Con esta crisis no parece haber muchas alternativas: hacer malabares con la tristeza, sonreír con melancolía y añorar aquellos días de la niñez en que te conformabas con ser un perseguidor de lagartijas o un chamaco que coleccionaba tesoros en cajitas de cerillos.
Habrá que recurrir a la creatividad, al optimismo, para salir adelante. No es fácil, en un país, en ciudades sitiadas por ejércitos de malparidos.
Habrá que mantener el coraje, la dignidad intacta. Habrá que ser ingenioso para ganarse la vida de manera honrada. Así nos lo enseñaron, así nos lo dejaron claro. Aunque mi abuelo no terminó la primaria, hay quienes juran que era muy brillante, que era capaz de armar y desarmar una licuadora sin esfuerzo y que hasta estaba construyendo una televisión con puras chácharas que compraba en los mercaditos ambulantes. Sólo que no le dio tiempo, pues murió muy joven en un estúpido accidente de trabajo. Yo no sé sí realmente era un sujeto brillante o sólo era alguien práctico, quizá menos tonto que los de su pueblo, pero sí que se convirtió en una ausencia de la que todos hablan y han hablado a lo largo de los años. Y eso no es nuevo: mi familia es disfuncional, un poco por vocación y otro tanto por herencia. Creo que hay una canción que dice “al infierno se llega por atajos”, pero no recuerdo de quién es, así que me limitaré a decir que en mi familia hemos hecho hasta lo imposible por llegar lo más pronto al purgatorio.
Mi árbol genealógico carece de títulos nobiliarios o pequeñas fortunas y, por el contrario, está conformado por parientes, tíos, primos, que cualquiera abandonaría en un lugar lejano. Sobran historias locas, otras extraordinarias: algún primo delirante que se exilió en una montaña, aquella oveja negra que nunca se redimió, la prima que se fugó con un anciano millonario, el cancionero que jura haber enamorado a una estrella de cine. Bien dicen que uno tiene el privilegio de elegir a los amigos, pero no a la familia. Aún así no me quejó. Mis parientes son peculiares y algo excéntricos, así que encajo perfectamente entre ellos. Por eso la mayor parte del tiempo me encierro en mi mundo imperfecto, a beber, a leer, a tener pesadillas, a soñar con mujeres hermosas, a esperar que un día pase algo extraordinario que me devuelva las ilusiones… pero creo que eso no suceda pronto, así que mejor sigo escribiendo como un poseso y para todos los que hacemos malabares con la tristeza y el desencanto cotidiano.
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Nunca he sido demasiado bueno para muchas cosas: regular en el futbol, en la escuela, en la seducción, en la vida diaria y en las cosas prácticas. Mis amigos dicen que soy un desastre, un tipo complicado, pero me aguantan y eso tiene mucho mérito. Y claro, soy un maestro en actividades inútiles: coleccionar recuerdos, matar zombis de videojuego, escribir poemas tristes, recordar nombres de escritores, calcular la tristeza, trabajar de manera automática, planchar mis camisas, vender mi alma al diablo, guiñarle el ojo a las chavas guapas, viajar en Metro, llegar tarde a todos lados, mentarle la madre a los corruptos y embriagarme sin razón alguna; ah, y también protestar por todo y no solucionar nada. Ahora que lo recuerdo, mi existencia es un desfile de puros desencantos: perdí un torneo de ajedrez en la prepa, tuve un padre inútil, el Cruz Azul lleva tres lustros sin ganar nada, no le he pegado al Melate, algunas mujeres me dejaron al comprobar mis escasas ambiciones, la crisis económica es una constante…
Carajo, creo que ya me toca ganar en algo. Para qué me hago ilusiones, chingao, para qué me quejo, si este país pronto estará en llamas o al menos devastado por el pesimismo. Y no tendré muchas opciones. Ya lo dice Chinaski:
“Últimamente me ronda este pensamiento: Que este país ha retrocedido 4 o 5 décadas y que todo el avance social, los buenos sentimientos de una persona hacia otra se han borrado y se han reemplazado por la vieja intolerancia de siempre. Más que nunca tenemos egoístas ansias de poder, desprecio por el débil, el viejo, el pobre, el desvalido”.
No parece haber muchas alternativas: hacer malabares con la tristeza, sonreír con melancolía y añorar aquellos días de mi niñez en que me conformaba con ser un perseguidor de lagartijas o un simple chamaco que coleccionaba tesoros en cajitas de cerillos. Mientras, seguiré a la expectativa. Tal vez cultive escarabajos en el jardín, quizá entrene pulgas y adopte un perro para correr a su lado. No lo sé, quizá sólo me resigne a mirar el precipicio y el derrumbe del peso ante el dólar.
manualparacanallas@hotmail.com
Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
Jueves 24 de Septiembre de 2015.
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