jueves, 25 de enero de 2007

La estupidez nunca pasará de moda

© Manual para canallas

Mi madre cuenta que mi padre decía que la escuela no servía para nada, que sólo convierte a los hombres en tipos blandos. Qué mal plan. No me sorprende que José Antonio, aquel sujeto que para mí es un extraño, haya pensado de esa forma, si apenas terminó la primaria y encima es un bueno para nada. Además, no conozco a un abogado que no sepa estafar al prójimo, o a un político que vele por los intereses del pueblo antes que hacerlo por los propios. Como quiera que sea, en algo le doy la razón a mi ausente padre: la escuela no me sirvió para nada que no haya podido lograr por mi propio esfuerzo. Lo que nadie me quitará de la cabeza, nunca, es que ese tipo que me dio la vida es un auténtico desastre. No por nada un buen día tomó sus pertenencias y se marchó con una mujer más fea, aunque más joven y caderona. Antes hubo una pelea: Él abofeteó a mi madre; ella le arañó la cara, mientras mis pequeños hermanos lloraban. Yo opté por el silencio, el estupor, ese miedo a lo inexplicable, mientras ardía de impotencia. A mis ocho años sabía que eso no estaba bien, que había que ser muy ojaldra para pegarle a alguien más débil. Ese fue el primer fogonazo en mi existencia. Todo se reduce a eso: la vida es una sucesión interminable de flashazos, de descargas que te fulminan y te cambian la vida, para bien o para mal.

Estoy sentado con mis cuates, jugando dominó, como si nada, bebiendo unas cuantas Coronas tan frías como los besos de una prostituta, cuando de repente un individuo de la mesa contigua se me queda mirando feo y trato de ignorarlo, pero el pinche morbo de verle la cara de imbécil puede más. Sigue lanzando destellos de furia. De pronto me reta: "¿Qué me ves, wey?".
Le miento la madre con un silencioso movimiento de la boca, mientras aprieto los dientes. "Bueno, ¿qué pedo, culero?", pregunta el imbécil con tono de Charles Bronson y cara de cacique priísta.
"Es lo malo de beber en cantinas de la colonia Tabacalera", le digo a Raúl y Paco al momento de hacer la sopa y concentrarme en ganar la siguiente partida. Ellos ríen discretamente.

Ignoro al buscapleitos. Él insiste en hablar y soltar mentadas. Se para, se acerca un poco tambaleante, me reta y antes de ponerme de pie sé que la tengo ganada. Está lo necesariamente ebrio como para aguantar sólo dos chingadazos. Me paro rápidamente. Retrocede un paso. Me lanza una mirada que parece dictar "yo soy tu padre". Le suelto un puñetazo en la nariz, él intenta reaccionar, pero ya tiene mi rodilla clavada en la entrepierna. Cae redondito, llevándose un par de sillas y una mesa de por medio. Estoy a punto de patearlo en las costillas, pero ya no es necesario. "Cuando hables con el diablo, mírale las manos, no los ojos", le digo antes de escupirlo. "Eso me pasa por beber en cantinas de mala muerte. Pinches americanistas, son insoportables", digo a mis amigos mientras me cercioro de que mi playera del Cruz Azul se mantenga inmaculada y me siento para continuar mezclando las fichas.

Normalmente los cantineros son tipos insoportables, pero este cuate de La Viña siempre ha sido muy discreto, muy alivianado. Siempre que me ve entrar empieza a preparar mi bebida favorita y cuando me siento frente a la barra ya está listo mi Apletton dorado con coca. No es difícil imaginar que siempre acabo borracho, fumando sin cesar, maldiciendo a los políticos, soñando que sacamos del poder a los panistas, rezando para que el gobierno de Calderón ya deje de fustigar a los que menos tienen, y queriendo que el salario mínimo deje de ser una mentada de madre. Y sí, siempre que ando ebrio me da por hablar de más, por sentirme el wey más chingón de mi calle, y hasta por dictarle poemas a las chicas de minifalda. Normalmente soy mejor con las palabras que con los puños, así que prefiero vapulear verbalmente a mis enemigos ocasionales, antes que partirles el hocico.

Cierta vez un tipo, sentado a mi lado, me dijo que su bisabuelo, su abuelo y su padre habían sido panistas y que él no tenía por qué ir contra la naturaleza de las cosas. "El que tiene vocación de estúpido no puede estudiar para escapista", recuerdo que le comenté. Se rió un poco, hasta que, pasados unos minutos, cayó en cuenta de que lo mío no había sido precisamente un elogio. Tiro un zurdazo que yo esperaba de reojo, así que sólo me recliné hacia un lado y el cayó de una forma ridícula. Me paré con calma. Pude haberlo pateado pero me ganaron mis principios. Se levantó, se puso en guardia. Siempre he tenido preferencia por los peleadores zurdos, así que hice una finta con la izquierda y le solté una patada en la entrepierna. "Duele más saberse humillado, que besar el suelo", comenté mientras pedía la cuenta. "Y cóbrate los dos tragos de él", le dije al mesero cuando dejaba un par de billetes. Una señora guapa, que antes había soltado un grito de angustia, me sonrió con coquetería. Me sentí un tipo duro, pero en realidad soy un pobre idiota que no sabe a ciencia cierta qué hacer para moderar su forma de beber. Así pasa muy seguido. Necesito emborracharme para escribir, para sentir que mis poemas valen la pena, para hacerle el amor a una mujer que nunca es perfecta, para habitar estos cielos de artificio que siempre son presagios de tormenta. Y una vez más estoy en la barra de un bar, escuchando canciones con un trovador desafinado. Y es cuando más extraño la voz de Javier Solís, un bolero que me cuente alguna historia que no he olvidado.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 25 de enero de 2007