Miguel Ángel perdió su empleo. Ya tiene rato de eso, así que se empleó eventualmente en oficios malpagados. Con estudios truncos de preparatoria, tampoco es muy sencillo encontrar una buena chamba
Lo intentó en un Oxxo, también como valet parking, un rato de mesero, pero siempre llega un punto en que la desesperación es una mascota pulgosa, que te sigue a todos lados con su famélica figura y esa hambre constante. Y encima su problema con el alcohol acentuó su crisis. Lo mental, lo emocional, pasó a derruir su ya de por sí endeble economía. Y con los ánimos vacíos y los bolsillos repletos de cuentas por pagar, encima tenía que lidiar con los reclamos de su ex esposa: el niño necesita zapatos, ya debo tres meses de renta, apenas nos alcanza para malcomer, eres un desobligado, no tienes para darme pero bien que te emborrachas con tus amigotes… De buena gana se tiraba en la calle, a mendigar una que otra lástima, pero le sobraba orgullo y le faltaba dignidad. Eso es más o menos lo que me platicó en el poco tiempo que lo conocí. Algunos meses fue portero del edificio que habito. De vez en cuando lo encontraba en la esquina o por el mercado. Hasta que el otro encargado de la puerta me puso al tanto: “Se acuerda, joven, del otro portero, el morenito que trabajaba aquí antes…”. Pues le escasearon las fuerzas para luchar. Optó por colgarse en un hotel barato del Centro. Una baja más en las filas del desempleo. Y ni siquiera es una estadística en el informe presidencial, en ese recuento de logros que rebosa optimismo pese a que este país es una embajada del pesimismo. Vale madres, últimamente la muerte anda rondando demasiado cerca. Yo mejor me hago el distraído, no vaya a ser que me quiera hacer un guiño. Creo que le bajaré al cigarro y a las fritangas. Ya ven a Cerati, tan sano que se veía, y ahora está en terapia intensiva y hasta lo andan dando por fallecido antes de tiempo. “Un hombre alado extraña la tierra”, debería ser su epitafio el día que se nos muera.
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Aquel chavito me convenció con su desfachatez. Le compré dos cachitos de lotería. “Con una condición”, lo reté. “A ver”, se plantó muy seguro de sí mismo. “Que me digas cuánto es ocho por siete”, dije por probar algo. “Son 56”, soltó con seguridad. “Oye, sí te la sabes”, no dejó de sorprenderme. “Pa’que veas que sí estudio”, me echó en cara, “ahora cómprame un cachito, son para el viernes”. Así que le compré dos, aunque nunca he confiado mucho en mi suerte. “¿Y a qué hora vas a la escuela?”, le pregunté. Me respondió que en las mañanas, que sólo en las tardes le ayudaba a su madre a vender billetes de lotería. “Échale ganas”, le sugerí, “para que un día dejes de vender”. El chaval, que debía tener unos diez años, me recordó al niño que alguna vez fui, será por eso que simpaticé con él. “Pues claro, porque quiero ser abogado”, ese chamaco hablaba demasiado mientras me daba mi cambio. “No manches, tú tienes cara de gente decente”, solté la broma, “¿y por qué quieres ser abogangster?”. Miró hacia otra mesa de esa cantina céntrica y dijo como si nada, “pues para defender a las señoras como mi mamá, para que no las dejen botadas con sus hijos, para que el papá les dé dinero”. Obviamente se refería a la pensión que no todos los ex maridos saben o quieren atender. “Muy bien, pues te felicito”, mi deseo era sincero, “es más, toma” y le di 50 varos, “pero es para ti, para que lo gastes en la escuela”. Quise ser optimista, pero sabía que le entregaría el billete a su jefa. Cuando se alejó no pude evitar sonreír y le dije a mi amiga que “ojalá todos los niños como él no la tuvieran tan difícil”. Ana me miró con expresión de tú-siempre-tan-acomedido y me tendió los boletos, mientras me señalaba que “no son para el viernes”. En efecto, eran para mucho después. Pinche escuincle, pensé y aún así no pude dejar de sonreír. Intuí que la vida puede ser dura, pero cuando tienes el espíritu para salir adelante no habrá nada que te detenga. Y me lo imaginé, al chavito, ejerciendo un día como abogado. Seguro que lo conseguirá, así que levanté mi copa y le dije salud a mi acompañante.
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Nunca había visto llorar a mi madre de aquella manera. Sí, recuerdo con claridad sus sollozos en la oscuridad, agobiada por el abandono de mi padre y devastada por la obligación de mantener a cuatro chamacos. Pero aquello era diferente: esa manera tan desesperada de gemir, de jalarse los cabellos. Mi hermana Nadia se tapó con las cobijas, mientras Claudio y Silvia -los menores- dormían ajenos al drama. Yo estaba sentado en la cama, inmóvil, sabiendo que no podía hacer nada para calmar a mi jefa. No lo sabía, pero quizá debí acercarme a ella y abrazarla, sólo que mi educación sentimental era nula. A mis nueve años era un pequeño imbécil, incapaz de correr a decirle que todo estaría bien. “Ay, hijo, ya duérmete”, me dijo Alicia cuando se calmó un poco. Yo empecé a llorar, contagiado por su tristeza. “No m’ijo, no llores, tú no tienes la culpa de nada”, ella me abrazó sintiéndose peor al ver mis lágrimas. “No te preocupes, no pasa nada” y me abrazó conmovida. Me contó que le habían robado el monedero en el camión y que apenas en la tarde había cambiado su cheque. En pocas palabras, no tenía para pagar la renta y eso en la escala de nuestro miserable mundo era una verdadera tragedia. Por fortuna, los dioses fueron pródigos con nosotros y nos regalaron a una madre a prueba de siniestros. Y Alicia trabajó el doble, puso un puesto de quesadillas afuera del vecindario, y poco a poco, con más sudor que talento, nos empujó hacia arriba. Y nos heredó una gran enseñanza de vida: por muy lejana que se vea la salida de emergencia, no hay que dejar de luchar para llegar a ella. Y un poema de Néstor De Luca siempre le hará justicia a mi madre:
“Un trueno será enviado para cimbrarte,
un mar de tormentas inundará tu extravío,
acaso navegarás sin rumbo fijo,
pero en tu interior hallarás el fuego interno,
ese destello eterno que cobijará tus dudas
y reorientará tu destino.
Que la grandeza cabe en tu corazón,
en ese pequeño motor que sólo precisa
del combustible exacto,
del amor imperfecto que mueve mundos,
que congela odios y genera las sonrisas
para un mañana imperfecto”.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 30 de septiembre de 2010
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