jueves, 4 de noviembre de 2010

El monstruo que alimentas en el sótano

© Manual para canallas

“Tienes un camaleón en la mirada”, me comentó aquella chica. “Ah, gracias”, respondí como un tonto, bueno, como el tonto que suelo ser cuando las cosas no andan muy bien con mi vida. “Ni me des las gracias, porque no es un cumplido”, parecía un reclamo aunque el tono era amable…

Dejé de revisar aquellas hojas y levanté la mirada. Ella me observaba con cierta expectativa. “Perdón, no pretendía darte el avión” o algo así pretexté. Ella me sonrió, antes de preguntarme “¿a ver, qué fue lo que te dije?”. Tampoco soy tan cretino para no poner atención. Puedo ser un distraído, pero no un inconsciente. “Que tengo un camaleón en la mirada”, dejé en claro y con ello di pie a una explicación. “Es que tu mirada se mimetiza y supongo que es un acto de defensa”, aquella chica era un tanto extraña. “¿Podrías ser más específica?”, le cuestioné. Era lo que buscaba. “Vamos a fumar un cigarro y te platico”, se encaminó al pasillo. La seguí afuera y me despedí de los chicos que quedaban en el salón. Una vez más había aceptado ir a dar una charla sobre periodismo. Siempre me pasa que algún amigo que da clases me invita, más bien me compromete, a platicar con sus alumnos con el chantaje de “es que no manches, ya hay poca gente honesta en este medio” o con el rollo de “tú eres muy divertido cuando platicas”. Yo no me dejaba engatusar por una u otra cosa. Sólo aceptaba porque me cuesta trabajo decirle “no” a los cuates. Así que allí estaba, en esa escuela de paga, rodeado de chavales a los que les importaba un carajo lo que yo dijera de esta profesión tan desprestigiada por los programas de chismes. “¿Nunca quisiste salir en la tele?”, me preguntó una guapa de ojos verdes. “Me sobra vergüenza y me falta una sonrisa falsa”, fue mi respuesta aunque luego dejé en claro que la televisión está llena de cretinos, de farsantes, “y contra eso no puedo competir”.

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Mientras fumábamos, la chica acabó de darme los detalles: “En tus ojos hay algo de nostalgia, pero la ocultas con dureza. Y de pronto destellan alegría, pero te escondes en la malicia, por eso digo que hay un camaleón en tu mirada”. Di una calada al cigarrillo, exhalé el humo y la reté, “y ahora me vas a decir que también sabes leer el aura, ¿no?”. Se molestó un poco. “Ash, qué tonto”, me empujó con el hombro la muy confianzuda, “mejor no te hubiera dicho nada”. Reímos un poco, me detalló que escribía poesía y que le interesaba mi opinión. Acabamos yendo a comer, intercambiamos correo electrónico y nos despedimos como dos amigos. Para entonces yo ya sabía que se llamaba Elisa y que soñaba con irse a viajar por Europa. Esa misma noche me mandó sus poemas, incluido uno que se llamaba “Un camaleón en la mirada”, con la típica dedicatoria. No escribía nada mal, tenía algunas metáforas afortunadas, aunque aún sus letras eran un tanto ingenuas y le fallaba un poco la acentuación. Así se lo dije por messenger. Ella agradeció mi sinceridad. Un día cualquiera me invitó a salir. Fuimos a emborracharnos. Se quedó en mi casa. Era más apasionada en la cama que con la poesía. Me advirtió que estaba en una pausa con su novio, que tal vez regresaría con él. “No necesitas darme un instructivo”, asenté, “porque no pretendo enamorarme”. Ninguno quería compromisos, pero ella acabó por enamorarse. Luego comenzó a ser cursi, algo que siempre me ha contrariado. “Me gusta estar contigo, pero más me encanta que tú me inspiras”, soltó una vez que bebíamos en un barecito. Y sacó su libreta y me leyó algunos esbozos que hablaban de “nuestro amor, de esta pasión”. Miré su cerveza y dudé que Elisa ya anduviera ebria. “Están chidos”, la animé, “pero no esperes que llene la tina de baño con pétalos de rosa”. Apenas iba a darle un sorbo a la Corona y se detuvo: “A veces eres tan mamón que no sé cómo te aguantas tú solo”. Ya empezaba a chocarle mi ironía. Nada raro. “No tengo escapatoria”, indiqué, “soy rehén de mis defectos y nadie en su sano juicio pagaría el rescate”. Sus ojos brillaron. “Oooye, eso suena pocamadre, ¿me lo regalas para un poema?”, y me acarició la pierna. Como si no hubiera yo notado que algunos de sus textos, los menos cursis, estaban poblados de frases mías. Carajo, así que ya ni siquiera podría usarlos en mis historias. Y ni modo de acusarla de plagio.

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“El ogro que alimentas se come mis sueños,
devora mis desvelos cuando no te tengo.

El monstruo de tu indiferencia ha roto sus cadenas
y saldrá del sótano para atraparme,
para hacerme rehén de tus defectos.

Si no logro escaparme,
por favor, que nadie pague el rescate”.

Ese fue uno de los últimos poemas que me escribió Elisa antes de convencerse de que yo nunca podría amarla. Aunque me gustaba mucho y me parecía una mujer sensible, inteligente, era harto inmadura. Lo acabé de comprobar el día que su ex novio se apropió de su messenger y me dijo una serie de barbaridades propias de un escolapio, como: “¿Qué te traes con mi novia imbécil?”. Yo le respondí que su “novia” no era ninguna imbécil, que en todo caso quiso decir, “¿qué te traes con mi novia, (coma) imbécil?”. Me reí un rato a sus costillas y le animé a no desesperarse “porque la inmadurez es una enfermedad que se cura con el tiempo. Aunque para eso de ser idiota, aún no encuentran el antivirus”. Yo no le dije nada a Elisa, más bien su ex novio se indignó y acabó por maldecirla. Supongo que aún la amaba y el corazón suele aconsejar muchas pendejadas. Ella me reclamó a mí, por ser tan duro con “el pobrecito de Cristopher”. Me sacó de mis casillas, le dije que no soportaba sus cursilerías y que me encantaría que regresara con su ex novio porque estaban hechos a la medida. Se ofendió bastante, intentó darme una cachetada, y comprendí que me había excedido. Esa noche hicimos el amor como desesperados. Yo sabía que era la última vez que su desnudez deslumbraría mi tacto. No hubo despedidas, ni cartas con posdatas. Aunque seguramente ella me recuerda cuando escucha a Babasónicos cantar eso de

“tengo que aprender a fingir más
y a no mostrar lo que siento.

Tengo que aprender a fingir más
y a pilotear lo que pienso.

Trato de acercarme a una puerta
y escucho un enjambre de moscas silbar,
disimula, que están zumbando mi nombre,
debemos irnos y no sé por dónde”.

manualparacanallas@hotmail.com

 

Manual para canallas

Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 04 de noviembre de 2010

 

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