Somos la suma de todas las pequeñas tragedias que nos han perseguido por años y sin piedad: catástrofes para llevar, sin moño o envoltura de celofán...
Somos una suma de pequeñas catástrofes, de mínimas tragedias, que nos han perseguido por años y sin piedad. Desde que ibas al colegio y te reprobaron por enfermarte de varicela antes de los exámenes finales. Desde que tu novia de secundaria te cortó porque usabas aquellas gafas de fondo de botella. Desde que perdiste la virginidad con la persona equivocada. Desde que elegiste una carrera que estaba destinada al fracaso. Desde que resultaste embarazada por el cretino de la clase. Desde que dormiste con la chica que te convertiría el corazón en una piltrafa el resto del verano. Desde que eres sólo olvido.
Ya lo dice Bukoswki, el hombre común o la mujer ordinaria enloquecen progresivamente por las pequeñas tragedias cotidianas: un tacón roto, un sueldo raquítico, un agujero en el bolsillo, los trámites burocráticos, una llanta ponchada, el recibo del teléfono, la infidelidad como una bofetada, una mosca en la sopa, tu mascota atropellada. Sí, lo predijo Bukowski, lo que puede conducirte al manicomio es ese desfile de “pequeñas” tragedias como un despido injustificado, cucarachas en la cocina, una mujer despechada, la gotera en el techo y la maldita camisa que se mancha cuando tienes una cita de trabajo. Sí, con un maldito carajo, el remolino de trivialidades cotidianas pueden irte minando el espíritu igual que la pinche humedad que carcome las paredes del baño.