Hay gente hábil para tejer sombreros de palma. También conozco tipos que arman rompecabezas en tiempo récord. Y están las amas de casa que hacen milagros con 100 pesos diarios. O estudiantes que resuelven teoremas que a mí me resultan indescifrables…
Hay personas que nacieron con algún talento: el chico que toca la guitarra como si fuera una extensión de sí mismo; la chava que canta como si en ello se le fuera el alma; el señor que arregla un coche sin que le sobren piezas; el obrero que supera en conocimiento al ingeniero; aquel maestro que domina cuatro idiomas o el chaval que juega futbol mejor que en el PlayStation; y la señora que cocina con un sazón superior al de la abuela; el niño que se sabe de memoria la capital de todos los países. Y yo sólo tengo una habilidad, que además he perdido con el paso de los años: mentir todo el tiempo.
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“Te juro por Dios que yo no fui”, lloraba para convencer a mi madre y no tanto por los golpes recibidos. No sé si fue mi primera mentira, supongo que no, pero mi jefa me creyó porque supuso que nadie resistía el dolor de su castigo. Yo había roto el vidrio de casa de la portera. Nadie me vio, pero lo intuyeron. Y aunque mi madre me creyó, aún así nos corrieron de aquella vecindad. Y yo me sentí culpable, aunque sabía que de no haber mentido la paliza hubiera sido tremenda. Desde entonces se me hizo un hábito engañar a los demás. Y se fue convirtiendo en una bola de nieve, difícil de parar, imposible de evadir. Cuando la maestra de biología me reprobó yo inventé que me tenía mala fe. Y para redondear el engaño, pasé el examen extraordinario con ocho de calificación sin que nadie se diera cuenta de que usé un “acordeón”. Igual pasó el día que me emborraché por primera vez: “Es que tú no sabes lo que yo siento, lo terrible que ha sido crecer sin un padre”, justifiqué ante mi madre. Ella lo creyó verdadero y lloró conmigo, sin sospechar que mis lágrimas eran de culpabilidad. Y por años seguí inventando la peor mentira para embriagarme: es que he sufrido tanto. Maldito conmiserado. Desde el primer día tuve que decirle la verdad a mi jefa: bebo porque me gusta. Lo comprendí algo tarde: el alcohol y yo somos buenos amigos, aunque sé que él no es muy confiable. Y sí, bebo porque me gusta y no necesito pretextos. Como todo buen mentiroso, fui perfeccionando el arte del engaño. En la universidad era el listo de mi clase, no el más “matado”. No, yo era astuto, el que discutía todo, el que todos querían en su equipo, el de las ideas audaces, aquel estudiante promedio que se hacía el interesante. No es que yo fuera más listo, ni mucho menos, sólo que descubrí las debilidades de mis compañeros. Por ejemplo, ellos no habían leído tanto y la mayoría apenas sabía escribir. Así que me aproveché de sus flancos débiles y les hice creer que yo era brillante. Nada más falso. En realidad yo era un insolente y un mamón; lo primero se me quitó, pero lo segundo no. Y mis amigos se encargaron del resto: hicimos equipo, leían los mismos libros que yo, escuchaban la misma música, nos comportábamos como los chicos rudos de la facultad, íbamos a conciertos de rock, protestábamos por todo, nos apoyábamos en las buenas y en las malas, nos emborrachábamos a la menor provocación. Pero la mentira no duró mucho, nos engañamos todo el tiempo. Luego cada uno siguió su camino y apenas nos recordamos con afecto. He vuelto a saber de ellos, conozco sus virtudes y sus defectos, pero ya no somos los de antes ni tenemos los mismos sueños.
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“Me encantan tus ojos, al natural”, le decía a Ingrid. En realidad yo mentía para que dejara de usar esos absurdos pupilentes. Pero a ella le encantaba disfrazar sus ojos de colores. Mi sentido arácnido tendría que haberme alertado: una mujer de mirada tan falsa como un billete de dos dólares no podía ser confiable. Y yo me automedicaba con placebos: es buena chica y nunca te haría daño. La peor mentira es engañarse uno mismo. Ingrid pudo largarse antes, pero se fue cuando yo estaba enamorado. Desde entonces dejé de confiar en mujeres que contrarrestan las mentiras con un arsenal de engaños. “¿Sabes que te amo?”, solía preguntarme. “Sí, lo sé, pero me encanta que me lo digas aunque suene a mentira”, le respondía. Ella sólo reía antes de evadirse con su clásico “eres un tonto”. Y cuando recién nos conocimos ella hacía las típicas preguntas de las mujeres que suelen estar al borde de un naufragio. “¿En verdad te intereso o sólo estás jugando conmigo?”, cuestionaba. “En realidad no te quiero, sólo soy parte de un complot mundial que busca desestabilizar la economía mexicana”, fue mi respuesta. “¿¡Qué!?”, Ingrid se sacó de onda. “Pues nada, que decidimos empezar por seducir y desquiciar a las mujeres que compran en la Gran Barata de Liverpool”, era una broma muy rebuscada. Y ella no estaba para apreciar mi pésimo sentido del humor. En nuestros peores momentos Ingrid me atosigaba con preguntas del tipo “¿qué hice para que me trates así?”. Y en lugar de proponerle que firmáramos la paz, le contestaba con ironías que disfrazaran la verdad: “¿Qué hiciste?.. ¿Tener un diplomado en relaciones insanas?, ¿o ganar el premio Nobel a la mujer más paciente del mundo?, ¿esperarme con ansias para mandarme besos desde el balcón? ¿O tratarme como si fuera el valet parking de tus rencores? No, en realidad tú no has hecho nada. El único culpable soy yo”. La verdad es que estábamos metidos en una relación destructiva, luchando por herir al otro en lugar de tratar de salir menos lastimados. No es de sorprender que nos aferráramos al peor engaño: “Te necesito”, juraba ella después del sexo. “Y yo a ti”, era el complemento de aquella farsa. Y yo encontraba más sinceridad en Babasónicos que en la mirada de Ingrid:
“Lo malo es mentir palabras de amor.
Acéptalo, no estamos para eso,
nos falta valor.
Tú sabes lo que dicen de mí
y sabes lo que dicen del amor;
como yo sé que tú lo sabes me lo callo
y acordemos que la gente miente
cuando habla de los dos.
Acéptalo, no estamos para el romance,
entreguémonos al trance
que eso sí es para los dos”.
Como habrán notado, he sido un maestro del engaño. Y hoy puedo jurar que me he redimido, que tengo una vida envidiable, que me adora una mujer hermosa y mucho más joven, que las historias que he contado son verdaderas, que me he cansado de fingir frente al espejo, que no tengo más patria que mi honestidad, que por fin se publicará mi primer libro. O que tengo más motivos para sonreír... Ya tú sabrás si me crees o piensas que sigo inventando cosas sobre un tipo que nunca soy yo.
manualparacanallas@hotmail.com
Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 10 de Noviembre de 2011
es genial lo que haces me encantan tus publicaciones.. no pe pierdo cada semana tus publicaciones oye pero no hay forma de recibirlos en mi correo?
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