La tristeza es contagiosa, por mucho que te laves las manos o uses cubrebocas. La tristeza no es una canción; más bien es una posdata o epitafio que nadie quiere escribir.
Sí, la tristeza es una epidemia. Y no todos sobreviven a ella. Leticia diluyó pastillas para dormir en la leche de sus dos hijos. Ella los mandó a la cama, como siempre y hasta les puso la pijama. Los miró mientras fueron perdiendo el conocimiento, se acurrucó junto a ellos, los acarició con ternura. Eran su adoración y no podría vivir sin ellos, pero tampoco sin el padre de las criaturas. En cuanto dejaron de moverse, sus lágrimas fueron más insistentes. Los sollozos se volvieron incontenibles. Fito era el vivo retrato de su padre y sonreía con el mismo brillo en los ojos. Laurita tenía algo de ambos y a sus 7 años parecía una princesita como de anuncio televisivo. Leticia y Adolfo se conocieron en la universidad. Siempre se gustaron, así que era natural que se volvieran novios. Ella resultó embarazada antes del último año de la carrera, por lo que debió dejar los estudios. Los padres de Adolfo decidieron que debían casarse, porque además la nuera siempre fue encantadora. Siempre los apoyaron en todo, así que él pudo culminar la licenciatura. Desde entonces ya trabajaba en el despacho de su padre. Allí fue donde se enamoró de la secretaria, que era más joven y más hermosa que Leticia.