jueves, 14 de febrero de 2008

El amor es un hotel de paso

© Manual para canallas

Cupido es un niño regordete en las tarjetas de San Valentín. “Amor se llama el juego en que un par de ciegos juegan a hacerse daño”, sentencia Joaquín Sabina. Y los hoteles de paso se llenarán de hombres infieles y secretarias que andan con el licenciado que es casado. Y en todas las esquinas venden globos de corazón y ositos de peluche que nada saben de lujuria. En un motel no se hospeda la ternura. Una mujer llora en la semioscuridad mientras a su lado un hombre satisfecho y desnudo fuma un cigarrillo. No hay peor día para perder la virginidad que un 14 de febrero, en compañía de un tipo que eyacula demasiado pronto. En la radio suena una horrible canción que habla de abandonos. Desde la habitación contigua llegan gemidos obscenos. Aquella chica se cubre con una sábana tiesa que acumula orgasmos tiesos. Observa el condón usado, tirado en la alfombra junto a bolitas de papel higiénico, y un sollozo se ahoga en su garganta. Ni un “te amo”, ni una caricia tierna. Sólo palabras obscenas y aquel dolor en la entrepierna. Nunca olvidará esa tarde, en que se dejó llevar por esa pasión que ciega, por la amenaza de “me das una prueba de tu amor o ahí nos vemos”. Y recordará la angustia al entrar al hotel, los nervios por no saber qué hacer, la vergüenza por desnudarse frente a ese hombre que la mira de una manera que no presagia nada nuevo. Ya no será la misma, no podrá dormir tranquila. Y unas manos recorriendo sin tacto su cuerpo serán parte de sus pesadillas.

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“Si supieras cuanto te amo no me dejarías nunca” fue lo mejor que se le ocurrió a Julio César, así que lo escribió de su puño y letra en aquella tarjeta de corazoncitos. “Tú eres la luna que entra por mi ventana, el aire que respiro y esa estrella que ilumina mis sueños”, agregó sin reparar en la cursilería. Es lo malo de conformarse con escuchar canciones de moda. A él le pareció hermoso, sin embargo. Así que se peinó, se puso su mejor camiseta, y fue a buscar a Mónica Adriana a esa fiesta a la que él no estaba invitado. Justo cuando dio vuelta en la esquina, vio a la chica que salía, risueña, con un sujeto más grande que ella. “Eres un teto”, le había dicho días antes, “siempre estás estudiando y nunca quieres ir a las fiestas”, así que lo abrió con el argumento de que eran muy diferentes. “Pero Mony, yo te quiero, no me puedes hacer esto”, suplicó Julio. Ella lo dejó hablando solo y se fue con su amiga Liliana, que la esperaba con cara de hartazgo. Desde entonces no la había visto, pareciera que ella lo estaba rehuyendo. Lo que él no sabía es que un primo de Liliana ya estaba saliendo con Mónica. Así que se sorprendió cuando los vio besándose antes de seguir caminando. Su primera reacción fue alcanzarlos y reclamarles por ese dolor que le estaban causando. Prefirió observarlos a lo lejos, seguir sus pasos, escuchar esas risas que le parecieron burlonas. Quiso odiarla, pero el amor apendeja y pretendió que aquello no era serio. Cuando los vio entrar a ese hotelucho sintió vértigo y se arrepintió de no haberlos encarado. No había vuelta atrás. Se sintió miserable, maldijo a su ex novia y se sentó a llorar en la banqueta. Allí estuvo un buen rato. Una patrulla casi se detuvo al verlo, pero los policías siguieron su camino. Le hubiera gustado quedarse a esperar a Mónica para que viera sus lágrimas, para que se compadeciera de ese sufrimiento. Sabía que era inútil, así que rompió la tarjeta, se levantó y regresó a su casa. Se tiró en la cama, buscó respuestas en el techo, hasta que el cansancio lo venció y las pesadillas comenzaron a tomar formas más amables que el desprecio.

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Susana odiaba la canción que le cantaba su amiga Estephanía: “Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitito…”, pero la soportaba porque habían ido a la misma secundaria y a la misma prepa. Estephy, como le decían, siempre se burlaba de ella, aunque Susana la justificaba con la idea de que estaba re’loca y siempre ha sido muy divertida. Pero Estephanía en realidad la envidiaba. La amistad sólo era un pretexto. Envidiaba que sus padres no estuvieran divorciados, que usara mejor ropa que ella, que sacara mejores calificaciones y que, para colmo, su novio fuera guapo, entre otras cosas. En ella había germinado una relación de amor-odio: admiraba a su amiga, la quería, pero también detestaba que pareciera perfecta, que tuviera suerte con los chavos, que los maestros la felicitaran, y el simple hecho de que nunca dejara de sonreír. Susana a veces detectaba en Estephy actitudes que no le gustaban, como cuando le prestaba ropa y se la regresaba manchada, o esas ocasiones en que la hacía quedar mal de la gente con frases como “ay, eres una ñoña, tú eres de las que creen en el amor de manita sudada”. Pero nunca sospechó que le haría tanto daño. Cuando se lo dijeron no quiso creerlo. Una amiga común le comentó que había visto a su novio besándose con Estephanía y que luego se desaparecieron como una hora. Leonardo negó todo. Estephy clavó una daga que no esperaba: “Discúlpame, Susi, es que estábamos bien jarras, y nos besamos”. Le dio una bofetada. La cínica se enfureció: “Sí, idiota, ando con él y no sólo nos besamos, también me acosté con él porque tu eres una idiota que sólo lo haces perder el tiempo”. Susana se quedó muda, luego se encerró en el baño. A lo lejos escuchó cómo se alejaba Estephanía. El amor es un pescado con los ojos abiertos. Y siempre termina apestando.

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 14 de febrero de 2008

 

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