jueves, 28 de abril de 2011

Postales desde la infancia

© Manual para canallas

Mi hermana tenía seis años cuando la atropellaron. Recuerdo que salió en el periódico del barrio, ese que anuncian con un altavoz desde un auto desvencijado: “Cafre borracho atropella a dos chamaquitas, vengan a ver el horrible caso de estas pequeñas que se debaten entre la vida y la muerte”. Por fortuna aquello tenía más de sensacionalista que otra cosa y mi carnala sólo estuvo una semana bajo observación médica…

Según recuerdo, fue en abril y la infancia de mi hermana, como la mía, como la de muchos otros, no era precisamente un carnaval con lluvia de caramelos ni nada parecido. A mi hermana y a su mejor amiga se les ocurrió atravesar la calle sin mayor precaución, sin imaginar que un conductor ebrio platicaba con una pasajera. El destino quiso que aquel camión sólo aventara a las chamacas y no que les pasara por encima. Más allá de los raspones y las contusiones, Nadia perdió a su mejor amiga. La madre de la otra chamaquita culpó a mi hermana de la desgracia y le prohibió que volviera a juntarse con “esa chusma”. Pequeñita como era, Nadia sintió una tristeza infinita y supongo que se debía a que Carolina era la hija de la señora de la tienda y siempre se volaba los twinkies o las galletas para jugar a la comidita. De buenas a primeras, mi hermana se quedaba sin amiga y sin pastelillos para jugar a la comidita con las muñecas. Creo que eso acentuó aún más su tristeza y apagó aún más el brillo de sus ojos. De allí su mirada melancólica, quiero suponer; de allí su apego por las muñecas, esas que nunca la dejarían sola.

jueves, 21 de abril de 2011

Escupir delirios hacia el cielo

© Manual para canallas

Lo último que recuerdo es que cerré los ojos. Desperté en el hospital. La boca me sabía a carbón. El dolor en los huesos me recordó que era humano y frágil, más esto último que lo primero. Y encima la resaca era ese infierno que solemos frecuentar los que tragamos fuego, los que nos ahogamos en incendios…

¿Alguna vez te han dolido dos muelas al mismo tiempo? Así eran mis días en el hospital. Un constante desgarre físico y emocional. Mi cabeza era una sucursal del vértigo. Sentí el cerebro  como una gelatina estúpida y fría. Encima, no dejaba de pensar y pensar en lo grises que eran mis rutinas de fin de semana. Gastarme el poco dinero que me heredó mi abuelo en tragos y  teiboleras, invitando a desconocidas al desmadre, comprando alcohol sin ningún pretexto, invirtiendo en amistades falsas, exprimiendo las madrugadas. Toda la semana me refugiaba en mi  burocrático trabajo, pero al llegar el viernes me dedicaba a frecuentar los bares, a beber como si en el fondo de un vaso estuviera alguna frase, cierta señal que me indicara que algún camino  me llevaría a buen destino. Para tener un empleo de medio pelo, gracias a un tío que era consejero de un político picudo, no me iba mal. Sueldo decoroso, una secretaria buenona y el  horario a mi propio gusto. Sólo que sentía que mi vida era igual que una bolsa de cheetos: me sabía pocamadre, pero no era nada nutritiva. Destructiva, en todo caso esa era la palabra. Mi vida  era deconstructiva. Todos mis amigos se habían alejado porque decían que yo bebía más que lo que ellos podían aguantar. Y encima yo era un cretino, lo que ahora llaman “malacopa”. Aún lo  recuerdo como si apenas hubiera sucedido el año pasado, y eso que ya llovió más que en Chalco.

jueves, 14 de abril de 2011

Esa costumbre de hablar a solas

© Manual para canallas

Estefanía tiene una Barbie despeinada. Y también tiene una sonrisa espontánea y muchas ganas de que su hermana mayor vuelva a jugar con ella como lo hacía antes. Pero Michelle ya no está para niñerías, ahora tiene que trabajar con la señora de la papelería y no importa que apenas haya cumplido 13 años…

Atrás quedaron las tardes, los días, en que se carcajeaban, en que eran felices en aquel mundo perfecto poblado de muñecas y osos de peluche invitados a comer galletas de mentiritas en una mesa improvisada, con tacitas de plástico y platitos miniatura. Estefanía y Michelle siguen siendo hermanas, aunque ahora se sientan como dos extrañas. El padre de ambas perdió el empleo y sólo consigue chambitas esporádicas. La madre lava ajeno y es afanadora de tiempo completo. Estefanía no alcanza a comprender del todo qué es lo que ha pasado, no es que antes hubiera bonanza, pero ahora ya no hay tiempo para juegos. La pequeñita extraña a su hermana, añora la voz de su madre mientras cantaba y hacía el aseo. Estefanía no posee gran cosa, cuando mucho un futuro incierto, pero a veces sonríe y a veces habla sola mientras peina a su muñeca que es tan hermosa aunque cada vez le quede menos cabello. Esa niña no sabe que mientras habla a solas con su Barbie despeinada, un mundo feroz la observa con frialdad.

jueves, 7 de abril de 2011

Hay mil formas de volar

tenis_adidas

Había tres cosas que deseaba con fervor en la secundaria: los besos de Alma Delia, unos tenis Adidas y volar. Pero, como siempre sucede cuando eres un chamaco sin muchas expectativas, nunca se me cumplieron los anhelos…

I) Alma Delia no era la más guapa de mi salón, pero a mí me encantaba. Era un conjunto de lo que a mi edad me parecían maravillas: su cabello siempre olía a comercial de la tele, la manera en que me sonreía iluminaba mis días, y además empezaba a madurar su adolescencia, así que el uniforme dejaba ver unas piernas firmes y unos senos que ya se antojaban poéticos. Pero yo no era un poeta en embrión, ni nada parecido; por el contrario, era un chamaco calenturiento, despertando a las inquietudes de los sueños húmedos y hojeando revistas para adultos.