jueves, 24 de febrero de 2011

Una bicicleta oxidada en el traspatio

bici_oxidada

Alan me retó un día a los tazos, “ándale, no le saques”. Jajaja. Pinche escuincle. Obvio que yo no jugaba a esas cosas, pero el chavito era divertido. Yo le había mentido el día que me vio comiendo papas afuera del edificio. “Me regalas el tazo, amigo”. Lo miré y le respondí que “no, porque los colecciono”. Por supuesto que se lo di, sólo quise ver su reacción…

Un buen día se sorprendió cuando le di un puño de tazos que había juntado en mi oficina, de tantos que abandonaban en los escritorios. “Órale, qué chido, estos no los tengo” y miró con alegría algunos de ellos. Alan me caía estupendamente por su desenfado, por esa sonrisa que ponía cada que nos encontrábamos en la cuadra. Siempre lo veía en su bicicleta o jugando cascarita con sus cuates, por eso es que sus pantalones casi siempre estaban parchados de las rodillas. Y usaba unos Converse que habían tenido mejores épocas. Poco a poco nos fuimos haciendo buenos camaradas. Yo no sé qué carajos vio en mí, acaso a un hermano mayor o un simple vecino buena onda.

La primera vez que hablamos fue cuando me pidió que le regalara aquel codiciado “tazo” de Sabritas. La segunda ocasión, recuerdo, era una tarde de sábado y yo estaba sentado en las escaleras de la entrada. Mientras fumaba y escuchaba mi Ipod él se paró frente a mí, sin bajarse de la bicicleta: “¿Qué estás oyendo?”, se intrigó. “Mmm, unos chistes de Polo Polo”, respondí. “¡¡¡A ver!!!”, se le iluminaron los ojos. Mi risa no lo inmutó. “No es cierto, te estoy cotorreando. Estoy escuchando a los Cadillacs. ¿Quieres oír?”, le extendí un audífono y él lo tomó para luego colocárselo en el oído. “Suena chido”, comentó aunque no le llamó la atención y se fue de volada en la bicla: “Sale, ahí nos vemos”.

A partir de ahí, siempre me saludaba cuando coincidíamos en la tienda o en la panadería y si nos encontrábamos en la esquina. En otra ocasión, mientras esperaba a una amiga, se acercó y me volvió a cuestionar.

—Oye, ¿y tú qué haces, por qué vienen varias chavas a tu casa?

—Ahh, es que soy maestro –ni modo que le inventara que son mis hermanas.

—¿De qué? –pinche chamaco preguntón.

—Doy clases de alemán –mentí alevosamente, porque sí decía que de francés no me iba a creer.

—¡Eso qué! –se sacó de onda.

—Pues es un idioma –insistí.

—¡Ya, en serio! Yo pensé que eran tus novias –al parecer le encantaba el chisme.

—¡Cómo crees, yo no tengo novias! –me dio mucha risa su comentario.

—¿No te gustan las mujeres? –qué cosas preguntaba.

Pude darle una charla instructiva sobre el peligro de los compromisos y acerca de las viejas que creen que un noviazgo es un contrato con letras pequeñitas y cláusulas tramposas, pero sólo le aclaré que aún no encontraba a la chica ideal. Y no es que la buscara, pero había que darle una respuesta acorde con sus expectativas. Desde aquel día su mamá, cuando me veía, decía “buenas tardes, maestro” o “buenos días, profe”. Ni siquiera me molesté en aclararle que eso no era cierto. Y en la cuadra, muchos me conocían como “profe”. Qué cagado, yo que nunca he dado clases de nada. El día que Alan me vio con mi playera de Cruz Azul, me comentó que “yo también le voy a La Máquina”. Y el sábado siguiente lo invité al estadio. Al chavito le maravilló todo, no pudo evitar el “wooow” cuando entramos y miró la cancha desde las gradas. Pero le cayó mejor mi amiga Mariela y siempre me preguntaba por ella: “Dile que si quiere ser mi novia”, me cotorreaba el muy cabroncito. Hasta que me mudé de vecindario y dejé de verlo. Un viernes pasé por allí, a visitar a un primo, y pregunté por Alan. Me contaron que lo había atropellado un microbús, que el chavito andaba en su bicicleta y que un pendejo a exceso de velocidad le pasó por encima. Hijo de su puta madre. Yo sé que no todos son así, pero la mayoría de los microbuseros son unos hijos de puta. Luego, alguien puso una sábana sobre el pequeño cuerpo y otro alguien encendió una veladora. Yo prefiero recordar al buen Alan sonriendo en el estadio Azul, comiendo churritos con salsa Valentina y celebrando un gol del Chelito Delgado. Hoy, Alan tendría unos 13 años. Y me quedé con las ganas de regalarle una playera autografiada de La Máquina. Y no, no hay una canción, ni un poema que resuma ese tipo de ausencias. Tampoco hay nada de poético en una bicicleta abandonada, oxidada, en el traspatio.

manualparacanallas@hotmail.com

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 24 de febrero de 2011

 

 

© Manual para canallas

No hay comentarios:

Publicar un comentario