jueves, 19 de enero de 2012

Soy un reparador de autoestimas

© Manual para canallas

Siempre me están confundiendo con alguien. Algunas personas insisten en llamarme Jorge y no sé por qué carajos. Y con frecuencia me pasa que me digan “oye, tu cara me es familiar, me pareces conocido”…

También sucede que en alguna plática alguien sale con eso de que “¿no estudiaste en la Del Valle?”. Uy no, suelo aclarar, “no, claro que no, yo sí tengo conciencia social y nunca he votado por el PAN”. O nunca faltan sus lugares comunes: “¿Eres abogado?”. No, obvio que no, me asesora la decencia. “¿Eres diseñador?”. Chale, a poco también hablo con faltas de ortografía. “¿Eres reportero de tele?”. Nel, a mí sí me gusta leer. “¿Estás en Gobernación?”. Claro que no, yo no podría trabajar bajo las órdenes de un presidente necio y poco autocrítico. “¿Eres periodista?”. Me delata la cara de borracho, ¿verdad? El asunto es que todos creen conocerme, de alguna u otra manera. Me pasa de manera frecuente. En las fiestas, en las reuniones, cuando me presentan a alguien.

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La reunión no estaba tan divertida. Una que otra chava guapa por allá. Un par de amigos y alguno que otro wey conocido. Al menos la música era pasable, así que bailé un par de canciones. Más tarde, de buenas a primeras, una vieja se acercó a charlar. Me dijo su nombre, pero lo olvidé de inmediato. Después hasta se sintió con la confianza necesaria para preguntarme lo que se le diera la gana.

“¿Eres bi”, me preguntó aquella chica. “Mmm, sí, lo soy”, respondí despreocupado. “¡Lo sabía!”, ella sonrió. “¿Y cómo es que lo sabes?”, reviré con preguntas, “¿tú también lo eres?”.

“¡Noooo!, a mí me encantan los hombres”, negó como si fuera cosa del otro mundo. Me quedé en silencio unos instantes, sonreí con malicia, bebí un trago de mi vaso desechable y el ron me devolvió la certeza de que siempre me han divertido las mujeres prejuiciosas.

“Pero no me has respondido cómo es que lo sabes”, añadí. “Ahhh, es que bailas muy, ehhh, no-sé-cómo, ehhh, bueno, un poco extraño. Y cuando fumas agarras el cigarro con dos dedos y eso es medio raro”, detalló. “Ah, pero no soy bi, sino tri”, aclaré y me divertí con su asombro. “¿Eres tri?, ¿eso cómo es?”, la chava miraba a los que bailaban. “Bueno, la mayoría de la gente es bipolar pero yo soy lo que le sigue, soy tripolar”, saqué la cajetilla y le ofrecí un Camel. “¡Oye, yo no estaba hablando de eso!. Yo pensé que eras bisexual, no bipolar. Eres un tonto. Ni que fuera psicóloga”. Le encendí su cigarrillo. —Ahhhh, pues lamento decirte que tus observaciones sobre cómo bailo y cómo fumo están fuera de lugar, sólo son prejuicios de una persona que se reprime sexualmente y tiene baja autoestima.

Aquella mujer me miró con ojos extragrandes, como si el asombro le rebasara, abrió la boca en señal de no-puedo-creer-que-me-hables-así: “¡Ooooyeee, qué grosero! ¿No me digas que tú sí eres psicólogo?”. —Sí, —mentí—, soy especialista en reconstruir autoestimas, una especie de hojalatero pero de la mente. Y a partir de este momento cualquier consulta causa honorarios. Por cierto, en lugar de consultar astrólogas o farsantes, deberías ir a terapia”. Ella parecía mortificada: “Ay, perdón, por pensar que eras bisexual, pero ¿por qué me dices que tengo la autoestima baja?”

“Esto no es un consultorio y tampoco se trata de sicoanalizarte”, ni siquiera la miré. “Ay, ándale, por fis —la mujer estaba intrigada—, ¿sí?, no seas malo”. Yo remarqué con tono altanero que “bueno, pero es el último comentario al respecto, ¿ok?. Tu autoestima es un cachorro abandonado. Desde niña careciste de afecto —eso le pasa a casi todo mundo, pensé—. Y sé que no te valoras lo suficiente porque usas un pantalón flojito pese a que tienes bonito trasero. Y tampoco te gustan tus piernas. Además, tu maquillaje es un tanto exagerado, como un antifaz para disimular los rasgos de insatisfacción”. Le guiñé un ojo y le indiqué que iba por otro trago.

Me quedé platicando con un amigo, cerca de la cocina. La chica llegó e intentó integrarse a la plática, pero Roger habla un chingo. Así que la chava se fue a otro lado. Ya casi había olvidado el asunto cuando ella me “encontró” en la cocina, sirviéndome otro trago. “Hola, creo que ya no hay cerveza —me enseñó su envase vacío—, ¿qué me recomiendas beber?”, señaló las botellas de alcohol. “Oye, soy psicólogo, no barman”, sonreí tentado a decirle que podía beber amoniaco, pero era una broma cruel. “Jajajaja, es verdad, que tonta —buscó un vaso—, creo que tomaré tequila. Oye, me dejaste intrigada con tus comentarios, que son muy ciertos... La interrumpí. “No es mala onda, pero me haces sentir como los comediantes. La gente se los encuentra en la calle y les pide que cuenten un chiste. En serio, este no es un consultorio ambulante”.

“Ay, ándale, nomás tantito, sólo dime qué puedo hacer”, che vieja. “Mira, imagínate que soy un ginecólogo —hice una pausa dramática—, verdad que no estaría chido que te examinara en público. Bueno, pues la sicología también requiere de privacidad. Mejor te doy mi tarjeta y me llamas, ¿sale?”

“¡Ay, qué feo eres! Bueno, está bien, nomás porque me caes bien. Oye y si mejor vamos a otro lado, no sé a donde haya menos gente”, juro que su sonrisa era de coquetería. “Híjole, amiga, es que yo no doy consultas a domicilio”, la chava era bonita, pero la neta es que también era de flojerita.

“¡Payaso!, no estoy hablando de eso, sino de lo otro”, y me empujó con el hombro. “¿Te refieres a tener sexo?”, solté y ella se puso roja, roja. “¡Shhh, te van a oír!!!”, en realidad nadie estaba pendiente de nuestra conversación. “Lo ves, no sólo te reprimes sino que ‘detienes’ a los demás, de una u otra manera. Sabes qué, deja te doy mi tarjeta —Busqué en mis bolsillos y en efecto, allí estaba lo que buscaba. Le extendí la tarjeta, que ella tomó despreocupadamente— Ahora, si me disculpas, debo irme.

“Ok, gusto en conocerte Eduardo. Y gracias —ella seguía hablando mientras yo giré en busca de la puerta—, y discúlpame si te incomodé con mis preguntas”. Salí en busca de silencio. Tendría que pasar al Oxxo a comprar más cigarrillos. Pensé en la cara que pondría mi primo Lalo cuando la chava le llamara para hacer una cita y luego le echara en cara que no quiso acostarse con ella. Pero juro que ya no me chingaré sus tarjetas del escritorio. Bueno sólo unas cuantas más, porque uno nunca sabe cuándo pueden sacarte de un apuro.

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Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 19 de Enero de 2012

 

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