jueves, 9 de febrero de 2012

El turbante de las pesadillas

© Manual para canallas

Mi madre era muy extraña. Eso era lo que yo creía todo el tiempo, mucho antes de convertirme en adolescente. Bueno, ¿en realidad qué jefa no es extraña? Y además era fastidiosa. Sí, sé que sonará duro, pero eso es lo que yo pensaba de chamaco. Siempre estaba dando lata con eso de “ya métete a bañar” y aquello de “a ver a qué horas te duermes”…

Claro que sí, todos tuvimos una madre un tanto extraña, pero la mía se pasaba. Bueno, eso era lo que yo creía cuando estaba dale y dale con sus actitudes de adulta. A mí me chocaba, por ejemplo, que insistiera tanto en que me bañara. Y a mí la verdad es que me daba flojera el agua. Así que era lógico que me llenara de piojos. “Seguro te los pegaron en la escuela”, comentaba mi jefa. Alicia creía saber todo. Y casi siempre tenía razón. Sí, hay que reconocer que era muy sabia en muchas cosas... y novata en otras, como en eso de enamorarse de tipejos estúpidos. Pero bueno, estábamos en que mi madre se enojaba cada que me llenaba de piojos, “porque además se los vas a pasar a tus hermanos”. Y así sucedía. O yo le pegaba los bichos o ellos me los pegaban a mí, pero hubo una época en que no podíamos deshacernos de aquella plaga. Era entonces que Alicia hacía las cosas más extrañas: Por ejemplo, nos echaba insecticida en la cabeza, nos enrollaba un trapo viejo y nos mandaba a dormir. Así que no es de extrañar que ya desde entonces empezara mi camino hacia el manicomio. Aquello era un maldito turbante de las pesadillas. En cuanto los piojos sentían el rigor del DDT comenzaban a armar su desmadre y a patalear, pero nosotros teníamos prohibido quitarnos aquella cosa de la cabeza. Obviamente era una tortura, una comezón tremenda, y cuando al fin lograbas dormirte era inevitable que tuvieras pésimos sueños, pesadillas constantes. Al otro día, al despertar, aquel trapo que nos quitábamos de la cabeza tenía un chingo de cadáveres piojescos...

 

jueves, 2 de febrero de 2012

Mi reflejo me acentúa los defectos

© Manual para canallas

¿Y qué ha sido de tu vida? La típica pregunta era de Miguel Ángel, un ex compañero de la prepa. Nada relevante, respondí sin mayor entusiasmo. Él ya había gastado muchos minutos en contarnos que se dedicaba a la empresa de su padre y que tenía un rancho en no sé dónde y casas por aquí y por allá…

Así que el buen Miguel Ángel vivía de sus rentas. Así lo dijo, como si fuera cualquier cosa aunque en el fondo estaba presumiendo. Luego, Nayeli comentó que ella se casó con el dueño de unas farmacias y que el divorcio le había convenido porque se quedó con parte de las propiedades de su ex marido. También Rodrigo sacó a relucir que su vida era una maravilla, que por fin había comprado la casa de sus sueños y que ahora estaba ahorrando para cambiar el Mini Cooper. No manches que pinche emoción. Yo no sé por qué carajos me dejé convencer por el pinche Lennon para venir a la reunión de ex preparatorianos. Bueno, al menos su argumento fue sincero: “No manches, Robert, quiero ver si todavía te pareces al David Bowie”. A mí me dio un chingo de risa. “Yo me parezco más a Silvio Rodríguez que a Lennon”, prosiguió, “porque ya estoy bien pinche pelón”. Ese Jonathan siempre fue muy cagado, por algo éramos un soberano desmadre en la escuela. “Cámara, allí nos vemos”, le prometí no sin antes advertirle que yo nunca me parecí a Bowie por mucho que él insistiera. “Bueno, es que tú pretendías ser de Duran Duran, hasta tus playeritas traías”, recordó burlándose. Así que de pronto estábamos allí, rodeados de un chingo de desconocidos porque a la mayoría ni los recordaba. Pero Lennon era buen fisonomista y muy sociable, así que me fue describiendo a muchos ex compañeros: este wey se sentaba pegado a la ventana, aquella era la vieja del Nodoyuna, ese panzón es al que siempre le copiaba... y así sucesivamente. Más tarde, ya con unos tragos, todo mundo empezó a farolear, que habían triunfado en su carrera, que tenían un despacho, que se codeaban con puro político, que sus hijos iban a escuelas particulares, que su negocio era el primero en su ramo, que su casa de descanso, que su camioneta tenía tracción 4 por 4, y que no sé quién dejó a la esposa por una secretaria bien buena, o que daban cursos y diplomados en escuelas muy “acá”. Y bueno, yo ya estaba hasta la madre de que con el alcohol todo mundo sacaba su lado triunfador. Yo no escuché a alguien que dijera: soy un pendejo porque arruiné mi matrimonio. O estudié una carrera porque me la impuso mi padre. Y tampoco nadie comentó que su existencia era miserable pese a tener tanto varo. Lo que me sorprendió es que un wey con camionetón y no sé cuantas ferreterías nunca había salido del país, “porque me da flojera sacar el pasaporte”. Y además estaba muy sorprendido porque yo conocía Cuba, “no manches. Y si’cierto que luego luego agarras vieja si llevas cosméticos y jeans para regalar”. Ah cómo hay gente idiota, me cai. Si wey, cómo no, síguele haciendo caso a tus amigos borrachos. Ya mejor me disculpé con el pretexto de “tengo que salir a hacer una llamada”. Ya casi me iba cuando llegó Karen, la vieja que me gustaba tanto. Y seguía siendo guapa, aunque con un tremendo defecto: se sentía más buena de lo que estaba. Pa’mis pinches pulgas.

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jueves, 26 de enero de 2012

Que tus sueños no sean boicoteables

© Manual para canallas

Nunca tuvimos casa propia, siempre rentábamos en vecindades donde aceptaran a una mujer sola con hijos. Y por consecuencia, tampoco tuvimos mascotas. Algo un tanto trágico para cuatro chamacos huérfanos de cariño…

Para no variar habitábamos en pequeñas construcciones, con una recámara, una sala-comedor-cocina y un baño tan pequeño que apenas tenía lo mínimo. Por ello es que nunca tuve una habitación propia desde que fui niño y me convertí en adolescente. De hecho, mi hermano y yo dormíamos en una litera habilitada sobre un pequeño pasillo. Nos las ingeniamos para poner unas bocinas en ese pequeño espacio para al menos escuchar música a bajo volumen mientras dormíamos. Y no, aquello no era un gran territorio pero nosotros volábamos escuchando Rock 101 y bandas como Caifanes, Café Tacuba, Soda Stereo y The Cure, por mencionar sólo algunas.

Fue hasta mi juventud que por fin mi hermano y yo compartimos un cuarto, no muy grande pero al menos nos daba cierta privacidad. Así que llenamos aquel espacio con pósters y bocinas en cada esquina para seguir con nuestra pasión por el rock. En verdad que era complicado crecer en aquellas circunstancias, con poca esperanza en el futuro, con demasiadas dudas y nulos consejos paternos. Cuando eres joven siempre sucede que tus inquietudes se topan con cuatro paredes. Nunca es como en las películas, en que cada uno tiene su cuarto y está prohibida la entrada. No, en nuestra casa no había espacio para refugiarte o escaparte de algo; mucho menos autorecetarte un orgasmo sin temor de que alguien entrara y te sorprendiera. Así ha sido siempre. Todos, tú, yo, tus vecinos, los primos, aquel amigo, todos tienen una historia encerrada en pequeñas habitaciones en las que apenas cabe una cama y un miserable clóset con tres pantalones desgastados y unas cuantas prendas demasiado usadas. ¿Cómo soñar con grandes mundos, con paisajes magníficos, si hemos sido reducidos a habitar en cuartos de tres metros por lado? Y encima de todo, nuestros padres siempre nos estaban controlando: ya métete que es tarde, no juegues en la calle, ándale que tienes que lavar el baño, con una chingada ya-te-dije-que-no-te-juntes-con-esos-vagos, órale que tienes mucha tarea, a-ver-a-qué-hora-vas-a-cuidar-a-tus-hermanos, y así sucesivamente hasta el infinito.

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jueves, 19 de enero de 2012

Soy un reparador de autoestimas

© Manual para canallas

Siempre me están confundiendo con alguien. Algunas personas insisten en llamarme Jorge y no sé por qué carajos. Y con frecuencia me pasa que me digan “oye, tu cara me es familiar, me pareces conocido”…

También sucede que en alguna plática alguien sale con eso de que “¿no estudiaste en la Del Valle?”. Uy no, suelo aclarar, “no, claro que no, yo sí tengo conciencia social y nunca he votado por el PAN”. O nunca faltan sus lugares comunes: “¿Eres abogado?”. No, obvio que no, me asesora la decencia. “¿Eres diseñador?”. Chale, a poco también hablo con faltas de ortografía. “¿Eres reportero de tele?”. Nel, a mí sí me gusta leer. “¿Estás en Gobernación?”. Claro que no, yo no podría trabajar bajo las órdenes de un presidente necio y poco autocrítico. “¿Eres periodista?”. Me delata la cara de borracho, ¿verdad? El asunto es que todos creen conocerme, de alguna u otra manera. Me pasa de manera frecuente. En las fiestas, en las reuniones, cuando me presentan a alguien.

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jueves, 12 de enero de 2012

Yo también he sido un gato. Y a veces un perro

© Manual para canallas

Con rabia miro el video de un pobre diablo que no tiene más que dinero. El estúpido golpea a un valet parking porque no le quiso cambiar la llanta a su auto. Al grito de “yo pago para que estos gatos hagan lo que les digo”, el imbécil agredió verbal y físicamente a un empleado de un condominio de lujo…

Este país se está hundiendo en la mierda, a merced de los presidentes necios y los políticos corruptos y los empresarios sin escrúpulos y los sicarios sin piedad, tal y como lo ha vaticinado alguna vez Charles Bukowski:

“Esta ciudad parece enferma
y es habitada por locos.

Todo parece triste
y nos aniquila poco a poco:
amantes que acaban odiándose,
ese pordiosero que sentado
mira fijamente nuestros rostros,
adentrándose en nuestras mentes,
flores secas y basura amontonada,
banqueros y funcionarios tramando
quedarse con nuestro dinero,
políticos de cara amable y espíritu podrido,
ladrones de cuello blanco con maravillosas esposas
y champaña en las comidas,
la misma historia de las devaluaciones,
cárceles atestadas de violadores,
gente desencantada en los andenes del metro,
hombres suficientemente viejos
como para amar la tumba desde ahora…

Estas y otras, muchas, cosas
demuestran que la vida gira
sobre un eje oxidado.

Pero nos han dejado un poco de música
y un póster de Dylan en la pared,
una botella de ron, unos pantalones de mezclilla,
un delgado volumen de poemas,
un perro que corre como si el diablo
le estuviera retorciendo la cola...

Y llega el odio,
luego el amor y después,
de nuevo, el odio
como un asesino que dobla la esquina”.

jueves, 5 de enero de 2012

El rescate del capitán Trueno

© Manual para canallas

Cuando eres un niño sin muchas expectativas en los Reyes Magos te inventas infinidad de juegos para distraer la miseria. Así que yo me construía castillos miniatura, puentes de arena y también trazaba autopistas en la banqueta con un pedazo de ladrillo…

Y ese niño que era yo fantaseaba siempre con que un buen día los Reyes Magos comprenderían mi bondad y le traerían aquellos juguetes relucientes que lo embobaban desde la televisión. Pero la realidad es que, como cada año, el dinero era escaso y mi madre siempre encontraba las justificaciones necesarias para lo que yo consideraba “una equivocación” de aquel trío mágico: “Es que hay muchos niños en el mundo y no pueden leer todas las cartas”, explicaba mi jefa; o esa otra versión de que “seguramente tu carta se extravió, así que no te pudieron traer lo que pediste”. Cada 6 de enero lo mío era una colección de sentimientos acentuados: decepción, tristeza, coraje, resignación y hasta envidia de los obsequios ajenos. Lo que yo no sabía entonces era que mi madre también era un mar de contrastes: iba de los nervios a la desesperación y a la tristeza porque el dinero era escaso y se acercaba un gasto tan fuerte como lo eran los juguetes para cuatro chamacos. Cómo le hacía Alicia, no lo sé. Seguramente pedía prestado a su comadre o empeñaba aquel radio de transistores que, según nos contaba, estaba en reparación con demasiada frecuencia.

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