jueves, 16 de junio de 2011

En nombre de la ausencia

© Manual para canallas

Mi tío Julián tomó mi mano y sentí al mismo tiempo su alegría y su desesperación: “Mis hijos, no saben el gusto que me da verlos, ahora sí me puedo morir en paz”. Y al poco tiempo cumplió su palabra…

Él murió una mañana tristísima, como son todas las mañanas en que alguien se va de tu vida para siempre. Recostado durante meses en su cama, debido al cáncer de médula ósea, el tío Julián veía las cosas desde una perspectiva distinta. Sin posibilidades de volver a caminar por las calles tantas veces transitadas, ni ganas de tomar el sol en el patio, cualquier visita le alegraba. Y le dio mucho gusto vernos y lloró de alegría mientras nosotros nos conteníamos las lágrimas. Yo le agradecí, con un nudo en la garganta, “por lo mucho que nos diste siendo niños, porque fuiste como un padre para nosotros”. Julián lloró como lo hacen los hombres buenos, “es que ustedes también eran como mis hijos, y saben que los quiero mucho”. Y luego sollozó “mis niños” y apretó mi mano con más fuerza. Ya no éramos unos niños, obviamente, pero él se aferraba a los recuerdos, a esas tardes de domingo en que iba a visitarnos. No era su obligación, pero se sentía responsable por el abandono de mi padre, de su hermano menor. Por eso fuimos hasta Durango, mis hermanos y mi madre, para darle las gracias al tío Julián por toda su bondad. Meses después moriría, dicen que en paz consigo mismo y a mano con Dios. Yo no puedo evitar, en vísperas del día del padre, recordar la última plática que tuvimos y sus bendiciones durante la despedida. “No sabes cómo le pedí a tu padre que me los trajera, que les avisara que quería verlos. Y no sabes cómo le rogué a Dios para que me lo cumpliera. Ahora sé que mi hermano no es tan mala persona”, me platicó el tío Julián mientras sus ojos anegados se posaban en los míos. Yo hubiera querido aclarar que mi padre ni siquiera se tomó la molestia de llamarnos por teléfono, pero no iba yo a derruir la esperanza del que fue como mi verdadero padre mientras fui un niño. Por cosas del destino Julián tuvo que volver a Durango, la tierra que lo vio nacer, y nos separamos. Pero conservo intactas las instantáneas de su cariño, de sus regalos de Reyes, las sonrisas de mis primos mientras convivíamos. Y también conservo intacta la promesa de no volver a Durango, la tierra que me vio nacer y que tanta tristeza me causa.

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Mi padre tocaba la guitarra en un trío y soñaba con grabar un disco. Mi jefe y sus dos amigos empezaron a emocionarse porque los invitaban a tocar en el festival del Día de las Madres, casi siempre en la casa de cultura de su ciudad. Y un buen día hasta tocaron en la pequeña estación de radio local, pero ellos se sentían como si los hubiera escuchado todo el país. Ya han pasado muchos años y de aquel tipo simpático no queda nada. Ahora lo ves de cantina en cantina, siempre ebrio, tocando por unas monedas o con tal de que le inviten un trago. El día que me lo encontré no lo reconocí de inmediato: pelo largo, descuidado y canoso, barba de varios días, aliento a azufre, tabaco y desilusión. Y encima, la guitarra ya llevaba varias composturas. Me aborrecí por no sentir pena y sí indiferencia. Así que opté por ignorarlo, pese a que era imposible sustraerse de su canto. Su voz sonaba como si toda la vida se hubiera alimentado con cucarachas. Y entonaba un bolero tristísimo de Javier Solís. Mientras yo sorbía un trago de ron, recordé cuántas veces maldije a ese hombre que un buen día le destrozó el corazón a mi madre. En honor a la verdad, perdí la cuenta el mismo día que mi madre me pidió perdón por haberme privado de un padre. Al contrario, respondí a esa mujer morena, “te agradezco que no me hayas impuesto un padrastro, a otro patán igual o peor que tu ex marido”. Y aquella tarde, con la lluvia como telón de fondo, lloré como si aún estuviera en el kínder y comprendí que siempre andamos cargando culpas ajenas, como si arrastráramos un cadáver para meterlo a la cajuela. Sí, eso es: andamos por la vida con temores, con inseguridad, mirando con desconfianza a todos, como si fuéramos parte de los Soprano, llevando un muerto en las espaldas. José Antonio se llama mi padre, pero me da igual que le hubieran puesto José Luis o Marco Antonio, porque no me significa nada. Con el paso de los años aprendí a convivir con su ausencia. Sólo me dejó rencor, que se fue transformando en indiferencia. Acaso me quedan unos cuantos recuerdos: lo veo acostado, fumando un Raleigh, mientras mi madre atendía a sus cuatro hijos. Lo veo sentado afuera, junto a la puerta, bebiendo caguamas, igual que si estuviera esperando a que el destino lo llevara a otros rumbos. Lo veo, desde mis pocos años, escapándose a vivir otra vida, a cohabitar con otra mujer que le aguantara lo irresponsable. Lo veo una noche, cayéndose de borracho, gritando para que lo dejaran entrar a ver a sus hijos, aunque en realidad sólo quería acostarse con mi madre. Lo recuerdo en plan estúpido, rompiendo el vidrio con el puño, sangrando con una tremenda herida en el brazo, mientras nosotros llorábamos asustados. Siempre fue una persona horrible. Y en ocasiones, en mis peores momentos, me identifico con él, acepto que me heredó su inmadurez, pero al mismo tiempo asumo que no me convertiré en el imbécil que él nunca dejará de ser. Lo juro por mi madre y también por mis hijos, que son lo más amable que tengo. Si algún día falto a mi promesa, espero que ellos me miren a los ojos y me lo demanden. Que así sea.

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Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 16 de junio de 2011

 

 

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