jueves, 26 de mayo de 2011

Encontrar figuras en las nubes

© Manual para canallas

Aquel niño era enfadoso y a mí me cayó gordo desde el principio. Hay días en que uno está insoportable y para colmo llega cualquier latoso a recordarnos que las cosas se pueden poner peor. El chamaco me dio una patada en el tobillo y yo giré para mirarlo con odio, con ganas de ahorcarlo un rato hasta que se pusiera morado…

Era el primer día de escuela y yo sentía que las vacaciones no habían durado nada. Mi madre me levantó tempranísimo, sin importarle que a mí ni me gustaba bañarme. De allí mi pésimo humor. Estábamos formados para los honores a la bandera. Y tenía que tocarme a mis espaldas el típico cabroncito que se la pasa chingando a todo mundo, el que patea las mochilas, el que le jala la trenza a las niñas, el que te exprime el boing en el recreo, el mamón que se siente mucho porque su mamá le manda regalos a los maestros cada cumpleaños. Muy peinadito, bien limpiecito, con sus zapatos impecables, pero con el pinche carácter malcriado de los hijos únicos a los que les cumplen todos los caprichos. Pues cómo no me iba a caer gordo el chamaco, si en lugar de cantar el Himno Nacional se la pasó cantando que “a todos les apesta la cola, como al de aquí adelante”. Y no es que me apestara la cola, porque hasta eso que me bañaba bien, pero a esa edad uno se ofende hasta porque le dicen “come torta con tu hermana la gordota”.

Así que en mi primer día de clases ya tenía un enemigo, aunque aún ni siquiera habíamos entrado al salón. Ya cuando dijeron “tercero A, avance” rogué a todos los dioses para que no me tocara cerca de aquel escuincle desmadroso. Y alguien allá arriba me escuchó, porque lo sentaron en una de las últimas filas. Y sin embargo, aquello no lo alejó de mí. Quizá ese cabroncito tenía un sensor especial para detectar a los que le convenía chingar. O quizá se daba valor porque notaba mi timidez, acaso mi fatal pinta de ñoño con lentes y de suéter remendado de los codos que además ya comenzaba a quedarme corto. A los tres días Jaime Rangel, que así se llamaba mi nuevo enemigo, ya había aventado mi mochila por la ventana trasera y me puso un letrero en mi banca que decía “soy un cuatrojos” y también me pegó un chicle en el cabello y tuvieron que pelarme casi a rape para que según no me viera ridículo. Y yo me veía en el espejo y me sentía el peor ridículo del mundo, con esas orejas que me parecían orejotas. Y yo ya odiaba a Jaime Rangel con ganas de que un día amaneciera enfermo y faltara a la escuela una semana. O que me enfermara yo, que me diera viruela loca o cualquier enfermedad que me pusiera en cuarentena. Pero nada de eso sucedió. Y Jaimito, como le decía la maestra consentidora, me siguió chingando. Hasta que un día un demonio de esos que siempre me han rondado me aconsejó en unos segundos que no hay mejor remedio que ponerse diablo.

>>>

Y aquella mañana no aguanté más. Jaime Rangel se pasó de la raya. La maestra salió, seguramente al baño o qué se yo, y el pinche chamaco fue hasta mi lugar y me hizo burla por no sé que cosa. Y le dije que no estuviera chingando, pero algo le dio valor y me quitó mis lentes de aumento y se me encendió la cara y algo me empujó a tomar el lápiz y que se lo encajo en la cabeza. Le arrebaté las gafas mientras él hacía una cara de espanto que se transformó en llanto. Y en eso que entra la maestra. Un hilillo de sangre discreto resbaló por la frente de mi compañero. La profesora preguntó qué pasó, pero comprendió de inmediato cuando vio el lápiz en mi mano. A él lo llevaron a la enfermería, mientras a mí me condujeron a la dirección. Me expulsaron tres días. A él le dieron una paleta como consuelo. Mi jefa me puso una chinga. A esa edad uno no está preparado para la crueldad y menos para que tu madre te diga “hijos de la chingada, con ustedes no voy a caber ni en el infierno”. Yo me sentía culpable. Y me deba terror regresar a la escuela y hubiera querido que esos tres días se volvieran eternos, porque sospechaba que la venganza de Jaime sería doblemente cruel que su hostigamiento diario. El viernes que entré al salón yo estaba tan nervioso que no quería ni levantar la cabeza del cuaderno. Pero todo fue distinto. Conforme iban llegando, mis compañeros me miraban con simpatía. Y las niñas que antes no me hablaban hasta me sonreían. Parecía que todos querían ser mis amigos. Después supe que los días que falté todo mundo habló de mi osadía. Había sido una hazaña enfrentar al más odioso del salón. Cuando entró Jaime me observó de reojo, evitó chocar con mi mirada. Y la mañana transcurrió con calma. Y en el recreo mis compañeros me invitaron a jugar futbol por primera vez. Cuando sonó la chicharra y regresamos al salón casi choqué con Jaime, pero el dio un paso atrás y capté su sobresalto. Comprendí en ese momento, que el idiota me tenía miedo. Pude haberme aprovechado de su temor, pero me quedé con la sensación de orgullo y siempre que pude lo encaré con la cabeza en alto retándolo a que me sostuviera la mirada. Los cobardes no están preparados para la seguridad en los ojos de otros. En realidad él también era un niño vulnerable, que se escudaba en el desmadre. Curiosamente, al final de curso, Jaime y yo nos convertimos en buenos amigos. Y a veces, cuando alguien de otro salón nos molestaba, uníamos fuerzas con otros como nosotros para enfrentarlos. Y los retábamos al futbol. Y siempre les ganábamos los frutsis congelados. Y de aquella época guardo algunos buenos recuerdos, como quien colecciona pequeñas alegrías en una cajita de cerillos:

“Les voy a contar un secreto.

En una cajita de fósforos
yo tengo guardada una lágrima,
y nadie, por suerte la ve.

Es claro que ya no me sirve.

Es cierto que está muy gastada...

Tal vez las personas mayores
no entiendan jamás de tesoros.

Basura, dirán, cachivaches,
no sé porqué juntan todo esto.

No importa, que ustedes y yo
igual seguiremos guardando
palitos, pelusas, botones,
tachuelas, tapitas, papeles, trapitos,
hilachas, cascotes y bichos.

En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.

Y las cosas no tienen mamá”.

Y sí, cuando eres niño te entusiasman las cosas más simples: una canción de moda, ganar en los videojuegos, encontrar figuras en las nubes, rodar en el pasto, que tu madre pida pizza para ver películas o comer nachos en el cine. Creo que me compraré un perro, para correr a su ritmo.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 26 de mayo de 2011

 

 

© Manual para canallas

No hay comentarios:

Publicar un comentario