Mi madre era muy extraña. Eso era lo que yo creía todo el tiempo, mucho antes de convertirme en adolescente. Bueno, ¿en realidad qué jefa no es extraña? Y además era fastidiosa. Sí, sé que sonará duro, pero eso es lo que yo pensaba de chamaco. Siempre estaba dando lata con eso de “ya métete a bañar” y aquello de “a ver a qué horas te duermes”…
Claro que sí, todos tuvimos una madre un tanto extraña, pero la mía se pasaba. Bueno, eso era lo que yo creía cuando estaba dale y dale con sus actitudes de adulta. A mí me chocaba, por ejemplo, que insistiera tanto en que me bañara. Y a mí la verdad es que me daba flojera el agua. Así que era lógico que me llenara de piojos. “Seguro te los pegaron en la escuela”, comentaba mi jefa. Alicia creía saber todo. Y casi siempre tenía razón. Sí, hay que reconocer que era muy sabia en muchas cosas... y novata en otras, como en eso de enamorarse de tipejos estúpidos. Pero bueno, estábamos en que mi madre se enojaba cada que me llenaba de piojos, “porque además se los vas a pasar a tus hermanos”. Y así sucedía. O yo le pegaba los bichos o ellos me los pegaban a mí, pero hubo una época en que no podíamos deshacernos de aquella plaga. Era entonces que Alicia hacía las cosas más extrañas: Por ejemplo, nos echaba insecticida en la cabeza, nos enrollaba un trapo viejo y nos mandaba a dormir. Así que no es de extrañar que ya desde entonces empezara mi camino hacia el manicomio. Aquello era un maldito turbante de las pesadillas. En cuanto los piojos sentían el rigor del DDT comenzaban a armar su desmadre y a patalear, pero nosotros teníamos prohibido quitarnos aquella cosa de la cabeza. Obviamente era una tortura, una comezón tremenda, y cuando al fin lograbas dormirte era inevitable que tuvieras pésimos sueños, pesadillas constantes. Al otro día, al despertar, aquel trapo que nos quitábamos de la cabeza tenía un chingo de cadáveres piojescos...