jueves, 5 de enero de 2012

El rescate del capitán Trueno

© Manual para canallas

Cuando eres un niño sin muchas expectativas en los Reyes Magos te inventas infinidad de juegos para distraer la miseria. Así que yo me construía castillos miniatura, puentes de arena y también trazaba autopistas en la banqueta con un pedazo de ladrillo…

Y ese niño que era yo fantaseaba siempre con que un buen día los Reyes Magos comprenderían mi bondad y le traerían aquellos juguetes relucientes que lo embobaban desde la televisión. Pero la realidad es que, como cada año, el dinero era escaso y mi madre siempre encontraba las justificaciones necesarias para lo que yo consideraba “una equivocación” de aquel trío mágico: “Es que hay muchos niños en el mundo y no pueden leer todas las cartas”, explicaba mi jefa; o esa otra versión de que “seguramente tu carta se extravió, así que no te pudieron traer lo que pediste”. Cada 6 de enero lo mío era una colección de sentimientos acentuados: decepción, tristeza, coraje, resignación y hasta envidia de los obsequios ajenos. Lo que yo no sabía entonces era que mi madre también era un mar de contrastes: iba de los nervios a la desesperación y a la tristeza porque el dinero era escaso y se acercaba un gasto tan fuerte como lo eran los juguetes para cuatro chamacos. Cómo le hacía Alicia, no lo sé. Seguramente pedía prestado a su comadre o empeñaba aquel radio de transistores que, según nos contaba, estaba en reparación con demasiada frecuencia.

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Yo siempre envidié los juguetes maravillosos de Feyo, aquel chavito regordete que era nieto del dueño de la vecindad en que vivíamos. Alfredo, que así se llamaba en realidad, era mi amigo pero en aquellos amaneceres del 6 de enero pasaba a ser algo así como el chaval más antipático del mundo. Yo escondía mi envidia y me sumaba a sus juegos, sólo para poder tener aunque sea por un rato la felicidad de divertirme con sus juguetes. De no ser porque mi madre nos educó bastante bien, seguramente que le hubiera robado más de una de aquellas maravillas que se movían a control remoto. O mínimo hubiera estrellado por “accidente” su helicóptero de pilas. Pero sólo eran pensamientos fugaces, porque entonces éramos más amigos que nunca. Alfredo era un buen tipo, algo chillón para mi gusto, pero no era el clásico chamaco que se creía mucho sólo porque su padre tenía un buen puesto en Sears. Al contrario, siempre fue muy compartido y hasta sacaba de contrabando las galletas o los chocolates de su casa para “recompensar” a los ganadores de algún juego. En aquella vecindad inmensa, en la que teníamos acceso hasta la azotea, nos inventábamos cualquier cantidad de aventuras. Un día éramos pilotos de guerra y en otro nos poníamos el traje de astronautas en un planeta de terror. También teníamos un club, una especie de guarida construida con madera y cartón, que se ubicaba en una isla rodeada de tiburones imaginarios. Nuestro territorio era la azotea y desde allí dominábamos el horizonte. Yo era el Capitán Trueno y para llegar a nuestra isla teníamos que utilizar una balsa, que no era otra cosa que una avalancha que jalábamos con una cuerda. Cuando estábamos de buenas compartíamos nuestros tesoros con uno que otro vecino, pero cuando andábamos de malas o nos peleábamos con algún chamaco, lo bombardeábamos desde las alturas con globos rellenos de agua. Por supuesto que a cada rato nos regañaban por tirar la ropa de los tendederos o por mojar a los hijos de la vecina más histérica. Pero nuestro club, el de la Mano Siniestra, siempre sobrevivió a los ataques de nuestros enemigos, que casi siempre eran los adultos.

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Como a mí nunca me trajeron mi pistola de agua y la de Feyo ya ni servía, nos las ingeniábamos para hacer armas rústicas pero efectivas. Nuestro mayor logro fueron las ballestas tirafichas: se trataba de un trozo de madera que habilitamos con ligas para que pudieran lanzar tapas de refresco. Fue tal el éxito de nuestro armamento que la euforia nos motivó a conquistar otros territorios. Así que César —el primo de Alfredo— y yo salimos a la calle y caminamos una cuadra para llegar a las puertas de la cantina: mientras él abría la puerta de La Victoria, yo disparé contra El Sinfonías, que era el cantinero. No le dimos, pero lo intentaríamos varias veces. Así que huimos corriendo para planear el siguiente ataque. Cuando llegamos a la vecindad y lo contamos, todos rieron. A la siguiente vez nos acompañaron varios, entre ellos mi hermano Claudio. Lo volvimos a intentar dos o tres veces, pero nunca le atinamos a nuestro objetivo. El Sinfonías sólo se reía, entre divertido y burlón. Hasta que a la cuarta vez, justo cuando César abrió la puerta cantinera, no vi al barman. Traté de ubicarlo con la mirada, ballesta en mano, pero se había escondido para pillarnos. Mientras él me atrapaba a mí, su ayudante agarraba a César. “¡Ya nos cargó el payaso!”, grité, “mejor corran”, advertí al resto de la pandilla. Nuestros cómplices huyeron despavoridos. Mentiría si no reconociera que sentí miedo. Pero sólo fue transitorio, porque El Sinfonías no era un mal tipo. “Chamacos cabrones, orita van a ver”, amenazó entre risas. Mientras su chalán nos ataba a una silla, él fue a la barra y tomó un sifón de agua mineral para empaparnos. Yo me aguanté como el líder que era, pero César se puso a llorar porque su mamá le iba a pegar si llegaba así a su casa. Carcajeándose, El Sinfonías nos soltó con la advertencia de “cada que vengan a molestar, los atraparé para bañarlos”. Salimos derrotados de nuestra misión más atrevida. Justo media cuadra adelante nos encontramos a nuestros compinches. Alfredo había organizado una misión “suicida”: un puñado de chavitos iban decididos a salvar al Capitán Trueno. Iban armados con espadas de plástico, otra ballesta tirafichas, alguna pistola de dardos y, lo más importante, un valor a prueba de todo. En aquel momento entendí el valor de la amistad. Y nunca más volví a envidiar a Feyo. Fui su amigo más leal por mucho tiempo. Luego nos cambiamos de vecindad y me fui a envidiar los juguetes de otros niños, algunos más chocantes que otros. Desde luego, nunca olvidaré las aventuras del Capitán Trueno ni aquel mundo infantil en el que sobraban historias fantásticas.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 5 de Enero de 2012

 

© Manual para canallas

1 comentario:

  1. Oiga me gusto mucho lo que puso y su amigo feyo me recordó a mi amigo christian con el que pase aventuras inimaginables

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