jueves, 8 de diciembre de 2011

Cicatrices en la memoria

© Manual para canallas

A la décima inyección ya no sentía nada. Tenía fractura de clavícula, un par de costillas rotas, el brazo enyesado y algunos tornillos uniendo lo que me quedaba de tobillo. Sin embargo, me incomodaba más aquel semi silencio en el hospital…

A lo lejos escuchaba a un anciano quejarse, a una señora que taconeaba de manera grosera en busca de un doctor, a un vecino de habitación que no dejaba de echarse pedos. Es lo malo de no tener varo, que hasta para morirte lo tienes que hacer en compañía de algunos desconocidos. Yo no iba a morir, desde luego, pero me sentía al borde del precipicio. Allí se estaba igual de solo que en la penumbra de tu cuarto. El primer día me visitaron mis hermanos y mi madre. La segunda noche los dolores me hicieron compañía. Alguno de mis compañeros de trabajo pregunto por mi estado de salud. Llegaron un par de amigos, pero se asustaron de encontrarme tan jodido y tuvieron la decencia de no comentarme nada. La novia que tuve hasta una semana antes del accidente quiso entrar a verme, pero ya había dejado instrucciones para que le prohibieran el acceso. Me hubiera gustado perdonarla, pero alguien que dice ser la mujer de tu vida no acepta un trabajo en la frontera. Tal vez Miriam necesitaba huir de mí, de mis obsesiones, de mis escasas ambiciones. Sería que yo estaba endiosado con mis sueños de poeta. Total que no la dejé entrar y tuvo que largarse sin despedirse. Ella regresó un año después, convencida de que me amaba. Yo ya me había repuesto de sus ausencias, de la hemorragia interna, y mis huesos habían soldado aunque me quedé con un par de dedos igual de torcidos que las patas de un cuervo. Sí, la amé con locura y me fascinaba en la cama, pero no estaba dispuesto a que cualquier otro día se largara. Soy tan miserable que hasta me regocijé con su fracaso. En su ausencia, un primo de Miriam se encargó de contarme que el wey que la mandó llamar de la sucursal en Tijuana no se había fijado en su talento, sino que la conoció en una convención y confiaba en enamorarla. Cuándo Miriam se dio cuenta de que sólo la buscaban por sus nalgas, prefirió perder el empleo y se regresó con todo y mudanza. Tuvo que pasar un año para entender cuánto me amaba. Demasiado pronto para volver y muy poco tiempo para arrepentirse. Hace mucho que no pensaba en ella, pero hoy me asaltó la voz de los Pettinellis, que cantan:

"Enfermera no la deje entrar
no haga más cruenta esta enfermedad.

Con este cáncer ya no puedo más
de a poco me hundiré en la soledad".

Ahorita lo único que lamento es no haber escuchado esa canción cuando estuve convaleciente, porque hubiera mandado poner un altavoz en la entrada de aquel hospital. Igual y varios pacientes estarían de acuerdo conmigo. Igual y otros me odiarían por recordarles lo miserable que era su existencia.

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Ha pasado el tiempo y aún hay cicatrices en la memoria. Cuando el auto volcó no sentí nada, ni miedo ni algo parecido; tampoco mi vida pasó por mi mente en cuestión de segundos. Sólo escuchaba el crujir del metal y sentí los pedacitos de vidrio resbalando por mi cara. No duró mucho, de eso estoy seguro. Desperté en la ambulancia. Nadie intentó calmarme, porque comprendí todo en cuanto abrí los ojos. Han pasado los años y tardé mucho pagando las deudas contraídas, por eso que los peritos llamaron "daños a las vías de comunicación". Una cantidad grosera de dinero que pedí prestado para solventar el pago del asfalto, una señal de tránsito y no se qué tantas tonterías que me habían endosado. Mi coche no tuvo arreglo y terminó como chatarra. Ha sido lo más cerca que he estado de abandonar este mundo. Pero no quiero sonar dramático, porque la neta es que el cinturón de seguridad evitó mayores daños. Nunca sentí que me iba, ni vi una luz al final del túnel, como tampoco me encomendé a los dioses ni pensé en mi madre. Aquello sólo era la factura que me pasaba mi soberbia. Como todos los borrachos que manejan, me sentía invulnerable, confiaba en mis capacidades. Sólo los pendejos chocan, me decía mentalmente al tiempo que aceleraba. Así pasa cuando bebes: te crees invencible, eres arrogante y presumido aunque en el fondo seas un fracasado. Mi mayor empresa he sido yo mismo. Y tengo muchos puntos vulnerables. He invertido en mi intelecto y eso no me ha dado grandes ganancias. Desde que destrocé mi auto y mantuve intacto mi cerebro, decidí que lo mejor era beber sin manejar, así que siempre que me emborracho me arriesgo a subirme a un taxi. Al menos no me estrellaré contra gente inocente. Sería un hipócrita si asegurara que ya no bebo o que mi corazón es un huerto de metáforas. No, al contrario. Cada vez me emborracho con más desesperación. Las ausencias han sido curadas, pero me queda esta soledad que nada sana. Y canto con voz ebria esa canción que me hace recordar:

"No vuelvas nunca más al hospital
son tus visitas las que hacen mal.

Si son amigos no quiero ni hablar
de cosas que amo y que me hacen odiar.

Le pido a ella que no piense en mí
si alguna vez me tocara morir
si alguna vez me tocara morir
yo le pido a ella que no piense en mí".

manualparacanallas@hotmail.com

Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 8 de Diciembre de 2011

 

© Manual para canallas

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