jueves, 5 de mayo de 2011

Señales de humo desde el infierno

© Manual para canallas

Max llegó y pidió una Corona sin siquiera saludarme, sólo asintió con la cabeza. Lo observé y supe que algo no andaba bien. Uno acaba conociendo mejor a los amigos que a la propia familia. Así que no me ofendí porque se guardó el apretón de manos. “¿Qué pedo, wey?”, solté con sutileza…

“Nada, nada”. Shales, ese cabrón parecía novia ofendida a la que le preguntas “¿qué tienes?” a sabiendas de que está molesta. “¿Y ahora qué te hizo tu vieja?”, suelo ser muy intuitivo. “Nada”, tomó la cerveza que le habían llevado y le dio un tremendo sorbo, “bueno, sí, ya me mandó a la chingada”. ¡Otra vez! “¿En serio? ¿Y ahora por cuantos días?”, fui sarcástico. Parecen chavitos de secundaria, que se enojan y se contentan, que se celan y se hacen chupetones en el cuello. “Creo que ahora sí es definitivo”, estaba más apesadumbrado de lo habitual, “conoció a un tipo por internet”. Clásico, siempre habrá alguien mejor que tú en algún lado, que sólo está esperando la oportunidad de chingarte a la vieja. “Te lo dije, una mujer que se llama Pamela sólo puede estar destinada a hacerte sufrir”.

 

Y sí, se lo había advertido. Pinches nombres zorrescos que les ponen los padres. Bueno, eso es un prejuicio, debo reconocerlo. Da lo mismo que se llame Casandra o Tamara e incluso Samantha. Una mujer está construida en serie y le insertan desde chavita el mismo chip que a todas. Por eso te miran con desconfianza e intuyen que lo único que deseas es llevártelas a la cama. Ya me imagino a las madres diciendo con tono serio “ya no hay hombres buenos, como tu padre”, aunque el culero de su jefe tenga un hijo fuera del matrimonio o aún frecuente a esa novia de la juventud que fue el-amor-de-su-vida. El caso es que Max, mi amigo, parecía apesadumbrado por su Pamela. Yo sabía que tarde o temprano uno de los dos iba a acabar destrozado. A Pamela me tocó verla ebria, coqueteando con algún tipo en una fiesta mientras mi amigo iba por los hielos. Tampoco era un comportamiento extraño en una tipa que trabajó como hostess en una cantina disfrazada de restaurante.

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Recuerdo que en una borrachera, Pamela me preguntó que si yo engañaría a su amigo. Puedo ser de lo peor, un pésimo hijo o un hermano poco solidario, pero hay códigos de honor que me gusta conservar intactos. “Nunca traicionaría a un amigo, ni siquiera por dinero o por viejas”, advertí. “Uy, pues que aburrido, no que muy canalla”, ella frotó su pierna con la mía. Chingaos, no es lo mismo ser un desmadre que ser un ojete. Aquella mujer podría ser el diablo, fumando con actitud estudiada y lanzando señales de humo, pero estaba demasiado buena la desgraciada. Eso sí, era maquiavélicamente cínica y muy segura de sí misma. También hubo una reunión en la que se dejó besar por una chica, en la cocina de mi departamento, y cuando se dio cuenta que las había visto se sonrojó un poco para luego reírse como tonta. En corto, minutos más tarde, trató de explicarme que ella no era bisexual ni nada parecido. “Conmigo no tienes que justificar nada”, atajé, “es a Max a quien estás acostumbrada a rendirle cuentas”. Me suplicó que no le fuera a contar nada a mi amigo. Claro que no le diré nada, “aunque sepa que lo amas porque tiene auto de año” y su padre es dueño de unas cuantas farmacias el-muy-avaricioso. Se ofendió cuando se lo dije, aunque sus besos siempre tendrán un precio. “Eres un idiota. Es más, has lo que quieras, ya no me importa”, estaba segura de que mi cuate le perdonaría todo. A mí me caga la gente chismosa, además de que mi amigo tampoco es un tipo muy honesto que digamos. Me consta que tiene suerte con las viejas y sale con dos que tres, aunque el jure que como-Pamela-no-hay-ninguna y crea estar enamorado. Para qué carajos se complican la vida. Por qué ese pinche afán de tener novia, de amarrarse a esquemas ya desgastados. Eso sí se lo repito a cada rato. Por qué esa necedad de reportarse por teléfono y estar cuidando que no te vayan a checar los mensajes de texto porque se arma un pinche drama. El punto es que Max se emborrachó prometiendo que no la iba a buscar y que cuando supiera quién era el otro wey lo iba a madrear. Aja y luego. Mis amigos suelen ser estúpidos. Yo sabía lo que seguía. Iría a buscarla, le haría una escenita y terminarían en el hotel. Ya había sucedido y seguiría sucediendo. “Ustedes dos acabarán casados”, traté de sonar apocalíptico. Y él muy imbécil me preguntó con esperanza: “¿Tú crees?”. Sonrió de una manera que me alarmó. Cada quien cava su propia desgracia. Bien dice Bukowski:

“Hay suficiente traición, odio, violencia,
necedad en el ser humano corriente
como para abastecer cualquier ejército…
y los que mejor odian son aquellos que predican amor”.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
5 de mayo de 2011

 

 

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