"Los locos comunes, ordinarios, estamos condenados a vivir con el olvido; estamos sentenciados a la fiebre de las novias imaginarias y el fantasmal tacto del deseo durmiendo a nuestro lado" |
Hay locos fantásticos y también locos ordinarios. Algo así decía un escritor o un pintor de esos que tienen facha de excéntricos. Yo no sé qué clase de lunático soy, pero debo ser muy distraído porque se me olvidan los nombres, confundo las caras, pierdo las llaves a menudo y siempre me enamoro de las mujeres más imposibles...
Desde que tengo uso de memoria mi comportamiento ha sido un tanto extraño. Debo aclarar que yo no era de esos chavitos que tenían amigos imaginarios o que resolvían paradigmas matemáticos. No, a lo más que llegaba era a tener novias imaginarias. Por eso creo que más bien yo soy un loco ordinario. Cuando era chavito la más linda de mi clase, la hija del tendero y hasta las hermanas de mis amigos eran mis novias. “Ahí va mi novia”, pensaba cuando las veía pasar. Ellas ni se daban por enteradas, pero yo tenía su retrato en la bitácora de mis desvelos. Y como buen loco ordinario me inventaba aventuras a su lado. Sí, caray, así de loco ordinario era yo: no tenía amigos, sino novias imaginarias. Y les hablaba en silencio de los atardeceres, mirando las nubes, de escaparnos en trenes sin destino. Y también la maestra de educación física me traía de un ala. Yo la veía sonriendo con otros maestros o tocando a alguno de mis compañeros para corregirles un ejercicio y me moría de celos. Maribel se llamaba la desdichada. Pero la olvidé pronto, como se olvida a las ingratas que no te hacen caso. Sucedió la tarde en que me enamoré de Melissa. Ella apareció de la nada, como suceden las cosas que valen la pena. Melissa era la hermana menor de doña Estela, que vivía en la misma vecindad que nosotros, y estaba recién desempacada de Guadalajara. Ella era hermosa, de esas mujeres que te cambian la vida: ojos aceitunados, cabello largo, piernas kilométricas y aquellos pechos fabulosos que hacían juego con su brevísima cintura. Desde que la vi se convirtió oficialmente en mi única novia. Por supuesto que ella ni se lo imaginaba, pero es que así solemos ser los locos ordinarios: nos da por expropiar todo, hasta donde alcanza nuestra vista. Melissa tenía unos 21 años, pero a mí eso no me importaba porque en mis sueños a su lado yo no parecía tener los 11 que aparentaba. Y también en mis sueños ella me besaba con la ansiedad de las enamoradas, sí, con la misma urgencia con la que solía decirme “Oye, Betillo, no seas malito y ve a la tienda a traerme detergente”. Y no corría, me salían alas. Me sugería que me quedara con el cambio, aunque yo me hubiera conformado con besos en la mejilla. Pero como nunca sucedía, sólo me sentaba un rato a su lado, mientras ella lavaba su ropa y contaba que extrañaba Guadalajara, porque “aquí no tengo amigas, me la paso encerrada”. Hasta que una tarde me animé a decirle que no se aburriera, que “el día que quieras te invito al cine”. Melissa soltó una carcajada, pero observó mi confusión y corrigió: “Sale, pero tú me cuidas porque sino no me dan permiso”. Yo me puse a ahorrar mis “domingos” para llevarla al cine y dispararle lo que se le antojara. Dejé de comprar cómics y gastar en tonterías. Así solemos ser los locos ordinarios cuando nos enamoramos.
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Los locos comunes, ordinarios, nos enamoramos como enfebrecidos. Lo supe desde que conocí a Melissa. Y lo ratifiqué el día que la vi casi desnuda. Fue una noche de esas que perviven en la memoria, por los siglos de los siglos, amén. Mi madre vendía quesadillas afuera de la vecindad y un sábado me mandó a dejar un pedido con doña Estela. Como dejaban la puerta emparejada, me metí literalmente hasta la cocina: “Doña Estela, aquí están sus quesadillas”, avisé sin que nadie respondiera. Justo dejaba el plato en la mesa, cuando apareció Melissa saliendo del baño, en ropa interior y con una toalla en la cabeza. Me saludó como si nada: “Hola, Betillo, ¿qué andas haciendo?”. Yo me sonrojé y apenas pude murmurar que “vine a traer lo que pidió tu mamá”. Ella siguió su camino hacia la recámara, dándome la espalda e inclinando la cabeza ligeramente para secarse el cabello. “Ok, allí déjalo y dile a tu mami que muchas gracias”, indicó antes de meterse a la recámara. Yo salí cambiado para siempre, como los locos comunes, ordinarios. No me podía sacar de la cabeza la imagen de Melissa, más hermosa que nunca. No podía olvidar las redondeces de sus senos, el aroma de su piel húmeda y aquel trasero contundente. A mis casi 12 años me había enamorado como lo hacen los mayores, con el deseo en la entrepierna y la ansiedad en el costado izquierdo. Pero como suele pasarle a los locos comunes, los sueños se me volvieron en contra. Melissa comenzó a salir con un sobrino de su padrastro. A mí me rompía el corazón cada que el Mustang de aquel idiota se estacionaba afuera. A mi me parecía un cretino que no respetaba a las mujeres ajenas, pero ella pensaba la contrario porque salía muy sonriente, guapísima con sus vestidos cortos y sus zapatillas de tacón alto. Como buen loco ordinario yo maldecía al cielo, pero no dejaba de soñarla. Hasta que me prometí olvidarla, confinarla en las mazmorras de la indiferencia. Así que la siguiente vez que Melissa me pidió algún favor le respondí que “no puedo, ya me se hizo tarde y tengo que ir a ver a mi novia”. Ella puso los brazos en jarra y me ofendió sin pretenderlo: “Ah, ¿ya tienes novia? Primero aprende a lavar tus calzones, jajajaja”. Hice un mohín de disgusto y desaparecí de su vista. Igual que ella desaparecería de mi existencia después, cuando se fue a vivir con el novio. Su madre le contó a mi jefa que “se salió con la suya la pinche escuincla”. Ya nunca volví a ver a Melissa, pero me dejó su imagen nítida saliendo semidesnuda del baño. Y también me dejó muchos sueños húmedos en la pijama. Aún la tengo presente, como a un poema de Nicanor Parra:
“Hoy es un día azul de primavera,
creo que moriré de poesía,
de esa famosa joven melancolía.
No recuerdo ni el nombre que ella tenía.
Sólo sé que pasó por este mundo
como una paloma fugitiva.
La olvidé sin quererlo, lentamente,
como todas las cosas de la vida”.
Así solemos ser los locos comunes, ordinarios, condenados a vivir con el olvido, sentenciados a la fiebre de las novias imaginarias y el fantasmal tacto del deseo durmiendo a nuestro lado.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
Jueves 5 de Diciembre de 2013.
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