"Hay mujeres que están hechas de tormentas: son viento a contracorriente, rayos y centellas, tempestad para llevar. Ay de ti si eres presa de sus nubosas o su ojo de huracán"...
Así era Claudia desde que la conocí, aunque yo no quise verlo o me hice el desentendido. Ella era un vendaval de los pies a la cabeza: mujer tempestuosa, con una mirada arrolladora y un cuerpo contundente. Ya la había visto por allí, en casa de un amigo común, en una reunión bastante desmadrosa. Ella iba con un chico algo hípster, de barba a la moda y lentes Ray-Ban. No creo que fuera mala persona, hasta parecía simpático, pero a mí me caen mal los tipos que se la pasan posteando pendejaditas en Instagram. Lo supe porque justo cuando pasaba junto a ellas, él le mostraba una foto en su iPhone a ella y comentó algo así como “¿a poco no está cool?”. No reparé en la reacción de Claudia, solamente seguí mi camino a la cocina para servirme otro trago. “¿Cool?”, quién culeros dice “cool” todo el tiempo. Un par de horas más tarde yo fumaba en la terraza mientras sonaba algo de Enjambre en el estéreo y varios invitados cantaban como si fuera un himno de sus batallas perdidas. Claudia se acercó a gorrearme un tabaco. “Me pareces conocido, no sé, de algún otro lado”, soltó mientras yo le estiraba el encendedor y ella le hacía casita con sus manos sobre las mías. “No, no lo creo. Te recordaría”, respondí. No hablamos mucho, sólo comentamos algo sobre las reuniones de mi amigo Gibrán, que siempre resultaban memorables y sobre toda clase de personajes que solían asistir. Me dio las gracias y se fue a bailar algo de The Cure. Yo volví a lo mío por un buen rato. Antes de irme casi tropezamos en la puerta. “Te debo un cigarro, amigo”, dijo por decir algo. “Y algún día me deberás algún insomnio”, comenté estúpidamente. Ella sonrió segura de sí misma y me despidió con un “cuídate, sé feliz”. Ni me cuidé tanto y la verdad es que no hice muchos intentos por ser feliz, porque simplemente no era lo mío.
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