Una mujer insegura es un catálogo de dudas. Sí, la tendencia de ellas es preguntar demasiado. Pero Marifer abusaba de los signos de interrogación. Su muletilla favorita era “¿adivina qué?”.
Y durante un tiempo caí en sus hábitos y, mientras todo era novedoso, yo solía responder con otra pregunta más simple: “¿qué?”. Cuando pasó el entusiasmo, pensé seriamente en desempolvar mi disfraz de adivino.
—¿Adivina qué? –me preguntó aquella noche, en cuanto llegó del trabajo.
—No me digas, no me digas –hice una pausa–. Tu madre dejará de meterse en nuestra relación, ¿no?
Ella me lanzó una daga con la mirada. Yo contuve la risa y trate de parecer serio, lo cual me cuesta trabajo.
—Ah, ya sé. Tu amigo Alex al fin decidió salir del clóset y aceptó que está enamorado de su maestro de yoga –seguí mirando a Gregory House en la televisión.
Ya no aguantó más y advirtió que “me choca que te sientas un tipo listo todo el tiempo”. Marifer pasó frente a mí. De reojo miré cómo se quitaba el saco y la blusa. Tenía hermosos senos y una cintura envidiable.
—Me voy a la convención en Guadalajara –sonó enojada—. Y odio que me amargues las buenas noticias.
Ahhh, eso no presagiaba nada bueno. Pero hacía unos meses que las conversaciones se reducían a cómo le había ido en su nuevo trabajo.
—¡Felicidades! Tienes todo un fin de semana para olvidarte de este tipo listo –lo que a mí no me emocionaba.
—Aunque lo digas de broma –se había puesto la bata, lo que anunciaba que otra vez se dormiría temprano y acortaba nuestras posibilidades de tener sexo.
—Me parece estupendo. Así podré irme al bicho con mis amigos sin que me estén llamando 20 veces para ver a qué hora llego a casa –aclaré.
—Por mí, puedes hacer una pijamada con las putas de tus amigas –fue hacia la cocina y se sirvió un vaso de leche.
—¿Una pijamada? Eso es para fresas que escriben tonterías en sus diarios –recordé una de sus anécdotas de cuando iba en la prepa.
—Pues entonces haz una fiesta de disfraces, pero adviérteles que no cuenta el disfraz de zorras que usan cada fin de semana –fue a sentarse a mi lado y remarcó la palabra “zorras”.
Tuve que carcajearme. La abracé e intenté besarle el cuello. Su respuesta me quitó las ganas: “estate en paz, que me vas a tirar la leche”.
Marifer últimamente se sentía “tan cansada” que nuestras relaciones íntimas se reducían a compartir el shampoo y la pasta de dientes. La notaba bastante distante y yo tampoco hacía mucho por acercarme.
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Un buen día, Marifer me comentó que su nuevo jefe no era “nada feo” y que al parecer coqueteaba con ella, pero además pretextaba que “está casado y además es muy grande para mi gusto”. En realidad no lo era tanto, sólo le llevaba unos diez años. Y el tipo comenzó a tener detalles con ella, como darle un certificado de regalo de Liverpool en su cumpleaños “para que te compres algo que te haga ver aún más guapa”. Eso decía la tarjetita que acompañaba la envoltura. “Eaah, alguien le gusta a su jefe”, lo tomé a la ligera. “No seas tonto. Alberto sólo trata de ser amable”. Vaya, ni me había dado cuenta de cuándo “mi jefe” pasó a ser “Alberto”. Debí captar las señales, pero yo estaba demasiado ocupado en otras cosas. Cuando las relaciones entran en el túnel de la rutina, uno busca atajos que hagan menos monótono el trayecto. Te refugias en los amigos, en escribir por las madrugadas, hacer carambolas de tres bandas, irte al estadio mientras ella visita a su madre. Y así hasta que los silencios son cada vez más extensos.
—¿Adivina qué? –su pregunta de siempre.
—Espera, deja sacó mi bola de cristal. La compré ayer y me muero por estrenarla –cerré el libro que leía y la miré. Ella sólo me observó con un aire de impaciencia.
—Contigo no se puede hablar –se encerró en la recámara. No duró mucho su enojo y regresó.
—¿Me puedes poner atención un minuto? –otra maldita pregunta.
—Mi atención es toda tuya, igual que mis caricias –la tomé por la cintura y traté de sentarla en mis piernas.
—¿Ya vas a empezar? ¿Sólo piensas en eso? –dos jodidas preguntas al hilo.
—Sí, soy un obseso sexual, sobre todo, tras dos semanas de sólo verte dormir –dije.
—Pues me acaban de aumentar el sueldo y pensé que te daría gusto saberlo –No me dio tiempo de comentar algo, porque se fue a encerrar otra vez a la recámara.
Ni siquiera llevaba un año en el trabajo y ya le habían aumentado el sueldo. Yo sabía lo que significaba eso. Más viajes de trabajo, menos tiempo juntos, el afán de su jefe por seducirla, el deterioro de nuestra relación. Y a los dos meses terminamos. Y ella acabó acostándose con Alberto. Aún siguen juntos, aunque él no va a divorciarse. De repente Marifer llega a llamarme y me sugiere que deberíamos vernos. Alguna vez salimos y me pidió que retomáramos “los buenos momentos”. Yo me limité a decirle que “no creo que funcione como al principio”. Y ella soltó una avalancha de preguntas: “¿por qué?, ¿ya no me quieres?, ¿andas con alguien?, ¿ya no te gusto?”. Seguía siendo guapa, pero el orgullo es una mascota herida, desconfiada, después de que la han pateado. “La respuesta es simple, he desempolvado mi traje de adivino y creo que tú y yo no tenemos futuro”, fue lo último que dije al respecto. Cambiamos de tema, pagué la cuenta, la acompañé a su auto y le dije “hasta nunca” con una seña de adiós en la mano. Recordé a un poeta que recitó en silencio
“tus ayeres a mi lado serán hermosas postales
que no recibirás en tu nuevo domicilio”.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 14 de octubre de 2010
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