jueves, 30 de junio de 2016

Hay sombras que no saben de exilios

Manual para canallas - Hay sombras que no saben de exilios


“Hay hombres como sombras, que te besan la espalda. Y hay sombras como perros, que te siguen a todos lados. Hay hombres como sombras, que nunca se van”, me escribió alguien en un trozo de papel...


Igual que los hombres simples, he dejado el traje para mejores ocasiones: como la boda de mi primo Arnaldo o la graduación de mis hijos o hasta mi propio funeral. Ahora, como los hombres prácticos, prefiero los jeans desgastados y el calzado cómodo. También he dejado de lado el portafolios o la mochila ocasional. Y sólo viajo con lo esencial: un libro en la mano o la bitácora del día y lo que apenas me cabe en los pantalones. De hecho, traigo en el bolsillo un montón de cosas que no sirven para nada. Tengo en la bolsa izquierda del pantalón, un cuarto de dólar, una billetera anoréxica, y una píldora contra la depresión que sólo cargo en caso de emergencia. Y en la bolsa derecha se confunde un encendedor con la memoria USB en que guardo algunos textos incompletos. También allí cargo un amuleto contra las malas vibras y una estampita con la imagen de San Charbel, así como la credencial para votar y una nota para recoger la ropa de la tintorería. Y en el fondo habitan restos de tabaco, migajas de galleta, por mencionar algo, y cinco pesos que serían perfectos para viajar en Metro si no fuera porque traigo mi tarjeta recargable con la silueta del Ángel de la Independencia. Y sí, en los bolsillos del pantalón siempre coinciden las cosas más extrañas: un vale para un helado “gratis” en la compra de un pinche combo de hamburguesa-papas-y-refresco. Tal vez un billete de dólar doblado en forma de pirámide, la bolsita con semillitas “de la prosperidad”, el amarre que te dio la astróloga para curar tus decepciones amorosas, una cajita de cerillos, acaso un cortaúñas, dos boletos del trolebús, cuatro números telefónicos anotados en un trozo de papel, el mini calendario que te regalaron en la pollería, los audífonos del celular, un fósforo que escapó del montón, el arete que encontraste en la escalera, un volante del 2x1 en los martes de Pizza Hut, una servilleta de medio uso y la navajita Victorinox que nunca usas pero que cargas por si se ofrece destaparle una chela a la más guapa de la fiesta.


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jueves, 23 de junio de 2016

Simulacros frente al abismo

Manual para canallas - Simulacros frente al abismo


Hay personas que hablan cuatro idiomas, gente que hace esculturas de hielo o que brilla en matemáticas y memoriza todo. Otros sólo somos buenos para los simulacros sobre la cuerda floja...


Hay gente hábil para tejer sombreros de palma. También conozco tipos que arman rompecabezas en tiempo récord. Y están las amas de casa que hacen milagros con 100 pesos diarios. O estudiantes que resuelven teoremas que a mí me resultan indescifrables. Hay personas que nacieron un algún talento: el chico que toca la guitarra como si fuera una extensión de sí mismo; la chava que canta como si en ello le fuera el alma; el señor que arregla un coche sin que le sobren piezas; el obrero que supera en conocimiento al ingeniero; aquel maestro que domina cuatro idiomas o el chaval que juega futbol mejor que en el Playstation; y la señora que cocina con un sazón superior al de la abuela; la secretaria que le resuelve todo al jefe; el niño que se sabe de memoria la capital de todos los países del mundo. Y yo sólo tengo una habilidad, que además se ha deteriorado con el paso de los años: mentir todo el tiempo. Soy un profesional de la mentira. Y también soy bueno para tronarme los dedos o para amanecer con remolinos en la cabeza.


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jueves, 16 de junio de 2016

Las sonrisas que le copiamos al diablo

Manual para canallas - Las sonrisas que le copiamos al diablo


Puede ser cinismo o un simple gesto indescifrable, pero hay quienes sonreímos con la malicia de un diablo en carnaval...


Me sucede con frecuencia que me echan en cara esta sonrisa cínica: “¿Te estás burlando de mí?” o “¿te ríes de mí o conmigo?”. Es que habemos quienes sonreímos con la malicia de un diablo venido a menos, de un diablo de segunda mano en un carnaval. 

Por eso no me sorprendió aquel tipo medio lunático que me abordó hace unos años en aquella acera. “¿Cuánto me das por mi alma, cuánto me das?”, soltó el sujeto de buenas a primeras. Lo miré con expresión de qué-le-pasa-a-este-wey. Seguro es una broma.

“¿Cuánto me das por mi alma?”, balbuceó ya sin la misma seguridad. “No me jodas el día”, di otra calada a mi cigarrillo. “No te hagas, no te hagas, tienes cara de diablo”, dijo convencido. No manches, estos weyes inventan cada día cosas más extrañas para pedir dinero.

“Te vendo mi alma”, insistió. “Tu pinche alma está más desahuciada que una máquina de escribir”, le seguí el juego. Busqué con la mirada alguna cámara escondida, aunque el tipo no parecía disfrazado. Aquellas costras de mugre eran bastante reales y apestaba a madres. Saqué dos varos y se los di. “Mi alma vale mucho más”, protestó. 

Entonces sacó un trozo de papel de su bolsillo y me lo enseñó. Era un dibujo perturbador. Y sí, allí estaban los trazos de un sujeto parecido a mí, aunque sin gafas. “No te hagas, tienes cara de diablo” y me mostraba aquel retrato siniestro. 

“Ya llégale, que estoy esperando a alguien”, sentencié con firmeza. Se sacó de onda. “Ya sé, ya sé que estás aquí de incógnito”, su garra aprisionó mi brazo. Pinche loco. 

“Mira, cabroncito, ya estuvo, te estás ganando unos madrazos”, caminé hacia la esquina. Dudó en seguirme, pero fue tras de mí. “¡Es el diablo!”, gritó, “mírenlo, es el diablo”. La gente se volvió para observarme. No pude evitar reírme. Aquel miserable me señalaba. 

“¡Sólo vean sus ojos, el mal está en su mirada!”, siguió con su desmadre. Preferí ignorarlo. Tomé el celular y le marqué a Mariana. Venía retrasada, así que cambié el lugar de la cita. “¿Quién grita tanto?”, me preguntó ella. “Un pinche loco que cree que soy el diablo”, le contesté. Ella se carcajeó: “No manches, Roberto, ya te descubrieron”. Reí con ella y luego colgué. Hice señas a un taxi, pero me ignoró. ¿Será qué sí tengo cara de diablo?


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jueves, 9 de junio de 2016

Sobredosis de sopa de fideos

Manual para canallas - Sobredosis de sopa de fideos


Crecer en una vecindad es merendar café con bolillos, excederse con la sopa de fideos, bañarse con agua fría y tender la ropa en la azotea...


Así fuimos creciendo, de un lado a otro, pero con el mismo menú en la mesa: sopa de pasta, huevos revueltos en la mañana o la tarde, café Legal y bolillos para la merienda. La vecindad era distinta, semejantes las rutinas. Siempre me daban tristeza las mudanzas. Empacar y dejar atrás infinidad de historias, los amigos de la infancia, las mascotas del vecindario, las niñas a las que les invitaba un Gansito o un Frutsi congelado. Hace ya tanto tiempo que poco a poco voy olvidando los detalles, pero no esta frecuente sensación de corazón errante. Nunca echamos raíces, íbamos de aquí para allá y de una colonia a otra, perseguidos por los apuros económicos de mi madre. A veces durábamos sólo unos meses en una vecindad, pero otras ocasiones pasaba un año y parecía que por fin habíamos encontrado un sitio confortable. Y sucedía algo que echaba todo por la borda: mi hermano atropellaba a un gato con la bicicleta o yo me peleaba con el nieto del arrendador. Y hartos de nuestras travesuras, los dueños le ponían un ultimátum a mi jefa: tiene hasta fin de mes para irse. Caray, mi madre con tantas preocupaciones y encima de todo nosotros nos comportábamos como unos auténticos hijos-de-la-re-chingada que me-van-a-matar-de-un-coraje. Ahora entiendo por qué Licha se ponía tan dramática y reclamaba: “Con estos chamacos no voy a caber ni en el infierno”. Y luego a batallar de nueva cuenta: Licha angustiada porque en la mayoría de los departamentos no aceptaban niños ni mascotas. Así que sólo había unas cuantas opciones en vecindades llenas de peligros y trampas: tuberías oxidadas, un boiler que podía explotar en cualquier momento, baños comunes llenos de bacterias, varillas en la azotea, ratas que salían del excusado, pederastas al acecho, goteras en la sala, señoras chismosas, vecinos amargados y poca gente interesante. Así fuimos creciendo, entre goteras cada junio y cada septiembre, agua fría en la regadera, bolillos remojados en café y sobredosis de sopa de fideos.


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jueves, 2 de junio de 2016

Que tus defectos se vuelvan en contra

Manual para canallas - Que tus defectos se vuelvan en contra


La mirada de mi padre es la misma que hay en los hombres que no han sabido ser buenos. La sonrisa de mi padre es un monumento al cinismo...


La mujer de mi padre es un poco extraña. Bueno, en realidad es muy extraña. Casi no habla, sólo me mira con el rabillo del ojo. Y me ofrece una cerveza a las diez de la mañana. Supongo que es mera cortesía, porque una chela es justo lo que le sirve a mi jefe. Y José Antonio toma la bebida con una naturalidad estúpida. “Salud”, me dice. Yo sólo miro mi vaso con agua. “Mire hijo”, mi padre siempre me habló así, de “usted”. Prosigue: “lo mandé llamar porque necesito hablar con usted”. Eso ya lo sabía, pero él es un tipo muy básico y ordinario. “Ya estoy viejo y no creo aguantar mucho”, siguió con los lugares comunes, “así que antes de irme tengo que resolver mis asuntos”. No mames. Como si fuera una película del tipo Asuntos pendientes antes de morir. José Antonio ni siquiera me mira a los ojos. No sé qué chingados le atormenta o si algún cura le sugirió que buscará el perdón, pero a mí sus palabras me parecen huecas. “Yo ya estoy muy mal y solamente quiero irme en paz”, añade. Entonces él da otro sorbo a su cerveza, reclinado en ese sillón con manchas de borracheras pasadas. Yo estoy frente a él, tentado a sacar un cigarrillo y con ganas de estar en otro lado. Pero él siempre ha sido manipulador, así que no me extraña que tome una actitud dramática. Aunque la cerveza en la mano delata su cinismo. “Yo sé que no he sido un buen hombre”, añade con su voz rasposa por el alcoholismo, “pero usted no sabe por lo que he pasado”. Sí, cabrón, supongo que has sufrido mucho, asiento mientras recuerdo que han transcurrido décadas desde que nos abandonó para irse con su amante. “Mi vida no ha sido fácil”, agrega como si eso lo eximiera, “los remordimientos me han perseguido”. No resisto más y enciendo un cigarrillo. No estoy cómodo allí. Su mujer se apresura a traerme un cenicero. “Pero estoy tranquilo porque usted y sus hermanos han sabido salir adelante”, ese tipo extraño no deja de hablar. Yo lo interrumpo para aclararle que “somos el legado y el reflejo de mi madre”. Ni siquiera debo remarcarle qué clase de mujer ha sido Alicia. “Claro, lo sé. Su madre siempre fue una gran mujer”. Cuando intento dejar las cenizas alcanzo a leer la leyenda “Cantina La Victoria” en el cenicero. Que cagado, no puedo evitar una sonrisa, “La Victoria”, una cantina para los derrotados de antemano.


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