funcionar de nuevo. Tomaba dos o tres herramientas y ahí me tenían hurgando entre las entrañas de aquellos aparatos. Yo no sé cómo carajos no me electrocuté cualquier tarde. Nunca logré que el radio sonara de nuevo, pero me emocionaba sí saltaba alguna chispa al hacer contacto con el desarmador, como si fuera yo un pequeño científico dándole vida a su Frankenstein. Yo era un inconsciente, siempre lo he sido. Nunca me detuve a pensar que había algunas maneras de morir en cuestión de segundos, si me caía de la azotea o si me ahogaba en la cisterna o si me fulminaba una descarga eléctrica. Y tampoco era consciente de que mi madre era una mujer buena que no se merecía que la hiciera enojar tanto. Ella llegaba cansada, harta del trabajo, con ganas de recostarse un rato. Y lo primero que tenía que hacer era pasar lista en la casa, preparar la merienda, lidiar con las quejas de los vecinos, planchar los uniformes, y esperar a que el vago de su hijo mayor apareciera. Qué culpa tenía ella de a que a mí se me cruzaran los cables con tanta frecuencia.

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jueves, 31 de octubre de 2013

A dónde irán los pasos descalzos

Manual para canallas - A dónde irán los pasos descalzos


Qué será de los pasos de aquellos que se van descalzos, sin despedirse y desnudos de piedad. A dónde irán los pasos silenciosos de esos chavales que no volverán a sonreír. Dónde, maldita sea, descansarán su tristeza los que cerraron los ojos cuando la vida apenas era una promesa...


Miguel era un muchachito flaco, con tantos sueños como puede tenerlos alguien a los 15 años, y aquella mañana salió rumbo a la escuela todavía con algo de sueño y unos cuantos pesos para el pasaje. Mientras esperaba el colectivo, checó la hora en su celular. Aún estaba un poco oscuro y la luz del teléfono llamó la atención de un imbécil de esos que van por la vida con ganas de joder, nomás por joder, nomás por chingar sin trabajar. Se le hizo fácil quitarle el celular al chaval, pero Miguel opuso resistencia. Y así como si nada, con una sangre fría que da miedo, el asaltante dejó ir el filo de una navaja sobre el aliento joven de ese pequeño. Y allí, sobre el pavimento de una esquina cualquiera, Miguel se desplomó junto a sus libros de matemáticas y español. Sin que nadie viera nada, sin alguien que lo ayudara, el chaval soltó un último suspiro y pensó en su madre como si eso le aliviara. “Mamá, mamá”, quiso refugiarse en las palabras, pero en su boca solamente anidó un borbotón amargo de saliva. Antes de huir, el criminal todavía le quitó los tenis al joven inerte, que miraba al cielo con esa mirada que tienen los que se están despidiendo de manera definitiva. Y yo me pregunto, con esta maldita pena que me causa no entender un carajo, a dónde irán los pasos descalzos de aquellos que han sido despojados de toda risa, de toda esperanza, de todo hálito, de todo camino que había por delante.

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jueves, 24 de octubre de 2013

Dios nos libre de nosotros mismos

Manual para canallas - Dios nos libre de nosotros mismos


“¿Ya vieron la última película de Derbez? Está de pelos, deberían darle un Oscar al weeey, mínimo”, dice un imbécil que está sentado junto a mi mesa y es inevitable voltear a verlo con inmediatas ganas de ahorcarlo con su propia corbata.


Sus cuates, igualmente trajeados y con zapatos cuyo precio equivale al sueldo mensual de una afanadora, parecen estar de acuerdo. En ese instante me dan gana de decirle que el día que Derbez gane un Oscar será una señal inequívoca del Apocalipsis, pero estoy seguro que tardaría media hora en reflexionar y captar el sarcasmo.

Estoy rodeado de estúpidos que hablan de coches, dinero y viejas, sexo y viejas, fútbol y viejas, drogas y viejas... así que soy presa de un ataque de ansiedad, como si en cualquier momento me fuera a parar y mentarle la madre a todo mundo, pero hago un esfuerzo y afortunadamente en ese momento entra Jessica y gira la cabeza buscándome hasta que me mira, sonríe y saluda con la mano de manera tímida a media altura, como lo hace Anne Hattaway en sus películas cursis.

Sonrío como el tonto que suelo ser frente a las mujeres guapas, mientras acepto sus disculpas por llegar tarde. Esta cantina es cara y es terrible. Sólo acepté porque está a unas cuadras de donde trabaja ella.

“Nooooo weeeey —otra vez la voz tipluda de mi vecino— es que Cameron Diaz está anoréxica, yo prefiero a Beyonce o a J-Lo; esas viejas sí están bien cachondas”. Uno de sus amigos protesta: “¡Estás loco pinche Alexis! La que sí está muy cachonda es Salma” y suelta el nombre como si conociera a la actriz. Me cai que la estupidez está a la alza. Bien decía un gran escritor: “Frente a las mujeres tontas nos queda el recurso de la galantería; frente a los hombres tontos uno se encuentra desconcertado”.

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jueves, 10 de octubre de 2013

Los remolinos que deja el otoño

Manual para canallas - Los remolinos que deja el otoño


Qué carajos tendrá el otoño. Yo no sé qué diablos pasa con el viento que siempre me ha parecido un musitar sombrío. Y las hojarascas girando su danza interminable, mientras estos ojos húmedos se ponen a tristear...


El otoño y yo no nos entendemos, no somos amigos, nunca nos sonreímos, siempre estamos riñendo. No es que haga frío, ni tampoco las humedades que deja la lluvia, tampoco es el sol tímido que se asoma unas horas. No, claro que no es nada de eso. Desde pequeño, cuando era un saltarín que subía a los árboles y correteaba lagartijas, no me llevo bien con el otoño. Y es que no me gustan sus murmullos, ese viento que se queja al mecer los cachivaches o que me deletrea al oído la palabra melancolía. Yo quisiera que ya acabará esta temporada tan propicia para los suicidios, para la muerte de las aves que se derrumban con sus nidos. Cuando era un chavalillo correteaba un balón bajo la lluvia, vagaba sin suéter durante el invierno y caminaba descalzo sobre la hierba de la primavera, pero si algo me perturbaba eran los silbidos del viento de otoño al colarse por mi ventana. Y uno tan escuálido y tan proclive a la tristeza, parecía encontrar mensajes del más allá, de alguna de esas almas que nunca descansan en paz. Con el tiempo fui perdiendo el miedo, pero se me acentuaron las tristezas, se me enmohecieron los recuerdos con tantas tormentas. Algunas veces se nos inundaba la cocina, salía agua de las alcantarillas y cruzábamos la calle con los zapatos anegados y los pantalones con el dobladillo en las rodillas. Por eso no me gustan los otoños, con sus lluvias torrenciales, con sus vientos susurrantes y los remolinos de hojarascas que me perseguían como pequeños demonios vociferantes. Yo no soy un tipo de otoños, me llevo mejor con los inviernos aunque se me partan los labios y aunque no tenga a quién echar de menos.

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jueves, 3 de octubre de 2013

Algunos atajos hacia el purgatorio

Manual para canallas - Algunos atajos hacia el purgatorio


Al igual que tú, como tus padres, como el vecino, la cajera del supermercado, el voceador, la enfermera, el policía, los maestros activos o en paro, el licenciado o aquel arquitecto, la mesera y cualquier estudiante, siempre he sido un número...


No importa el nombre, lo que cuenta es la matrícula, la cantidad que debes, los intereses que pagas, el número de cuenta, el número en la lista, el tanto por ciento de una encuesta o un turno en el banco. Para todo nos asignan un chingado número.

Desde que recuerdo siempre he sido una cifra. En la primaria era el número 12 o el 14 en la lista, debido a mis apellidos, pero en la secundaria número 8 me asignaron el 17 durante tres años.

En las “cascaritas” del recreo siempre me escogían al último sólo porque usaba lentes, pero ahora resulta que para Hacienda soy una prioridad. Y cómo no, si lo que quieren es cobrarme impuestos, aunque en mi calle el alumbrado público esté descompuesto, pese a que ningún presidente ha respondido a mis expectativas y este país siga su rumbo hacia el precipicio. Quién sabe si les deba algo, pero no creo poder pagarles en efectivo y mi alma está empeñada con el diablo desde antes de nacido. Además mi saldo bancario es frecuentado por los ceros, así que mejor les hago un inventario por sí planean un embargo:

jueves, 26 de septiembre de 2013

Si le regalas a otro mi lunar

Manual para canallas - Si le regalas a otro mi lunar


Aquella chica me soltó la máxima frase de hospitalidad que dicta “Bienvenido, en qué puedo servirte”. Su sonrisa se congeló y percibí un trastabilleo en su mirada cuando me reconoció. “Hola, quiero un combo nachos”, le guiñé un ojo...


“Con mucho gusto” y giró para preparar mi orden. “¿Quieres extra queso para tus nachos?”, preguntó con evidente incomodidad. “¿Y si mejor me cuentas cómo es que llegaste a esto?”, cuestioné nomás por joder. “Roberto, por favor, no me hagas esto”, respondió. “Déjame adivinar, seguramente el encargado de la dulcería es tu nuevo novio”, solté divertido. Vianey había sido mi novia, hasta que se “enamoró” de su jefe en la agencia de “edecarnes” en la que trabajaba. “Nunca vas a cambiar, eres odioso”, reclamó. “Mejor cóbrame, que ya va a empezar mi película”, sugerí. Y me hizo caso. “Gusto en saludarte”, sonreí maliciosamente. Ella no tuvo argumentos. Mientras ponía salsa a mis palomitas vi el cuadro de honor y allí estaba la foto de Vianey como la empleada del mes. “Seguro que se acuesta con su jefe inmediato”, murmuré divertido. Bueno, al menos no trabajaba en McDonalds, porque los combos de allí son terribles. A Vianey me la presentó un amigo en una fiesta. Era linda, tenía bonito cuerpo y a mí me pareció una chava inteligente. Había dejado los estudios de psicología, porque ella argumentaba que no era su vocación y que sólo quería darle gusto a sus padres. Mientras tanto, trabajaba como recepcionista en un despacho de no sé qué carajos. Salimos unas cuantas veces, nos hicimos novios, y todo parecía ideal. Ella me juraba que estaba enamorada de mí y que regresaría a la escuela para terminar su carrera, siempre que encontrara un trabajo “decente” que se lo permitiera. Yo le conseguí chamba con un conocido en una agencia de demostradoras. Y todo parecía perfecto... hasta que conoció a no sé quién y se volvió edecán de la cerveza Sol. Entonces comenzó a llegar cada vez más tarde a su casa, a beber más de la cuenta, a espaciar nuestros encuentros, a pedirme cosas cada vez más locas en la cama, a recibir “bonificaciones” por su buen desempeño en la chamba. Y una noche, saliendo del cine, no quiso ir a mi departamento con el pretexto de que “no puedo desvelarme, mañana tengo cosas que hacer muy temprano”. Nunca le había preocupado eso. “Mira, Vianey, déjate de rodeos, que esto no es el argumento de Teresa ni esas pinches novelas que ve tu jefa”, comenté. “Ay, ya vas a empezar con tonterías”, se escudó sin oficio. “Lo que es una tontería es que me quieras ver la cara de pendejo. Si este chupón que traigo no sólo es un llavero, también lo uso para no chuparme el dedo”, remarqué con fastidio. La muy idiota recurrió al truco más viejo, el de “no me lo tomes a mal, no eres tú, soy yo...”. Le corté su frase tan “inspirada”. “Al diablo, esto ya valió madres”, son esas cosas que se intuyen. Y le solté una frase lapidaria de Jaime Sabines: 

“No pongas el amor en mis manos, como un pájaro muerto”.

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jueves, 19 de septiembre de 2013

Antidepresivos en la sopa

Manual para canallas - Antidepresivos en la sopa


“Ando bien prángana”, le comenté a mi amigo Alex y él me respondió que “ya somos dos”. Estábamos en el segundo año de la universidad y las cosas no pintaban nada bien. Otra devaluación y un nuevo presidente con las promesas de siempre. En realidad éramos millones de pránganas...





Y lo seguimos siendo. Presidentes van y vienen, mientras senadores y diputados se dan la gran vida con el dinero ajeno, mientras nos tuercen con nuevos y ridículos impuestos. Ya tiene rato que nos condenaron a una depresión constante, cotidiana. Ya éramos pránganas, pobres desde que nacimos. Y aunque peleamos cada día y salimos a partirnos el lomo, todo indica que seguiremos siendo lo mismo, por los siglos de los siglos, amén. Y podremos tener algunas buenas rachas, un empleo más o menos decente, el sueldo estable y las quincenas eternas, pero tampoco es para sentirnos en bonanza. Siempre estamos pagando todo a crédito, en cómodas mensualidades: la computadora, el televisor y las vacaciones en la playa. Ni soñar con un crucero a las Bahamas, mucho menos con casa propia y tampoco con mandar a nuestros hijos a estudiar al Tec de Monterrey. Ni que fuéramos diputados o líderes de los ambulantes o junior de un síndico corrupto. Por eso jugamos al Melate, los miércoles de cada semana, o compramos un cachito de Lotería en el sorteo magno de septiembre, porque tenemos la esperanza de que un buen día la suerte nos haga un guiño y se ponga de nuestro lado. Pero mientras llega ese gran día seguiremos siendo los pránganas de siempre. Y maldeciremos las dos horas en transporte público, el chingado tráfico, el humor de nuestro jefe, las manías de nuestros compañeros de trabajo, el salario que no rinde, las horas que se hacen eternas y también el regreso a casa en un Metro que siempre va atestado. Y los que vendieron su voto, los que eligieron a Peña Nieto seguro que ahora mismo se estarán arrepintiendo, porque hagan lo que hagan no les alcanzará el sueldo. Y todos seguiremos siendo unos pránganas, por los siglos de los siglos, amén. A menos que el Melate nos favorezca con los números premiados. Mientras tanto, sería bueno que comenzáramos a poner antidepresivos en la sopa, no vaya a ser que empecemos a caminar como zombis, no vaya a ser que cualquier tarde nos atropellen por cruzar las calles con la vista en el pavimento o que nos den un plomazo por aferrarnos al celular o a los 200 varos en la billetera. Aunque pensándolo bien, ni siquiera creo que nos alcance para comprar el Prozac o el Dobupal, a menos que dejemos de comer carne en la semana y terminemos sintiéndonos aún más pránganas.




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jueves, 12 de septiembre de 2013

Todos los perros van al cielo

Todos los perros van al cielo


Siempre tuvimos mascotas y eran buena compañía. Desde niños tuvimos perros, cuando las croquetas no eran un artículo de lujo y los presidentes eran igual de despreciables. El Puskas era un callejero, cruzado con corriente, pero tenía más lealtad que nuestros gobernantes...


Ahora me pregunto qué habrá sido del Puskas, de La Kenia, de aquellas mascotas que nos acompañaban en los malos ratos y también en los buenos. No son tiempos fáciles para el optimismo, nos quieren gravar hasta los sueños y cobrar impuestos hasta por sacar a pasear al perro. Pero no podrán quitarnos la alegría, ni cobrar peaje rumbo al cielo cuando nuestras mascotas cierren los ojos del sueño eterno.

Sí, yo sé que antes que los políticos, las mascotas llegarán primero al cielo. Eso lo tengo claro. Lo que desconozco es dónde quedaron, a dónde fueron tantas cosas que me alegraron los días en que crecíamos tan libres como perros sin correas. Yo me pregunto a veces, cuando me da por quedarme sentado y en silencio, qué habrá sido de mis risas adolescentes, esas que me hacían creer que la vida me sonreía aunque mis Converse parecían más viejos que el sombrero de mi abuelo. Y qué fue de mi infancia, aquella que brincaba sobre los charcos en las tardes lluviosas.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Cadáveres ambulantes

Manual para canallas - Cadáveres ambulantes


Mi casa de la infancia era un refugio. No teníamos mucho, de hecho escaseaban las provisiones y los fines de quincena pedíamos fiado en la tienda. Pero mi madre era tenaz y siempre se las arreglaba para pagar sus deudas y mandarnos a la escuela. Mi casa era un refugio, sin duda...



Sí, mi casa era un refugio, a donde llegaba todo mundo. Una prima lejana, los tíos borrachos, la comadre que se estaba divorciando. Y por épocas tuvimos inquilinos transitorios, unos más educados que otros, unos agradecidos y otros deplorables. Mi madre era generosa y las puertas de su hogar siempre están abiertas. Lo que no entiende y no podrá entender es por qué ahora le pagan con el olvido, con la falta de memoria. Ahora que no está la abuela, que se nos murió sin dejar herencia, mi madre esperaba más de sus hermanos. Y no hablamos de dinero, ni de propiedades, sino de la mínima consideración. Mi jefa tiene hermanos buenos y también hermanos patéticos. Y todos ellos tuvieron una madre imperfecta, con sus virtudes y sus defectos, pero algunos nunca entendieron que al cielo no se va con el pinche dinero. Algunos hermanos de mi madre están cincelando su propia lápida por adelantado. Y son cadáveres ambulantes, cegados por la avaricia, podridos por la ambición. Mi madre no lo sabe, pero esos hombres que alguna vez tuvieron rostro ahora llevan un amasijo de jirones como máscara. Pero ya no lo pueden ocultar: son monstruos deformes, cadáveres errantes. Los delata el olor, la mirada vacía, el alma putrefacta, su corazón habitado por gusanos impacientes y ese cinismo que les encadena los pasos.


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jueves, 29 de agosto de 2013

Negra el alma, oscuro el panorama

Negra el alma, oscuro el panorama


El sol era tímido como una mujer que se desnuda por vez primera en un hotel. Aún así las gafas oscuras eran necesarias porque los rayos me daban de frente. Sentado en las escalinatas del acceso al Palacio de Bellas Artes fumaba y el ligero viento era agradable, salvo que me arrojaba el humo a la cara...


Siempre he creído que las seis de la tarde es la hora ideal para hacer un alto en el camino, mientras la gente con su rostro cansado camina de prisa y sólo quiere llegar a casa lo más pronto posible. Un pordiosero sin zapatos me pidió “un cigarrito, carnalito”, así que le di el que traía en la mano, no sin antes aplicarle un último jalón. Luego llegó una chava vestida de negro, vendiendo flores artificiales de colores y que intentó convencerme con el argumento típico: “Para la chica que estás esperando”. Dije no con la cabeza al tiempo en que ponía gesto de “no estoy esperando a nadie y tampoco quiero que llegue alguien a fastidiarme”. Sin embargo, se sentó a mi lado y me gorreó un cigarrillo. Carajo, por qué las personas no se ocupan de desperdiciar su vida como se les pegue la gana, pero sin molestar a los que preferimos estar solos. Encendí un Marlboro Light y apenas llevaba dos inhaladas cuando se acercó una mujer guapa, aún sin maquillaje: “hermano, sólo Jesús salva” y me dio un folleto que apenas miré de reojo. “Gracias”, dije y vestí mi silencio con una mueca de fastidio. Ella era insistente. “Me llamo Ana Luisa y quiero compartir unas palabras contigo”. Le invité un cigarro y lo rechazó. “Veo que estás muy pensativo y quiero invitarte a que reflexiones sobre la palabra de Dios”. Seguí sin abrir la boca, un poco contrariado.

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jueves, 22 de agosto de 2013

Hay que privatizar las nubes

Hay que privatizar las nubes


Yo también soy de esos que no entiende nada de reformas energéticas, de privatizaciones y esas cosas. Pero estoy de acuerdo con el escritor José Saramago, que protesta a su manera y sugiere “que se privatice todo, que se privatice el mar y el cielo, que se privatice el agua y el aire”...


Desde que era niño han privatizado tantas cosas: los bancos, las autopistas, el maíz y otros artículos de uso cotidiano. Yo no entiendo nada de esos asuntos, pero resiento las consecuencias. Y mi bolsillo es un pordiosero, que a fin de quincena anda hurgando en busca de las sobras. Y en mi refrigerador se congelan las pocas esperanzas que me quedan de ahorrar un poco para mi retiro o aunque sea para irme de vacaciones un rato a la chingada. No, yo no entiendo de propuestas de reforma, ni esos asuntos de las privatizaciones. Y siguiendo el consejo de Saramago, he enlistado las pocas cosas que son nuestras y que son susceptibles de irse al diablo. Así que puestos a sugerir, yo propongo que privaticen las canciones de amor, las calles en que paseamos al perro, la mierda de nuestra mascota, los árboles que nos dan sombra, los mapas del tesoro que no hemos encontrado, las rutas de escape, la fiebre de los adolescentes, los besos furtivos, las noches prometedoras.

jueves, 15 de agosto de 2013

Instructivo para mandar todo al carajo

Instructivo para mandar todo al carajo


Hay días absurdos, grises, azules, amarillos, incómodos, tristes, incoloros. Hay días comunes, intensos, alegres, pesados, rutinarios. Sí, en verdad que hay un catálogo infinito de días que se van, que se marchan como amores ingratos, pasajeros...


Yo también tengo días que me abruman como un montón de facturas por pagar. Días, tardes, noches que incomodan igual que un maldito vendedor ambulante en el Metro. Hay días que un ángel bueno te acompaña y llegas con bien a casa. Y también hay jodidos días en que tu ángel de la guarda anda distraído y regresas sin celular porque un pendejo cualquiera no sabe trabajar o vive de chingar al prójimo. Hay días tremendos, furibundos, en los que se te acumula el cansancio en los pies y el rencor en el alma. Hay lunes y martes, viernes y miércoles para el olvido. Hay noches que da miedo asomarse a la calle. Hay madrugadas que sueñas imposibles. Y hay amaneceres que no prometen otra cosa que migrañas. También hay tardes pobladas de neurosis mientras miras el paisaje a través de la ventanilla. En resumen: hay días en que dan ganas de mandar todo al carajo. Sí, hay días propicios para mandar todo a la chingada. Y últimamente tengo esta sensación de hartazgo, de querer que se acorten las rutinas para encerrarme en mi cuarto a fumar en silencio y cerrar los ojos pensando que tal vez me he equivocado de camino. Yo no sé por qué diablos tengo lunes y viernes que me saben a resaca. Será que me hace falta darle un giro a mi destino, olvidarme de todo, empacar unas cuantas cosas y largarme en busca de una frontera que nunca estará cerca. Será que mis labios se agrietan con el frío y no encuentro el bálsamo de los besos. Será que las tardes lluviosas empañan mis tristezas, será que hace tanto que no navego sobre la balsa de tu cuerpo, será que me ahogan los malditos recuerdos, será mi poeta de cabecera que ya no escribe con la fiereza de antes, será que mi sueldo es un niño con anemia, será que ya no me alcanza para comprar libros nuevos y tengo que escarbar en el montón de viejo, será que mis Converse se han deteriorado sin recorrer nuevos senderos, será que este pinche jueves tiene poco que darme, será que he dejado de ir al cine en compañía, será que me estoy aburriendo de comer huevo o quizá se deba a que ya no escribo poesía con la misma soltura. Será que necesito hacer una convocatoria de musas. O quizá sea momento de escribir un instructivo para mandar todo al carajo. Y enclaustrar mis silencios, como monjes asilados en un convento viejo.

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