“Ando bien prángana”, le comenté a mi amigo Alex y él me respondió que “ya somos dos”. Estábamos en el segundo año de la universidad y las cosas no pintaban nada bien. Otra devaluación y un nuevo presidente con las promesas de siempre. En realidad éramos millones de pránganas...
Y lo seguimos siendo. Presidentes van y vienen, mientras senadores y diputados se dan la gran vida con el dinero ajeno, mientras nos tuercen con nuevos y ridículos impuestos. Ya tiene rato que nos condenaron a una depresión constante, cotidiana. Ya éramos pránganas, pobres desde que nacimos. Y aunque peleamos cada día y salimos a partirnos el lomo, todo indica que seguiremos siendo lo mismo, por los siglos de los siglos, amén. Y podremos tener algunas buenas rachas, un empleo más o menos decente, el sueldo estable y las quincenas eternas, pero tampoco es para sentirnos en bonanza. Siempre estamos pagando todo a crédito, en cómodas mensualidades: la computadora, el televisor y las vacaciones en la playa. Ni soñar con un crucero a las Bahamas, mucho menos con casa propia y tampoco con mandar a nuestros hijos a estudiar al Tec de Monterrey. Ni que fuéramos diputados o líderes de los ambulantes o junior de un síndico corrupto. Por eso jugamos al Melate, los miércoles de cada semana, o compramos un cachito de Lotería en el sorteo magno de septiembre, porque tenemos la esperanza de que un buen día la suerte nos haga un guiño y se ponga de nuestro lado. Pero mientras llega ese gran día seguiremos siendo los pránganas de siempre. Y maldeciremos las dos horas en transporte público, el chingado tráfico, el humor de nuestro jefe, las manías de nuestros compañeros de trabajo, el salario que no rinde, las horas que se hacen eternas y también el regreso a casa en un Metro que siempre va atestado. Y los que vendieron su voto, los que eligieron a Peña Nieto seguro que ahora mismo se estarán arrepintiendo, porque hagan lo que hagan no les alcanzará el sueldo. Y todos seguiremos siendo unos pránganas, por los siglos de los siglos, amén. A menos que el Melate nos favorezca con los números premiados. Mientras tanto, sería bueno que comenzáramos a poner antidepresivos en la sopa, no vaya a ser que empecemos a caminar como zombis, no vaya a ser que cualquier tarde nos atropellen por cruzar las calles con la vista en el pavimento o que nos den un plomazo por aferrarnos al celular o a los 200 varos en la billetera. Aunque pensándolo bien, ni siquiera creo que nos alcance para comprar el Prozac o el Dobupal, a menos que dejemos de comer carne en la semana y terminemos sintiéndonos aún más pránganas.
Mi bisabuelo era un campesino que no sabía leer. Y mi aunque mi abuelo aprendió a hacer cuentas, no le alcanzó la vida para dejar de ser un prángana. Mi padre también fue un prángana, pero ese culero no cuenta. Mi madre fue una niña pobre y sin muñecas, pero siempre tuvo mucha fe y unas ganas tremendas de cambiar su destino. Y la vida le puso pruebas tremendas y ella nunca dejó de trabajar aunque se quejara. Y nos dio una herencia tremenda: esas ganas de no dejarse arrollar por la mediocridad. Y aquí seguimos, luchando, levantando la voz, maldiciendo pero sin cruzar los brazos. Nacimos siendo pránganas, siempre jodidos, así crecimos y fuimos madurando. Seguiremos luchando y tal vez no dejaremos de ser pránganas, viviendo al día, acumulando deudas, sin margen para ahorrar, pero con la dignidad intacta. Tal vez a fin de quincena nos sentiremos más pobres que la clase media, pero cerraremos los ojos antes de dormir y pensaremos que mañana será un mejor día, aunque no lo sea. Debería haber antidepresivos para la esperanza y mezclarlos con la sopa de fideo, aunque dejáramos de comer carne un día a la semana. No es con afán de ofender, como ya lo habrán entendido, pero siempre hemos sido unos pránganas. Justo ayer recordaba cuando mis amigos en la universidad se cooperaban para las tareas o para ir a comer a las tortas de la esquina, porque entonces como ahora decíamos que andábamos bien pránganas. Uno que más quisiera que ser optimista, pensar que cualquier día nos sonreirá la fortuna, que haremos el negocio de nuestra vida, que el destino jugará en nuestro equipo o que los políticos al fin velarán por nuestros intereses, pero todo eso suena a quimera. Y encima el clima no ayuda, hay desastres por todos lados, el agua ahoga los ánimos de los más pránganas. Siempre hemos sido abandonados a nuestra suerte, los que menos tenemos, los que no vacacionamos en las Bahamas, como bien cita Dante Guerra:
“Cuando éramos niños de barriada,
siempre caminábamos sobre el lodo,
para ir hasta la casa de la abuela.
Y en nuestra cocina había goteras
y escaseaban las provisiones.
Merendábamos bolillos con café de olla,
mientras la tele nos alimentaba el antojo,
con sus comerciales de chocolate humeante
y los panqués cubiertos de merengue.
Cuando éramos niños crecíamos
rodeados de humedades en las paredes
y perros flacos en el traspatio.
Cuando éramos unos chamacos
queríamos que llegara el domingo
para jugar en el equipo de la cuadra
o volar papalotes coloridos
y olvidar por un rato la miseria”.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
Jueves 19 de Septiembre de 2013.
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