jueves, 14 de abril de 2011

Esa costumbre de hablar a solas

© Manual para canallas

Estefanía tiene una Barbie despeinada. Y también tiene una sonrisa espontánea y muchas ganas de que su hermana mayor vuelva a jugar con ella como lo hacía antes. Pero Michelle ya no está para niñerías, ahora tiene que trabajar con la señora de la papelería y no importa que apenas haya cumplido 13 años…

Atrás quedaron las tardes, los días, en que se carcajeaban, en que eran felices en aquel mundo perfecto poblado de muñecas y osos de peluche invitados a comer galletas de mentiritas en una mesa improvisada, con tacitas de plástico y platitos miniatura. Estefanía y Michelle siguen siendo hermanas, aunque ahora se sientan como dos extrañas. El padre de ambas perdió el empleo y sólo consigue chambitas esporádicas. La madre lava ajeno y es afanadora de tiempo completo. Estefanía no alcanza a comprender del todo qué es lo que ha pasado, no es que antes hubiera bonanza, pero ahora ya no hay tiempo para juegos. La pequeñita extraña a su hermana, añora la voz de su madre mientras cantaba y hacía el aseo. Estefanía no posee gran cosa, cuando mucho un futuro incierto, pero a veces sonríe y a veces habla sola mientras peina a su muñeca que es tan hermosa aunque cada vez le quede menos cabello. Esa niña no sabe que mientras habla a solas con su Barbie despeinada, un mundo feroz la observa con frialdad.

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Su hijo tiene problemas de aprendizaje, algo similar le dijeron a Gabriela, y ella se alarmó con esas palabras que sonaban dramáticas: “Déficit de atención”. En la primaria le sugirieron que lo llevara con un especialista. Por eso el bajo rendimiento, por ello el niño no se estaba quieto. Y aquella escuela pública no está preparada para casos como ese, porque cada maestro debe lidiar con 30 alumnos, quizá 40, y apenas se dan abasto como para ponerle especial dedicatoria a un chamaco que es una carga extra, en lugar de una responsabilidad. Gabriela se lo contó a su madre. Y la señora, que con trabajos puede con sus propios problemas, sólo comentó que “ya se le pasará, no les hagas caso”. Menudo consuelo. Gaby lamentó ser madre soltera, hubiera querido que llegara el marido y que la abrazara entre promesas de “no te apures, flaca, ya encontraremos alguna solución”. Pero no, aquello suele pasarle sólo a las protagonistas de las telenovelas. Y la joven madre tardó en conciliar el sueño esa noche. Y en su insomnio buscó algo de consuelo mientras hablaba a solas, pidiendo al cielo que un “diosito” cada vez más burócrata, siempre indolente, le ayudara a salir del problema. Gabriela rebuscó en el pasado y lamentó haber tenido que dejar la universidad en el segundo semestre, cuando se enamoró de aquel cretino que la embarazó para después abandonarla. Ahora se tiene que conformar con ser cajera de una tienda comercial o con sonreír a la clientela en la dulcería del cine. Trabajos temporales y mal pagados, que no alcanzarían para pagar a un especialista en conducta infantil. Y su hijo está destinado a sentarse con los “más burros” de su clase. Porque hablar a solas no soluciona nada, murmurar plegarias es inútil, cuando una madre ha perdido las esperanzas en sí misma. Y la boleta de calificaciones, al final, dirá que aquel niño no está suficientemente capacitado para sobrevivir en un mundo regido por la competencia. Y él será feliz persiguiendo una pelota en el recreo, mientras su vida rueda hacia el despeñadero.

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Aquel sujeto se acomoda la corbata Ermenegildo Zegna, confeccionada artesanalmente, y sonríe frente al espejo. Su dentadura es perfecta, el bigote recortado por un experto, la mirada estudiada y aquella actitud tan arrogante de los que tienen chofer a la puerta. “Emiliano, hoy luces perfecto”, habla con el espejo mientras se pone el saco que complementa el traje carísimo hecho a la medida. Si mira de tres cuartos de perfil, acomoda aún más el peinado, se perfuma con aquella fragancia de Loewe que se trajo de París, y el aroma lo hace cerrar los ojos por unos instantes. Se vuelve a observar en el espejo. “Nada mal para alguien que estudió en la UNAM”, dice a nadie y sonríe estúpidamente. Nada mal para alguien que lleva años trabajando en el gobierno, haciendo maestrías en el extranjero, saqueando el presupuesto. Y seguirá sus rutinas de todos los días y parecerá un tipo decente cuando llega a la oficina y todos le dicen “licenciado”, sí “como usted diga, licenciado”, “buenas tardes, licenciado”, “se lo comunico, licenciado”. Pinche licenciado con dos o tres doctorados, que no sabe de la gente que vive con el salario mínimo, que vive en una burbuja de cifras oficiales, que aplauda cada que el presidente se auto elogia en los informes anuales. Pinche licenciado que manda a sus hijos a los colegios más caros, que gasta en un par de zapatos lo que le paga mensualmente a su cocinera. Pinche licenciado que evade impuestos con cuentas en las islas Caimanes. Pinche licenciado que nunca ha sabido lo que es tronarse los dedos, hablar a solas, implorar por un milagro, mientras el abuelo o un pequeño agonizan en un hospital público sin que nadie pueda hacer algo. Pinche licenciado que un día se postulará para un puesto de elección popular y se tomará fotos cargando a una niña de trencitas y dientes chuecos porque no le alcanza a sus padres para ponerle brackets. Pinche licenciado de un mundo gobernado por la ambición y las promesas que se quedarán en el escritorio. Pinche licenciado ojete, que una mañana sonreirá frente al espejo mientras murmura a solas la única verdad de su perfecta vida:

“Ya me los chingué y bien chingados”.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
14 de abril de 2011

 

 

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