Desde que era chavito se me han cruzado los cables. Supongo que no soy el único. Todos tenemos nuestros ratos buenos y también los lapsos en que enloquecemos mucho o poco. A veces por tonterías, en ocasiones con justa razón, pero siempre se nos están cruzando los cables...
Yo era de esos chamacos tranquilos, algo callados, que se embobaban con la tele o que se la pasaban haciendo tarea muy concentrados, pero alguna tarde se me “iban las cabras al monte” y era difícil seguirme el paso o localizarme. Me refugiaba en las azoteas, trepaba los árboles más altos, caminaba por el filo de las bardas, provocaba a los perros del vecindario, inventando que yo era un explorador temerario en el Ártico o aventurero en territorios africanos. Y regresaba a casa cuando el sol ya se había ocultado, con los pantalones rasgados y uno que otro raspón en las rodillas. Mi madre siempre se enfadaba y terminaba por castigarme, a veces con severidad y otras con gestos de preocupación. Supongo que se preguntaba qué diablos andaba yo haciendo en todo ese tiempo que no daban conmigo. Sí, desde niño ya se me cruzaban los cables. Y me daba por inventarme mundos alternos, acaso para fugarme a ratos de una vida que me parecía miserable. Como aquellos días en que fingía ser un inventor y desarmaba la licuadora o el radio que se habían descompuesto con el reto de hacerlos funcionar de nuevo. Tomaba dos o tres herramientas y ahí me tenían hurgando entre las entrañas de aquellos aparatos. Yo no sé cómo carajos no me electrocuté cualquier tarde. Nunca logré que el radio sonara de nuevo, pero me emocionaba sí saltaba alguna chispa al hacer contacto con el desarmador, como si fuera yo un pequeño científico dándole vida a su Frankenstein. Yo era un inconsciente, siempre lo he sido. Nunca me detuve a pensar que había algunas maneras de morir en cuestión de segundos, si me caía de la azotea o si me ahogaba en la cisterna o si me fulminaba una descarga eléctrica. Y tampoco era consciente de que mi madre era una mujer buena que no se merecía que la hiciera enojar tanto. Ella llegaba cansada, harta del trabajo, con ganas de recostarse un rato. Y lo primero que tenía que hacer era pasar lista en la casa, preparar la merienda, lidiar con las quejas de los vecinos, planchar los uniformes, y esperar a que el vago de su hijo mayor apareciera. Qué culpa tenía ella de a que a mí se me cruzaran los cables con tanta frecuencia.
Aún me pasa con regularidad, que se me bota la canica, que no me reconocen ni los que me frecuentan. Cometo demasiados errores, me hace bullying mi lado salvaje y me incita a volver sobre mis pasos de ayer. Y entonces me da por sentirme otra vez como un personaje de Joaquín Sabina, andando sin rumbo y con ganas de embriagarme hasta el amanecer, como si no tuviera un oficio, como si el futuro fuera a ser distinto. Y añoro los días de universidad, bebiendo con mis amigos, besando a una chica distinta cada semana, amaneciendo lejos de casa y con ganas de volver a empezar otra vez. Sí, es duro de reconocer, pero sigo siendo el mismo tipo inmaduro que suele perder la cabeza por alguna mujer, el que se duerme con un cigarrillo encendido, el que amanece con resaca, el que escribe poesía que nadie va a entender, el que canta en la regadera, el que tiene doctorado en soledades, el que se engaña a sí mismo, el que posterga sus mejores planes. Sí, aún se me cruzan los cables, aún soy un idiota irresponsable. Soy distinto y soy el mismo a la vez, el loco que aún se emociona con las mismas canciones de ayer. Sí, soy un tonto, un inmaduro que sigue cantando, con los audífonos puestos, que:
“Cuando era más joven la vida era dura, distinta y feliz.
Dormía de un tirón cada vez que encontraba una cama,
había días que tocaba comer, había noches que no”.
Sí, cuando era niño, cuando era más joven, ahora mismo, se me siguen cruzando los cables. Y hay días que amanezco con ganas de que me llegue una notificación de desahucio, para largarme sin rumbo fijo, para viajar de polizonte y olvidarme de las facturas por pagar. Hay noches en que no logro dormir en calma, que quisiera acampar en la azotea, trepar los árboles más altos, caminar al filo del abismo y hasta incendiar mi recámara. Y cuando al fin logro conciliar el sueño, hay noches que ronco como si estuviera borracho, que beso mujeres perfectas en mis sueños y hago el amor con desesperación, que me planteo la idea de que mañana será un día mejor. Sí, todavía se me bota la canica y me dan ganas de recuperar mi lado salvaje, cualquier día renunciar al trabajo, mandar al carajo los buenos modales o encerrarme en casa a reinventarme, volverme totalmente huraño o solamente nostalgiar con Sabina:
“Cuando era más joven viajé en sucios trenes que iban hacia el norte
y dormí con chicas que lo hacían con hombres por primera vez…
Cambiaba de casa, cambiaba de oficio, cambiaba de amor,
mañana era nunca y nunca llegaba pasado mañana.
Cuando era más joven buscaba el placer engañando al dolor,
dormía de un tirón cada vez que encontraba una cama,
había días que tocaba comer, había noches que no.
Fumaba de gorra y sacaba la lengua a las damas
que andaban del brazo de un tipo que nunca era yo…
Hoy como caliente, pago mis impuestos, tengo pasaporte,
pero algunas veces pierdo el apetito y no puedo dormir
y sueño que viajo en uno de esos trenes que iban hacia el norte”.
Les digo que a veces se me cruzan los cables, como a ti, igual que a todos, y me dan ganas de jubilarme de la vida común y corriente. No estaría mal comenzar de nuevo, volverse más loco que de costumbre, cerrar el changarro, demoler el presente, largarse sin destino para siempre y sentirte más vivo que antes.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
Jueves 7 de Noviembre de 2013.
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