Siempre me daban tristeza las mudanzas. Empacar y dejar atrás infinidad de historias, los amigos de la infancia, las mascotas del vecindario, las niñas a las que les invitaba un gansito y el Boing de triangulito...
Hace ya tanto tiempo que poco a poco voy olvidando los detalles, pero no esta frecuente sensación de corazón errante. Nunca echamos raíces, íbamos de aquí para allá y de una colonia a otra, perseguidos por los apuros económicos de mi madre. A veces durábamos sólo unos meses en una vecindad, pero otras ocasiones pasaba un año y parecía que por fin habíamos encontrado un sitio confortable. Y sucedía algo que echaba todo por la borda: mi hermano atropellaba a una gallina con la bicicleta o yo me peleaba con el nieto del arrendador. Y hartos de nuestras travesuras, los dueños le ponían un ultimátum a mi jefa: tiene hasta fin de mes para irse. Caray, mi madre con tantas preocupaciones y encima de todo nosotros nos comportábamos como unos auténticos pingos.