jueves, 11 de septiembre de 2008

Como un maniquí de Suburbia

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“Mírame a los ojos y díme que ya no me quieres”, me retó Monserrat. “No te puedo mentir, lo nuestro ya fue”, clavé mis pupilas en las suyas. El siguiente movimiento ya lo esperaba, así que levanté el brazo izquierdo y detuve su mano a unos centímetros de mi cara. Hizo un puchero y antes de que soltara el primer sollozo la abracé. “No empeores las cosas”, traté de calmarla. “Es que nunca me quisiste”, reclamó como lo hacen todas las mujeres que crecieron viendo telenovelas. Luego de dos años se perdió la emoción, se agotaron las noches de sexo, se extinguieron las caricias tibias. Monse, como le decían sus amigas, se empeñó en triunfar en la televisión. Y cada vez llegaba más cansada o tenía llamado a las dos de la mañana. Decía que me adoraba, pero en realidad era una diosa de sí misma. Al principio su entusiasmo me contagió. Ella era compañera de mi hermano en la escuela de actuación y la conocí en un cóctel que hicieron para celebrar una obra de teatro. “Me gusta la manera en que escribes, está tan llena de pasión” o algo así me dijo. Yo venía saliendo de una relación muy conflictiva y no caí en el juego de los halagos. Sólo agradecí y me marché tras tomarme unas copas de vino blanco. Un par de meses después me mandó decir con mi hermano que me esperaba en su fiesta de cumpleaños. Como no me interesó, Claudio me insistió un par de veces. “Creo que le gustas, porque siempre me pregunta por ti”, aclaró mi carnal. Yo tenía dos opciones: o me iba a beber con mis amigos al lugar de siempre o acudía a la reunión de Monserrat, así que opté por esto último. De pronto me da por traicionar a mis rutinas. No llevé regalo, me disculpé y ella soltó una frase común: “El mejor regalo es que hayas venido”. Aquello era más aburrido que una convención de jóvenes cristianos. Estaba a punto de irme cuando Monserrat me tomó del brazo y me confesó que cuando me conoció se enamoró de mi a primera vista y que sólo conocía algunas de mis historias, pero que desde entonces no deja de leerme. “Y me pone muy caliente y hasta he soñado contigo”, siseó con voz ebria. “Mira, no me importa si quieres andar conmigo o si no te enamoras, sólo quiero acostarme contigo”, añadió. Reí divertido. “Ya estás ebria, mejor hablamos después”, le dije. “Nooo, no te ríasss, no seasss tonto” y ella también se río. Pude hacerle el amor como si fuera el hombre de su vida, pero conozco a las mujeres que no saben beber y sé que al otro día son atormentadas por los remordimientos y se mueren de pena y no se explican cómo es que se atrevieron a desnudarse frente a ti. Salí de allí con la promesa de que la invitaría a salir cualquier día. Mi hermano ni cuenta se dio de cuando me fui. Llegué a mi casa maldiciendo a mi conciencia, que siempre me aconseja las cosas más estúpidas. Digo, seré un idiota pero sé reconocer cuando una mujer es un mapamundi de deseos.

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Sólo me acordaba de Monserrat cuando veía a mi hermano y me decía el consabido “te manda a saludar ya sabes quien”. Hasta que llegó el día de mi cumpleaños y mis amigos me celebraron en una cantina que frecuentábamos. Monse acompañó a mi hermano y a su novia. “Tú díme en dónde y cuántas veces quieres tu regalo” me sonrió ella con coquetería cuando ya estábamos ebrios. Amaneció en mi cama y así comenzó todo. Al poco tiempo se mudó a mi departamento. Al principio era novedoso y tenía su magia. Luego ella empezó a hacer pequeños papeles en programas como Lo que callamos las mujeres y cosas así. Era hermosa, pero no lo suficiente como para protagonizar una telenovela, aunque ella creía que sí. Se obsesionó tanto que sólo hablaba de eso, del día en que sería famosa y los fotógrafos la seguirían a todas partes. Empezó a dormir con mascarillas, con el argumento de que “mi cara es mi instrumento de trabajo”. Ya casi no salíamos y hacíamos el amor muy de vez en cuando. El tedio anidaba en nuestras almohadas.

“El agua apaga el fuego
y al ardor los años,
amor se llama el juego
en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño...

Y cada vez peor
y cada vez más rotos
y cada vez más tú
y cada vez más yo
sin rastro de nosotros”

Cantaba Joaquín Sabina mientras yo escribía hasta la una de la madrugada. A veces cuando ella llegaba tarde, trataba de no hacer ruido y se metía con sigilo en la cama. Al principio la abrazaba y juntaba mi cuerpo al suyo, que me encantaba. “Duérmete, cielo —porque me decía cielo, para acabarla de joder—, no empieces, porque tengo llamado a las 8 de la mañana”. Ya después, cuando me harté de sus obsesiones, le daba la espalda y me hacía el dormido. Hasta que nos convertimos en dos inquilinos de la indiferencia. Nuestros horarios eran tan dispares que a veces ni nos hablábamos por teléfono. Cuando se le descompuso el automóvil y tuve que ir por ella durante un par de semanas me harté. “No me importa la hora en que salgas, sino las horas de sueño que me robas”, le reclamé. Ella se indignó. No me dirigió la palabra como en un mes. Aún así, nos soportamos como medio año más. Hasta que le dije que era mejor que cada quien siguiera los consejos de su asesor. Como a mí no me gobierna la razón, sugerí que termináramos de la mejor manera. Lloró y reclamó que nunca la había amado. No era fácil renunciar a ese cuerpo casi perfecto, ni a la manera en que enloquecía ella en la cama, pero a últimas fechas un maniquí de Suburbia hubiera sido mejor compañía. Cuando se marchó me dejó una carta llena de rencores y una frase contundente: “Pero un día te darás cuenta de tu error y ya será demasiado tarde”. Nunca es tarde para huir de una mujer que te olvida mientras está contigo. Yo sólo extraño la manera en que decía mi nombre mientras alcanzaba el clímax. De vez en cuando la recuerdo, pero sólo es eso: un recuerdo que pronto se volverá olvido. Y yo tengo suficientes motivos para no cortarme las venas: libros de poesía, noches de sueño, un puñado de amigos, las canciones de Duncan Dhu, madrugadas sin celos, un espejo que me dicta verdades, historias por contar, noches de ron y tabaco, amaneceres sin resaca, un libro por escribir y esta lucha de todo el tiempo para sentirme menos imperfecto o no tan vulnerable.

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 11 de septiembre de 2008

 

 

1 comentario:

  1. wow la verdad me gusta mucho tu columna la leo siempre quepuedo encuentro en ella un punto de coincidencia con mi vidajajajaj bueno espero que sigas escribiendo asi por que el manual para canallas es toda una obra maestra

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