jueves, 21 de abril de 2011

Escupir delirios hacia el cielo

© Manual para canallas

Lo último que recuerdo es que cerré los ojos. Desperté en el hospital. La boca me sabía a carbón. El dolor en los huesos me recordó que era humano y frágil, más esto último que lo primero. Y encima la resaca era ese infierno que solemos frecuentar los que tragamos fuego, los que nos ahogamos en incendios…

¿Alguna vez te han dolido dos muelas al mismo tiempo? Así eran mis días en el hospital. Un constante desgarre físico y emocional. Mi cabeza era una sucursal del vértigo. Sentí el cerebro  como una gelatina estúpida y fría. Encima, no dejaba de pensar y pensar en lo grises que eran mis rutinas de fin de semana. Gastarme el poco dinero que me heredó mi abuelo en tragos y  teiboleras, invitando a desconocidas al desmadre, comprando alcohol sin ningún pretexto, invirtiendo en amistades falsas, exprimiendo las madrugadas. Toda la semana me refugiaba en mi  burocrático trabajo, pero al llegar el viernes me dedicaba a frecuentar los bares, a beber como si en el fondo de un vaso estuviera alguna frase, cierta señal que me indicara que algún camino  me llevaría a buen destino. Para tener un empleo de medio pelo, gracias a un tío que era consejero de un político picudo, no me iba mal. Sueldo decoroso, una secretaria buenona y el  horario a mi propio gusto. Sólo que sentía que mi vida era igual que una bolsa de cheetos: me sabía pocamadre, pero no era nada nutritiva. Destructiva, en todo caso esa era la palabra. Mi vida  era deconstructiva. Todos mis amigos se habían alejado porque decían que yo bebía más que lo que ellos podían aguantar. Y encima yo era un cretino, lo que ahora llaman “malacopa”. Aún lo  recuerdo como si apenas hubiera sucedido el año pasado, y eso que ya llovió más que en Chalco.

>>> En las madrugadas me sentía invencible, pero en realidad era tan vulnerable como un niño asustado. Por eso bebía, por eso manejaba a exceso de velocidad y cerraba los ojos en los semáforos en rojo. Hasta que oí un leve crujido, como si hubiera sucedido a una gran distancia.  Nadie me lo ha explicado aún y no quiero saberlo, pero creo que ese sutil ruido fue mi alma reacomodándose en algún lugar lejano a mi corazón. Lo que sí tronó más fuerte fue mi brazo  izquierdo, dos costillas y una rodilla. Ahora estoy recuperado, pero me quedó una cicatriz sobre la ceja izquierda. Tuve suerte de no abrirme el cráneo, dijeron los médicos, pero es que ellos no  sabían que siempre he tenido cabeza de aerolito, ¿o era de chorlito? Quién diablos va a saberlo. Lo que sí me queda claro es que desde siempre tuve espíritu de suicida, pero me faltaba valor para lanzarme al vacío sin paracaídas. Por eso bebía con la desesperación de los enfebrecidos, por eso corría en túneles oscuros, por eso manejaba como los ciegos, por eso dormía en hoteles  de paso, por eso las noches me abofeteaban y las mujeres me exprimían hasta el último centavo. Por eso contraté un seguro de muerte y dejé dicho que me incineraran, por si algún día me dormía fumando en un colchón de fuego.

>>> Y todo porque Betsabé se casó con el ex novio de su madre, que era un pinche riquillo charro que hizo fortuna organizando bailes en los pueblos. El wey se ligó a la señora, que era  joven y hermosa, pero cuando conoció a la hija se volvió loco. La empedó y se la llevó a Las Vegas. Regresó bien vestida, bien casada, bien comida y bien atendida. Nunca pude superarlo. Y  cada que escucho a Fito y Fitipaldis me acuerdo de ella mientras suena esa parte que dice:

“Tendrás el mundo en tus manos,
tendrás montones de pesos,
y si a otros los tienes llorando
conmigo tocaste hueso...

Tomaste muy mal camino,
ibas buscando basura
en un terreno barrido.

Yo le doy mi querer al querer
y lo doy para toda la vida,
si quisiera vivir de placer
me  buscaba un amor de cantina”.

Betsabé y yo nos conocimos en la prepa y nos hicimos novios poco después, creo que en una peda. Teníamos los mismos planes que la gente promedio: casita, dos hijos, un auto y un perro. Pero esa felicidad siempre será un lugar común para la gente común, no para los locos ni los desahuciados, como yo. En cuanto la vi bajar de aquel Mustang macuarro (amarillo huevo y con luces azules en las placas), con esa sonrisa de quien ha comprobado que su precio es alto, supe que la muy puta ya me había olvidado. No está de  más decir que su madre se refugió conmigo. Y nos encerramos tres días a beber sin medida, a follar a todas horas, a tratar de olvidar que nos habían olvidado. El duelo se prolongó como tres  días. Y es que la neta sí es verdad que después de un sepelio o cuando pierdes a alguien querido, te dan ganas de tener sexo sin medida. Desde entonces me siento igual que un  tragafuegos, que sorbe su propia muerte y luego escupe delirios hacia el cielo.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
21 de abril de 2011

 

 

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