Puede ser cinismo o un simple gesto indescifrable, pero hay quienes sonreímos con la malicia de un diablo en carnaval...
Me sucede con frecuencia que me echan en cara esta sonrisa cínica: “¿Te estás burlando de mí?” o “¿te ríes de mí o conmigo?”. Es que habemos quienes sonreímos con la malicia de un diablo venido a menos, de un diablo de segunda mano en un carnaval.
Por eso no me sorprendió aquel tipo medio lunático que me abordó hace unos años en aquella acera. “¿Cuánto me das por mi alma, cuánto me das?”, soltó el sujeto de buenas a primeras. Lo miré con expresión de qué-le-pasa-a-este-wey. Seguro es una broma.
“¿Cuánto me das por mi alma?”, balbuceó ya sin la misma seguridad. “No me jodas el día”, di otra calada a mi cigarrillo. “No te hagas, no te hagas, tienes cara de diablo”, dijo convencido. No manches, estos weyes inventan cada día cosas más extrañas para pedir dinero.
“Te vendo mi alma”, insistió. “Tu pinche alma está más desahuciada que una máquina de escribir”, le seguí el juego. Busqué con la mirada alguna cámara escondida, aunque el tipo no parecía disfrazado. Aquellas costras de mugre eran bastante reales y apestaba a madres. Saqué dos varos y se los di. “Mi alma vale mucho más”, protestó.
Entonces sacó un trozo de papel de su bolsillo y me lo enseñó. Era un dibujo perturbador. Y sí, allí estaban los trazos de un sujeto parecido a mí, aunque sin gafas. “No te hagas, tienes cara de diablo” y me mostraba aquel retrato siniestro.
“Ya llégale, que estoy esperando a alguien”, sentencié con firmeza. Se sacó de onda. “Ya sé, ya sé que estás aquí de incógnito”, su garra aprisionó mi brazo. Pinche loco.
“Mira, cabroncito, ya estuvo, te estás ganando unos madrazos”, caminé hacia la esquina. Dudó en seguirme, pero fue tras de mí. “¡Es el diablo!”, gritó, “mírenlo, es el diablo”. La gente se volvió para observarme. No pude evitar reírme. Aquel miserable me señalaba.
“¡Sólo vean sus ojos, el mal está en su mirada!”, siguió con su desmadre. Preferí ignorarlo. Tomé el celular y le marqué a Mariana. Venía retrasada, así que cambié el lugar de la cita. “¿Quién grita tanto?”, me preguntó ella. “Un pinche loco que cree que soy el diablo”, le contesté. Ella se carcajeó: “No manches, Roberto, ya te descubrieron”. Reí con ella y luego colgué. Hice señas a un taxi, pero me ignoró. ¿Será qué sí tengo cara de diablo?
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