Nunca tuvimos casa propia, siempre rentábamos en vecindades donde aceptaran a una mujer sola con hijos. Y por consecuencia, tampoco tuvimos mascotas. Algo un tanto trágico para cuatro chamacos huérfanos de cariño…
Para no variar habitábamos en pequeñas construcciones, con una recámara, una sala-comedor-cocina y un baño tan pequeño que apenas tenía lo mínimo. Por ello es que nunca tuve una habitación propia desde que fui niño y me convertí en adolescente. De hecho, mi hermano y yo dormíamos en una litera habilitada sobre un pequeño pasillo. Nos las ingeniamos para poner unas bocinas en ese pequeño espacio para al menos escuchar música a bajo volumen mientras dormíamos. Y no, aquello no era un gran territorio pero nosotros volábamos escuchando Rock 101 y bandas como Caifanes, Café Tacuba, Soda Stereo y The Cure, por mencionar sólo algunas.
Fue hasta mi juventud que por fin mi hermano y yo compartimos un cuarto, no muy grande pero al menos nos daba cierta privacidad. Así que llenamos aquel espacio con pósters y bocinas en cada esquina para seguir con nuestra pasión por el rock. En verdad que era complicado crecer en aquellas circunstancias, con poca esperanza en el futuro, con demasiadas dudas y nulos consejos paternos. Cuando eres joven siempre sucede que tus inquietudes se topan con cuatro paredes. Nunca es como en las películas, en que cada uno tiene su cuarto y está prohibida la entrada. No, en nuestra casa no había espacio para refugiarte o escaparte de algo; mucho menos autorecetarte un orgasmo sin temor de que alguien entrara y te sorprendiera. Así ha sido siempre. Todos, tú, yo, tus vecinos, los primos, aquel amigo, todos tienen una historia encerrada en pequeñas habitaciones en las que apenas cabe una cama y un miserable clóset con tres pantalones desgastados y unas cuantas prendas demasiado usadas. ¿Cómo soñar con grandes mundos, con paisajes magníficos, si hemos sido reducidos a habitar en cuartos de tres metros por lado? Y encima de todo, nuestros padres siempre nos estaban controlando: ya métete que es tarde, no juegues en la calle, ándale que tienes que lavar el baño, con una chingada ya-te-dije-que-no-te-juntes-con-esos-vagos, órale que tienes mucha tarea, a-ver-a-qué-hora-vas-a-cuidar-a-tus-hermanos, y así sucesivamente hasta el infinito.
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Desde que recuerdo, mi vida no era muy distinta a la de los demás chavales de mi colonia. Todos vivíamos en miserables casas-habitación, unas con baños compartidos, otras con piso de vil cemento, algunas sin puerta en el baño, aquellas con sábanas en vez de cortinas… No es de extrañar que todos quisiéramos andar en la calle, de patas-de-perro, pateando un balón, molestando a los de la otra calle, inventando travesuras, intentando que la miseria se nos olvidara aunque fuera un rato. Tampoco es de extrañar que la mayoría de la gente en mi colonia careciera de imaginación. No había un cine próximo, tampoco una biblioteca y mucho menos un parque recreativo. Será por eso que cuando mi madre aceptó aquel trabajo como conserje en la secundaria 8 yo sentía que me había ganado el premio gordo. Porque si bien vivíamos atados a la responsabilidad de cuidar la escuela, para mí fue la puerta a un gran universo de posibilidades. Todos los días yo era el hijo de la conserje, pero los fines de semana era el dueño absoluto de todo el espacio del mundo: cancha de futbol, cancha de basquetbol, taller de carpintería, el patio cívico, las azoteas de todos los edificios. Y allí perfeccioné cada deporte, aprendí a patinar, andar en bicicleta, escribir a máquina y también me refugiaba en la biblioteca para hurgar en las enciclopedias y conocer a autores como Benedetti, Sabines, Vargas Llosa, García Márquez, Ibargüengoitia y un sinfín de maestros que me hicieron imaginar mundos paralelos. Creo que aquella etapa, como cuidador de una escuela, me dio alas para buscar nuevos cielos. Por eso es, creo yo, que pude escapar a un destino gris. Por eso es que guardo magníficos recuerdos, construyendo pasadizos secretos entre las montañas de butacas inservibles o perfeccionando mis tiros de tres puntos en la cancha de basquetbol hasta altas horas de la noche y escribiendo pequeños cuentos en el taller de mecanografía. Lo único que lamento es no haber aprendido a usar piano, acaso porque aquel instrumento estaba protegido bajo llave. Pero bien valió la pena ser el guardián a veces solitario de aquel mundo infinito, en el que mis hermanos y yo nos inventamos miles de aventuras. Será por eso que me gustó tanto ser el hijo de la conserje. Será por eso que reniego de los departamentos pequeños, de esas mínimas habitaciones en las que nos confinaban desde pequeños. Será por eso que comulgo con la propuesta de Dante Guerra:
“No te abandones a los silencios,
ni te encierres entre cuatro paredes.
Mejor es escapar por las ventanas,
subir a la azotea a mirar las estrellas,
imaginar la brisa de un mar navegable,
suspirar por el oleaje de playas lejanas,
y empacar unas cuantas pertenencias
para echar a andar despacio y sonriendo,
mientras observas el fulgor de cualquier horizonte”.
Sí, en definitiva, es mejor abandonar las pequeñas habitaciones si no quieres enloquecer por completo o llorar en silencio por tus sueños boicoteados.
“No te quedes, no,
encerrado en territorios mínimos,
cuando el universo son tantos cielos por surcar,
tantos mares navegables”.
manualparacanallas@hotmail.com
Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 26 de Enero de 2012
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