jueves, 31 de octubre de 2013

A dónde irán los pasos descalzos

Manual para canallas - A dónde irán los pasos descalzos


Qué será de los pasos de aquellos que se van descalzos, sin despedirse y desnudos de piedad. A dónde irán los pasos silenciosos de esos chavales que no volverán a sonreír. Dónde, maldita sea, descansarán su tristeza los que cerraron los ojos cuando la vida apenas era una promesa...


Miguel era un muchachito flaco, con tantos sueños como puede tenerlos alguien a los 15 años, y aquella mañana salió rumbo a la escuela todavía con algo de sueño y unos cuantos pesos para el pasaje. Mientras esperaba el colectivo, checó la hora en su celular. Aún estaba un poco oscuro y la luz del teléfono llamó la atención de un imbécil de esos que van por la vida con ganas de joder, nomás por joder, nomás por chingar sin trabajar. Se le hizo fácil quitarle el celular al chaval, pero Miguel opuso resistencia. Y así como si nada, con una sangre fría que da miedo, el asaltante dejó ir el filo de una navaja sobre el aliento joven de ese pequeño. Y allí, sobre el pavimento de una esquina cualquiera, Miguel se desplomó junto a sus libros de matemáticas y español. Sin que nadie viera nada, sin alguien que lo ayudara, el chaval soltó un último suspiro y pensó en su madre como si eso le aliviara. “Mamá, mamá”, quiso refugiarse en las palabras, pero en su boca solamente anidó un borbotón amargo de saliva. Antes de huir, el criminal todavía le quitó los tenis al joven inerte, que miraba al cielo con esa mirada que tienen los que se están despidiendo de manera definitiva. Y yo me pregunto, con esta maldita pena que me causa no entender un carajo, a dónde irán los pasos descalzos de aquellos que han sido despojados de toda risa, de toda esperanza, de todo hálito, de todo camino que había por delante.

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jueves, 24 de octubre de 2013

Dios nos libre de nosotros mismos

Manual para canallas - Dios nos libre de nosotros mismos


“¿Ya vieron la última película de Derbez? Está de pelos, deberían darle un Oscar al weeey, mínimo”, dice un imbécil que está sentado junto a mi mesa y es inevitable voltear a verlo con inmediatas ganas de ahorcarlo con su propia corbata.


Sus cuates, igualmente trajeados y con zapatos cuyo precio equivale al sueldo mensual de una afanadora, parecen estar de acuerdo. En ese instante me dan gana de decirle que el día que Derbez gane un Oscar será una señal inequívoca del Apocalipsis, pero estoy seguro que tardaría media hora en reflexionar y captar el sarcasmo.

Estoy rodeado de estúpidos que hablan de coches, dinero y viejas, sexo y viejas, fútbol y viejas, drogas y viejas... así que soy presa de un ataque de ansiedad, como si en cualquier momento me fuera a parar y mentarle la madre a todo mundo, pero hago un esfuerzo y afortunadamente en ese momento entra Jessica y gira la cabeza buscándome hasta que me mira, sonríe y saluda con la mano de manera tímida a media altura, como lo hace Anne Hattaway en sus películas cursis.

Sonrío como el tonto que suelo ser frente a las mujeres guapas, mientras acepto sus disculpas por llegar tarde. Esta cantina es cara y es terrible. Sólo acepté porque está a unas cuadras de donde trabaja ella.

“Nooooo weeeey —otra vez la voz tipluda de mi vecino— es que Cameron Diaz está anoréxica, yo prefiero a Beyonce o a J-Lo; esas viejas sí están bien cachondas”. Uno de sus amigos protesta: “¡Estás loco pinche Alexis! La que sí está muy cachonda es Salma” y suelta el nombre como si conociera a la actriz. Me cai que la estupidez está a la alza. Bien decía un gran escritor: “Frente a las mujeres tontas nos queda el recurso de la galantería; frente a los hombres tontos uno se encuentra desconcertado”.

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jueves, 10 de octubre de 2013

Los remolinos que deja el otoño

Manual para canallas - Los remolinos que deja el otoño


Qué carajos tendrá el otoño. Yo no sé qué diablos pasa con el viento que siempre me ha parecido un musitar sombrío. Y las hojarascas girando su danza interminable, mientras estos ojos húmedos se ponen a tristear...


El otoño y yo no nos entendemos, no somos amigos, nunca nos sonreímos, siempre estamos riñendo. No es que haga frío, ni tampoco las humedades que deja la lluvia, tampoco es el sol tímido que se asoma unas horas. No, claro que no es nada de eso. Desde pequeño, cuando era un saltarín que subía a los árboles y correteaba lagartijas, no me llevo bien con el otoño. Y es que no me gustan sus murmullos, ese viento que se queja al mecer los cachivaches o que me deletrea al oído la palabra melancolía. Yo quisiera que ya acabará esta temporada tan propicia para los suicidios, para la muerte de las aves que se derrumban con sus nidos. Cuando era un chavalillo correteaba un balón bajo la lluvia, vagaba sin suéter durante el invierno y caminaba descalzo sobre la hierba de la primavera, pero si algo me perturbaba eran los silbidos del viento de otoño al colarse por mi ventana. Y uno tan escuálido y tan proclive a la tristeza, parecía encontrar mensajes del más allá, de alguna de esas almas que nunca descansan en paz. Con el tiempo fui perdiendo el miedo, pero se me acentuaron las tristezas, se me enmohecieron los recuerdos con tantas tormentas. Algunas veces se nos inundaba la cocina, salía agua de las alcantarillas y cruzábamos la calle con los zapatos anegados y los pantalones con el dobladillo en las rodillas. Por eso no me gustan los otoños, con sus lluvias torrenciales, con sus vientos susurrantes y los remolinos de hojarascas que me perseguían como pequeños demonios vociferantes. Yo no soy un tipo de otoños, me llevo mejor con los inviernos aunque se me partan los labios y aunque no tenga a quién echar de menos.

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jueves, 3 de octubre de 2013

Algunos atajos hacia el purgatorio

Manual para canallas - Algunos atajos hacia el purgatorio


Al igual que tú, como tus padres, como el vecino, la cajera del supermercado, el voceador, la enfermera, el policía, los maestros activos o en paro, el licenciado o aquel arquitecto, la mesera y cualquier estudiante, siempre he sido un número...


No importa el nombre, lo que cuenta es la matrícula, la cantidad que debes, los intereses que pagas, el número de cuenta, el número en la lista, el tanto por ciento de una encuesta o un turno en el banco. Para todo nos asignan un chingado número.

Desde que recuerdo siempre he sido una cifra. En la primaria era el número 12 o el 14 en la lista, debido a mis apellidos, pero en la secundaria número 8 me asignaron el 17 durante tres años.

En las “cascaritas” del recreo siempre me escogían al último sólo porque usaba lentes, pero ahora resulta que para Hacienda soy una prioridad. Y cómo no, si lo que quieren es cobrarme impuestos, aunque en mi calle el alumbrado público esté descompuesto, pese a que ningún presidente ha respondido a mis expectativas y este país siga su rumbo hacia el precipicio. Quién sabe si les deba algo, pero no creo poder pagarles en efectivo y mi alma está empeñada con el diablo desde antes de nacido. Además mi saldo bancario es frecuentado por los ceros, así que mejor les hago un inventario por sí planean un embargo: