No quiero ser un pesimista, pero lo he visto: Somos tan distraídos que no reparamos en la tristeza en los ojos de un niño, en esa melancolía que congela el alma...
Aquella niña es demasiado pequeña para entender que la Navidad no es como un comercial de televisión. Ella nunca tendrá la sonrisa perfecta de esos niños regordetes, ni tampoco los fabulosos juguetes que le causan tanta ilusión. Malibé cree que Santa Claus bajará por una chimenea inexistente. Malibé en realidad se llama Maribel, pero ella tan pequeña y frágil responde que es “Malibé” cuando le preguntan su nombre. La he visto despeinada, con sus tenis viejos y su pants demasiado sucios. Me la he encontrado algunas veces, siguiendo a su madre por los vagones del Metro mientras la doña grita “para que no pague su precio comercial, que es de 30 pesos”. Y supe que era “Malibé” cuando una señora amable le regaló un chocolate y le cuestionó “¿cómo te llamas, hermosa?”. Yo no sé mucho de esa niña, pero intuyo algunas cosas: No tendrá un invierno feliz, porque su madre no le regalará esa muñeca que camina. Y tampoco tendrá una gran cena de Navidad, ni romperá una piñata con sus hermanos mientras se abriga con una bufanda tejida a mano por la abuela. En cambio, se irá a dormir cansada mientras su madre baila reguetón con algún vecino y se emborracha como siempre. Malibé tendrá una Navidad como muchas que le esperan en el futuro. Y crecerá sin opciones, viendo telenovelas, con uno o dos padrastros que la acecharán como una presa mientras ella entra en la adolescencia. Y entonces ya será Maribel y dejará la escuela y sus pasos serán circulares, semejantes a los de su madre: se enamorará de un cretino, se embarazará muy joven y tendrá otra Maribel en miniatura. A lo mejor estoy siendo pesimista. Y Malibé crecerá rodeada de cariño y tendrá una historia fantástica y será abogada y viajará por el mundo. No, basta ver a su madre para darse cuenta que hay algo peor que ser un idiota: heredar la ignorancia que se ha acumulado.
Si no eres de esos tontos que caminan como si estuvieran huyendo, seguro que te habrás encontrado con el espejo de la tristeza: si tu mirada ha chocado con la de un niño desprotegido, reconocerás la melancolía. No hay nada más terrible que un niño cabizbajo. Así es Zeferino, ese pequeño traído a la ciudad desde un pueblo lejano. Y ese chavito es como un animal herido, acorralado, a merced de una ciudad que traga, que mastica y vomita odio con escandalosas arcadas. Zefe se limpia los mocos con las manos y yo me lo imagino enfermo, temblando de frío, hacinado en un cuarto con otras diez personas. El niño acompaña todos los días a su hermanita por los laberintos subterráneos y reparten papelitos de colores en los que alguien ha escrito que "venimos de Puebla y somos muy pobres, no tenemos para sembrar la tierra". Y algunos piadosos les regalan una moneda. Muchos ni imaginan que algún hijo de la chingada los explota, como a muchos otros niños, que los manda a pedir dinero y los aloja en cuartos miserables en los que amontonan sus miserias. Igual que a los pequeños que tocan un acordeón desvencijado desde hace años. Zeferino es un niño de pueblo, a merced de la maldad humana. Y él no irá a la escuela, ni jugará fútbol en el recreo, ni comerá un sándwich que su madre le preparará todas las mañanas. Zeferino nunca tendrá una bicicleta, ni viajará en avión y tampoco le regalarán un Max Steel en estas festividades. Ese pequeño caminará descalzo mañana, sentirá un poco de hambre, se le antojará el helado que vas comiendo y si eres observador notarás la fragilidad en su mirada. Quizá soy muy pesimista y a él le bastará con muy poco, con los abrazos de su madre, para sentirse bendecido. Quisiera creer eso. Pero lo imagino dormido como una mascota olvidada en el traspatio, mientras sueña que corre libre por los pastizales de un pueblo lejano. Zeferino es un niño cabizbajo, que camina quedito, que tiene los ojos negros y un futuro del color más trágico.
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Allá afuera hace frío. Y los autos transitan veloces. Todo mundo tiene prisa. Un aparador navideño resplandece sus novedades frente a mujeres fatuas que cargan bolsas de regalos. Hombres de portafolio caminan despreocupadamente, mientras un niño extiende la mano. Rara vez alguien les de una moneda. Y fomentan así ese circulo vicioso: cada moneda a un niño estará destinada, en gran porcentaje, al alcoholismo de sus padres. Como Malibé, igual que Zeferino, allá afuera habrá muchos niños sin Navidades felices. Y tú seguirás tu camino, te comprarás un smartphone con tu aguinaldo, cenarás pavo en Nochebuena, le darás un regalazo a tu pareja, te vestirás en Zara o en Pull & Bear o en Suburbia, eso no lo sé, y no creo que tengas mucho tiempo para reflexionar de verdad sobre lo afortunado que eres. Por mucho que maldigas a la suerte, por mucho que reniegues de tu empleo o de la escuela. En realidad no quiero ser un pesimista, pero lo he visto con mis propios ojos. Somos tan distraídos que rara vez reparamos en la tristeza en los ojos de un niño, en esa tristeza que congela el alma. Y allá afuera hay muchos Zeferinos, Malibés, Eusebios, un montón de pequeños tan huérfanos de cariño. Y muchos de ellos son castigados por la indiferencia. Y están a merced de un padre alcohólico que puede violentarlos cualquier noche. Y están bajo el manto de una madre que nunca se da cuenta de nada. Y el llanto de ese pequeño, y el miedo eterno, se confundirán con la grisura de su mirada. Así que no perderías mucho si la próxima vez que lo veas, que lo encuentres en el camino, le regalas un cochecito de veinte varos, una pelota de hule, un peluche de los que tienes arrumbados, cualquier juguetito que compres en la esquina. Yo sé que no solucionarás gran cosa, que puede ser un placebo para su miseria, pero al menos conseguirás que la dicha le pinte una sonrisa. Creo que hay que ser agradecidos con lo que nos ha dado la vida. Como suele decir Dante Guerra:
“Tuve una infancia de tempestades
y no vino a salvarme el Capitán Trueno.
Tuve lágrimas a escondidas
y llantos como gato de azotea.
Tuve miedo, tuve horrores
y monstruos bajo la cama.
Pero también tuve una madre
que era como una chimenea.
Y me acurrucaba con manos de artesana
para forjar en el fuego eterno
esta armadura que no ha perdido su blindaje.
Tuve noches de pesadilla y sudor frío
aullidos de bestias que me tragaban,
pero también tuve la suerte
de crecer protegido por un ángel de la guarda
algo distraído y pesimista,
pero dispuesto a trabajar horas extras”.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
Jueves 22 de Diciembre de 2016.
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