jueves, 28 de abril de 2011

Postales desde la infancia

© Manual para canallas

Mi hermana tenía seis años cuando la atropellaron. Recuerdo que salió en el periódico del barrio, ese que anuncian con un altavoz desde un auto desvencijado: “Cafre borracho atropella a dos chamaquitas, vengan a ver el horrible caso de estas pequeñas que se debaten entre la vida y la muerte”. Por fortuna aquello tenía más de sensacionalista que otra cosa y mi carnala sólo estuvo una semana bajo observación médica…

Según recuerdo, fue en abril y la infancia de mi hermana, como la mía, como la de muchos otros, no era precisamente un carnaval con lluvia de caramelos ni nada parecido. A mi hermana y a su mejor amiga se les ocurrió atravesar la calle sin mayor precaución, sin imaginar que un conductor ebrio platicaba con una pasajera. El destino quiso que aquel camión sólo aventara a las chamacas y no que les pasara por encima. Más allá de los raspones y las contusiones, Nadia perdió a su mejor amiga. La madre de la otra chamaquita culpó a mi hermana de la desgracia y le prohibió que volviera a juntarse con “esa chusma”. Pequeñita como era, Nadia sintió una tristeza infinita y supongo que se debía a que Carolina era la hija de la señora de la tienda y siempre se volaba los twinkies o las galletas para jugar a la comidita. De buenas a primeras, mi hermana se quedaba sin amiga y sin pastelillos para jugar a la comidita con las muñecas. Creo que eso acentuó aún más su tristeza y apagó aún más el brillo de sus ojos. De allí su mirada melancólica, quiero suponer; de allí su apego por las muñecas, esas que nunca la dejarían sola.

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Siempre que iba al mercado, Silvia se llevaba al Pippo para que la acompañara. El Pippo era un perrito blanco, con una mancha café en el ojo izquierdo, pero sobre todo era un animalito juguetón y muy carismático. Varias veces nos pidieron que se los regaláramos o se los vendiéramos, pero el Pippo era parte de nuestra felicidad. Y mi hermana, la más pequeña, le tenía un aprecio increíble. Bueno, aquello no era nuevo, porque Silvia amaba a nuestras mascotas. Tuvimos al Puskas, al Pippo, el Boomer y la Kenia. Uno de ellos se marchó un buen día a seguir sus instintos, o al menos eso quisimos creer en lugar de imaginar que se lo habían robado. Al otro lo atropellaron en la misma calle que años antes un camión había aventado a mi hermana Nadia. En mi cabeza está viva la imagen de mi carnala Silvia aventándose a media calle para llorar por el Pippo, sin importarle si venía otro vehículo en camino. También guardo en la memoria el día que falleció la Kenia, por problemas en el parto de sus cachorros, y la tristeza de mi hermana cuando la sepultó en el jardín de la casa. Después de eso, Silvia se sentaba en el quicio de la puerta y se quedaba grandes ratos mirando hacia aquel árbol a cuyo pie descansaban los restos de su mascota preferida. Yo no he platicado de eso con mi carnala, pero estoy seguro que su niñez está marcada por el amor a sus mascotas y por esa tristeza infinita que le causaron sus pérdidas. No creo que en mi familia haya alguien que diga que su infancia fue maravillosa. De eso no tengo duda.

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Yo siempre quise jugar en el Zaragoza, que era el equipo más admirado en el barrio en el que crecí. Entonces vivía en Atizapán, allá por los rumbos de Tlalnepantla. Y el Zaragoza era el equipo más admirado no porque jugaran muy bien, ni porque eran los campeones, sino porque cada temporada estrenaban uniformes. Y sus casacas eran relucientes y a todos nos parecían fabulosas. El equipo lo financiaba una señora, que era la que ponía las alineaciones, y había hecho el equipo para que su hijo jugara. Jonathan ni siquiera era bueno para el futbol, pero le gustaba correr tras el balón y su jefa decidió hacerle su propio equipo. A mí no me hubiera importado pasarle el balón al escuincle para que metiera los goles que me correspondían, porque yo sólo quería ponerme aquellos uniformes maravillosos, con el nombre impreso en el dorso. Pero no, yo jugaba en el América que habían formado en mi calle. Y nuestros uniformes eran horribles. Será por eso que un día le di la espalda a los colores azulcremas y opté por simpatizar con otro equipo. Será por eso que me volví muy bueno para el pambol y siempre que juego visto impecablemente. Será por eso que soy competitivo y me amargan las derrotas y disfruto con cada triunfo del Atlético Canalla. Será por eso que mi infancia es un balón ponchado en el traspatio de mis recuerdos. Será por eso que el futbol siempre me dio más tristezas que alegrías. Será por eso que no hay mayor poesía que la alegría de mis hijos cuando celebran un gol con los Bunkers. Será por eso que me apasiona tanto ese deporte que es definido como una religión de once contra once.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
28 de abril de 2011

 

 

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