Traigo esta pasión que no te olvida. Traigo esta pasión enferma, casi grosera de tan absurda, por tus labios de fuego y por tu cuerpo volcánico e incendiario.
Traigo una esquirla en el costado izquierdo. La tengo alojada, como un tumor malévolo, desde que era un chamaquito asustado. Traigo esta pinche esquirla que se ha ido moviendo, lenta, lentamente, hasta afectar el corazón o su cableado interno. Por eso es que no sano, por eso es que siento esta aprehensión de vez en cuando. Y lloro aunque hay un chingo de canciones y películas que aseguran que los hombres no deben llorar. Y sí, traigo esta esquirla oxidada que de vez en cuando me cimbra y me genera una congoja que ni yo mismo entiendo. Y yo odio verme vulnerable. Lo detesto. No soporto sentirme como aquel niño delgado al que un día le explotó una granada de mano tan cerca, tan cerca como para que una esquirla se me alojara en el costado izquierdo. Y de pronto duele. Y un llanto quemante me agobia, como si fuera un chamaco que ha perdido la esperanza de una vida normal en un mundo corrompido por la violencia. Traigo esta esquirla que no he podido, que nadie ha intentado, extirpar como si fuera un tumor maligno. Y traigo estas cartas suicidas que no he remitido, por el simple hecho de que aún no he podido encontrarme. Traigo este extravío eterno, este no saber a ciencia cierta en dónde estoy parado. Traigo este dolor absurdo que me flagela de vez en cuando y me hace sentir como un niño que no aprendió a correr detrás de un papalote hecho con bolsas de plástico y varas de un árbol viejo. Traigo esta tristeza enquistada que me atosiga de vez en cuando. Y eso no hay cómo remediarlo.