jueves, 2 de junio de 2011

Placebos para la tristeza

© Manual para canallas

A Daphne nunca le gustó su nombre. Y siempre, como una especie de chiste gastado, bromeaba: “Me llamo Daphne por una maldición de mis padres”, aludiendo a las ferias de pueblo en que nunca faltaba la atracción de la mujer con cabeza de araña, a la que le preguntaban “¿y por qué estás así?”

Ella respondía: “Por una maldición de mis padres, porque nunca les hacía caso”. Ya lo ven, niños, deben obedecer a sus padres o una cosa parecida terminaba por decir. Cuando Daphne preguntó a su madre por qué le habían puesto ese nombre, le contestó que era porque su padre había viajado mucho y que le había encantado ese nombre. “Y agradece que no te puso Catherine”. Falso, en realidad, le puso Daphne porque le encantaban las series gringas. Lo supo por su tía Mariana, quien añadió “y le rogué para que no te pusiera Kelly”. Pinche consuelo. Pero el ser humano está viciado por naturaleza y repite patrones y no se cansa de cometer los mismos errores. Daf, como le dicen sus amigas, tuvo que interrumpir la universidad en el primer año porque se embarazó. Nada del otro mundo. Estaba enamorada de Brandon y un buen día se le olvidó tomar la píldora del día después. Cuando la madre se enteró puso el grito en el cielo. Y tuvieron que “arrejuntarse” en casa de ella.

Todo pintaba genial. O eso quería creer Daf, que amaba a Brandon. Porque su wey seguía en la escuela y en el desmadre y en las pedas de los viernes. Pero Daphne juraba que cuando naciera el bebé seguro que las cosas cambiarían. Y tuvieron una niña. Y Daf estaba fascinada, conmovida, por tener en sus brazos a esa hermosura. El padre lo tomó como si nada y se empedó tres días con la banda “porque no todos los días se tiene un hijo”. La bebé fue una bendición en aquel hogar en el que se respiraba matriarcado en cada detalle. Las hermanas de Daf eran las más felices del mundo y la abuela le compraba todo, desde pañales hasta la cuna. Ya le ponían un nombre a la bebé y al otro día pensaban en otro. Daphne quería que se llamara Beatriz, como la abuela. Sólo que Brandon impuso su voluntad y Daf le hizo caso a pesar de las protestas familiares. “Se va a llamar Meredith o Alison”, advirtió el padre. Y acabaron bautizándola como Meredith. Y aunque no estuvo de acuerdo, la abuela materna hasta hizo mole ese día y todos se tomaron fotos con aquella criatura envuelta en un ropón exagerado. Y esas fotos nunca perderán el brillo. Y el matrimonio se fue desgastando. Y un buen día Brandon se fue a la chingada. Y la Daf enamorada pasó a ser una cifra más en el conteo de abandonadas. Pero le quedó el consuelo, el placebo, de que la tristeza era más llevadera porque tenía una hija preciosa. Y un buen día, si la fortuna no dice otra cosa, Meredith conocerá a un Jonathan o a un Kevin y tendrán una niña llamada Britney. Y seguramente caminarán en círculos, como la abuela, el padre y la madre.

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“Me provocas tantos rayos y tormentas que no los puedo controlar. Y cultivo un par de cactus, que no funcionan como pararrayos. Mi habitación es un desierto sin más oasis que las noches en que te sueño”, escribió Adrián en aquella libreta en la que sobraban apuntes sobre la ausencia. De un tiempo a la fecha no dejaba de pensar en Nancy, a quien dejó porque le chocaba su manía de querer controlar todo. Ella le checaba su celular a escondidas, aunque él siempre se daba cuenta. O le llamaba a todas horas sólo para saber “¿qué andas haciendo?”. Y cuando él salía al coto con sus cuates, ni se diga. Nancy lo llamaba varias veces “sólo para saber a qué hora te regresas a tu casa”. El argumento de ella era que “me preocupa que te vayas tan tarde”. Esa mortificación era falsa. A ella lo que le inquietaba era que Adrián se fuera a fijar en otra, que la engañara. Allí no había confianza. Y cualquier día él se hartó. Y le pidió tiempo con el desgastado argumento de “no eres tú, soy yo”. A Nancy no le gustó nada la idea: “claro, seguramente que hay otra, pero no soy tu pendeja”. Y se largó indignada. Y Adrián sintió gacho, pero al mismo tiempo percibió algo de alivio. Un hombre acostumbrado a los labios de fuego no sabe distinguir entre la pasión y el amor. A la semana ya la extrañaba e incluso checaba a cada rato su celular por si había llegado algún mensaje que no había percibido. Nancy se prometió no llamarlo, nada de buscarlo. Y sollozaba en el silencio de su recámara y comía poco y no podía lidiar con la lejanía, pero se aguantaba las ganas de “perdonarlo”. Adrián recurrió a su estúpido orgullo: “un día me va a llamar”, presumía con sus amigos. Y los días se extendieron lentos, como una procesión hacia el campanario. “Hola. Te pido un favor, necesito los libros que te presté. ¿Cuándo puedes pasármelos?”, llegó un mensaje de texto de Nancy. Supuso Adrián que era un pretexto para verlo. Y quedaron de encontrarse. Y ella estuvo muy distante, apenas y lo saludó de beso en la mejilla. Él le entregó los libros. Se preguntaron lo habitual: ¿Cómo te va? ¿Qué tal la escuela? Adrián no supo lidiar con eso. Antes de que ella se fuera, le preguntó que sí ya lo había olvidado. Ella se hizo la digna: “Eso deberías preguntártelo tú mismo. Tu fuiste el que pidió tiempo”. Luego se marchó como si nada. Esa noche Adrián bebió más que de costumbre, encerrado en su cuarto. Y tomó la libreta de apuntes y registró su estado de ánimo:

“Esta pensión barata
en que me he hospedado
no tiene salida de emergencia.

Y me quemo en los desvelos,
me asfixio en el humo de tu ausencia.

El alcohol sólo aviva el fuego
y no gritaré mientras me alcanzan las llamas.

Seguro que las resacas las curaré con placebos.

Porque no hay remedios caseros
que alivien el vacío que
dejó tu nombre en este encierro”.

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 2 de junio de 2011

 

 

© Manual para canallas

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