La mujer de mi padre es un poco extraña. Bueno, en realidad es muy extraña. Casi no habla, sólo me mira a hurtadillas, con el rabillo del ojo. A mí eso no me incomoda, lo que realmente me saca de onda es que me ofrece una cerveza a las diez de la mañana…
Supongo que es mera cortesía, porque una chela es justo lo que le sirve a mi jefe. Y José Antonio toma la bebida con una naturalidad estúpida. "Salud", me dice. Yo no hago el menor esfuerzo por responder a su gesto y solo miro mi vaso con agua. "Mire hijo", mi padre siempre me habló así, de "usted", "lo mandé llamar porque necesito hablar con usted". Eso ya lo sabía, pero él es un tipo muy básico y ordinario. "Ya estoy viejo y no creo aguantar mucho", siguió con los lugares comunes, "así que antes de irme tengo que resolver muchas cosas". No mames. Como si esto fuera una película del tipo "Asuntos pendientes antes de morir". José Antonio ni siquiera me mira a los ojos, parece un tanto ausente. No sé qué chingados le atormenta o si el cura le sugirió que buscará el perdón, pero a mi sus palabras me parecen huecas, vacías, como un mero trámite que debiera cumplir. "Yo ya estoy muy mal y solamente quiero irme en paz", añade como si fuera un libreto memorizado. Entonces él da otro sorbo a su cerveza, reclinado cómodamente en ese sillón con manchas de borracheras pasadas. Yo estoy frente a él, tentado a sacar un cigarrillo y con ganas de estar en otro lado. Pero él siempre ha sido manipulador, así que no me extraña que tome una actitud dramática. Pero la cerveza en la mano delata su cinismo. "Yo sé que no he sido un buen hombre", dice con su voz rasposa de tantos años de alcoholismo, "pero usted no sabe por lo que he pasado". Sí, cabrón, supongo que has sufrido mucho, asiento mientras recuerdo que han transcurrido décadas desde que nos abandonó para irse con su amante. "Mi vida no ha sido fácil", agrega como si eso lo eximiera de todo mal, "los remordimientos me han perseguido siempre". No resisto más y enciendo un cigarrillo. No estoy cómodo allí. Su mujer se apresura a traerme un cenicero. "Pero estoy tranquilo porque usted y sus hermanos han sabido salir adelante", ese tipo extraño no deja de hablar. Yo lo interrumpo para aclararle que "somos el legado y el reflejo de mi madre". Ni siquiera debo remarcarle qué clase de mujer ha sido Alicia. "Claro, claro, eso ya lo sé. Su madre siempre fue una gran mujer". Cuando intento dejar las cenizas alcanzo a leer la leyenda "Cantina La Victoria" en el cenicero. Que cagado, no puedo evitar una sonrisa, "La Victoria", una cantina para los derrotados de antemano.
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Cuando reacciono, José Antonio sigue hablando sobre "esos años en que tanto los extrañé, pero ya era muy tarde para buscarlos cuando me di cuenta de que la había regado". Vaya, qué se puede esperar de un culero que se roba los ceniceros de las cantinas. Qué se puede esperar de un tipo que se larga con el segundo frente y deja de pasarnos pensión durante años. Qué se puede esperar de un imbécil que siempre se olvidó de la fecha de mi cumpleaños, que nunca me llamó para felicitarme o para preguntar si se nos ofrecía algo. Qué se puede esperar de un extraño que ni siquiera en Navidades brindó por nuestra ausencia. Pero él insiste en que "ha sido muy duro para mí vivir con esto". Yo lo quiero es largarme de allí. Mi padre tiene abundante cabello, demasiadas canas, una barba áspera de tres días y usa esa camisa triste que luce exageradamente arrugada. Además, su mirada es la de los hombres que no han sabido ser buenos; y lo que más me perturba es que tiene demasiados rasgos semejantes a los míos, como esa manera de entrecerrar los ojos. "...yo no espero que me entiendan, porque a veces ni yo mismo me entiendo", José Antonio se acerca más a esa parte culminante en que dirá "tampoco pretendo que me perdonen" o algo así. Pero en lugar de eso me dice "le mandé llamar porque quiero pedirle un favor". Vale madres. Seguro me va a pedir dinero o algo a cambio de su "sincero arrepentimiento". Enciendo otro cigarrillo, aspiro, exhalo. "¿De qué se trata?", cuestiono. "Bueno, si se puede, claro, no quiero que se sienta comprometido", el cretino todavía se atreve a poner a prueba mi paciencia. "Por cierto, usted se ve muy bien, se nota que la vida lo ha tratado muy bien". Pendejo, como si crecer sin un padre fuera un campamento de verano. Al grano. Como no encuentra respuesta a sus comentarios fuera de lugar, me pide el favor por el que me mandó a llamar: "Necesito que se haga cargo de su medio hermano". ¡¡¡Queeé!!! Este wey está bien pendejo. Justo en ese momento giro la cabeza un poco y la mujer de mi padre sale de la recámara con alguien tomado de su mano diestra: es un enanito, vestido con un smoking rojo, de presentador de circo, y un sombrero de mago que le queda demasiado grande. Lo alarmante es que su cabeza es idéntica a la de mi padre, con las canas, el cabello largo, la barba resacosa, la sonrisa cínica...
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Y es entonces que despierto agitado, con sobresalto. Pinches sueños absurdos. Es lo malo de pasar por una mala racha, que tus ansiedades se confabulan, que tus miedos se acentúan y te da por tener pesadillas estúpidas. Mi padre ya ha sido un fantasma recurrente en mi vida como para que todavía el cabrón se atreva a poblar mis sueños. Será que la pinche temporada navideña me pone mal. Será que cada que una mujer me hace perder el rumbo, soy el tipo más inestable todas las madrugadas. Será que mi padre está pensando en llamarme. Será que José Antonio no tarda en morir y de buenas a primeras me avisarán que será velado en una funeraria a la que no pienso asistir. Será que esa jodida ausencia me ha arruinado toda la vida. Será que la humildad me está cercando y estoy aprendiendo a querer perdonar a mi jefe. Será que los dioses más bipolares me están asesorando. Será que soy el reflejo de mi padre y me niego a aceptarlo. Será que acaba de pasar mi cumpleaños y recordé la ausencia de pasteles y regalos. Será que una parte de mí está construida con rencores. Será que tal vez, sólo tal vez, mi padre alguna vez soltó una lágrima pensándome. Será, acaso, que su guitarra quedará huérfana de lamentos y borracheras. Será que mientras los truenos azuzaban mis miedos, mi padre me recordaba. Será que a lo mejor yo acabaré un día como él, con más deudas que herencia, sepultado en el olvido y en el rencor de los que no he sabido querer. Será que tal vez ya sea hora de perdonarle.
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Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 1 de Diciembre de 2011
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