Todos conocemos a un “Pelón” a una “Güera” o un “Oso”. A mi hermana la decían “La Chata”, al de los tacos todos lo conocen como “El Paisa” y en la cuadra no falta “El Chacarrón”. Desde chavito estás destinado a llevar un apodo e incluso en tu casa te lo ponen…
Y luego se extrañan de que crezcas con complejos.
A Mario le decían “Negro” desde niño. En la calle, en la escuela, en casa de la abuela todos le decían “Negro” o “Negrito Bimbo”. Claro, también le decían “Maruco” y alguna otra cosa. Él nunca estuvo de acuerdo con muchas cosas, pero cuando se es un niño hay poco margen para protestar. Incluso llegó a pelearse con algunos de su salón porque no le gustaba que le pusieran apodos o simplemente porque necesitaba sacar el coraje. Yo siempre le dije Mario, porque a mí nunca me han gustado los sobrenombres. Y además porque era mi primo y yo lo quería mucho. Luego crecimos, él anduvo por dos o tres ciudades en busca de mejores oportunidades. Nunca terminó la prepa. Trabajó como repartidor a domicilio, obrero, vendedor de seguros y muchos etcéteras. Hasta que puso su propio negocio. Hoy le va mejor que nunca. Pero tiene un gran problema: No se acepta. Siempre se siente incompleto. Cuando se emborracha dice cosas como “yo pago, pinches jodidos” u ofende a los meseros “órale, pinche esclavo, muévete”. Un día le recomendé que no fuera tan grosero con la gente. Su respuesta fue “para que sientan lo que yo sufrí cuando era mesero”. Su autoestima no tiene reparación, está rota, maltrecha, fue bombardeada en exceso.
Mario es alcohólico e incluso ha estado en terapia, pero lo suyo es demasiado grave como para solucionarlo con “puro choro” como dice él. Su baja autoestima la oculta con petulancia. Cierto día me preguntó “¿por qué dejamos de ser hermanos?”, si antes éramos uña y mugre. Mi respuesta fue sincera: “dejaste de ser tú y te volviste un cretino”. Y le recordé la vez que fue a buscarme a mi casa, borracho, a las seis de la mañana, “para que invites los tragos”. Le aclaré que no podía pasar. Se indignó, me cuestionó. Le expliqué que mi esposa y mi hijo estaban dormidos. “Pus ahi’sta, mejor que estén dormidos, así no nos molestan”, se burló. Lo tomé del hombro y le dije que “no cometas los mismos errores que mis tíos. Siempre llegaban a casa de mi madre, ebrios y con amigotes. Nos hicieron mucho daño. Tú no hagas las mismas pendejadas”. Se fue indignado, con la cantaleta de que “a un hermano nunca se le niega un trago”. Desde entonces se rompió algo. No volvimos a ser los mismos amigos. Me encantaría decir que está pocamadre, pero la neta es que anda muy puteado. Y aún no sabe entenderlo. Pero no es el único culpable. Sus propios hermanos le bombardearon la autoestima desde niño. Y con esos traumas lo más lógico era que creciera diezmado, como un animalillo acorralado. Ojalá que sus nubarrones algún día dejen de seguirlo a todos lados. Y si no, tendrá que comprarle muletas a su autoestima. Tanta calamidad nunca es buena.
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A mí tampoco me fue muy bien en el reparto de apodos. Desde la primaria fui objeto de bullying. Traducido: los más grandes me escondían mi suéter, pateaban mi mochila, me ponían sobrenombres. No era el único, éramos multitud. A mí me decían “Cuatrojos” o “Virolo” y mamada-y-media. Estaba “El Skeletor”, también la “Chimoltrufia” y “El Japo” o hasta el “Doctor Chunga” y el infaltable “Maruchan”, sin dejar de mencionar a “La Mafafa”. Por supuesto, cuando creces a merced de los sobrenombres pareces destinado al fracaso. Hay que reinventarse en el camino, aprender a reírse de uno mismo. Pero hace falta carácter, saber convivir con tus defectos y pulir tus virtudes. Yo me refugié en los libros, me hice adicto a los cómics, encontré en la música y el cine los relámpagos suficientes para repeler al enemigo. Y me volví experto en sarcasmo. Y mi sentido del humor era suficiente para aniquilar el pesimismo. Por eso concuerdo con Fito y Fitipaldis cuando cantan eso de:
“He aprendido en esta vida
de lo bueno y de lo malo.
Me he elevado por el cielo
y me he arrastrado por el barro
más de treinta y cinco años
y doscientos diez defectos
y he tocado la locura
con la punta de los dedos.
Voy mirándome en los charcos,
yo no necesito espejos,
sé que soy mucho más guapo
cuando no me siento feo”.
Y no, yo sé que nunca he sido guapo, pero no siempre fui tan feo. He compensado todo con un poco de misterio y he fortalecido mi autoestima. Tengo buena percha, camino con la frente en alto, me comporto como si supiera algo que no todo mundo sabe y eso siempre ayuda. Y Los Fitipaldis son buena influencia:
“Nunca me han interesado
ni el poder ni la fortuna,
lo que admiro son las flores
que crecen en la basura.
¿Dónde se han quedado tus sueños?
Tienes el alma desnuda.
Después de romper la ola,
sólo nos quedó la espuma.
Voy mirándome en los charcos,
yo no necesito espejo.
Sé que soy mucho mas guapo
cuando no me siento feo...
Feo, feo, feo, creo”.
Por eso me llevo bien con mis defectos, porque he aprendido a domesticarlos. Y nos los dejo salir si no se han peinado antes. Mínimo que estén presentables. A fin de cuentas, no resulta sencillo ser huraño, un tanto neurótico, algo solitario, demasiado maniático y menos confiado. Qué bueno que mi autoestima estuvo en terapia intensiva. Hoy puede andar sin férula y no quedaron secuelas. Bueno, eso es lo que yo creo. Tampoco me hagan tanto caso. Puede ser que el peor de mis defectos sea inventarme tantas mentiras que hasta yo mismo me creo.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 10 de febrero de 2011
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