jueves, 23 de enero de 2014

Estos días como buitres

Manual para canallas - Estos días como buitres


Carajo con este frío, tan filoso y tan extraño, tan de otoño con su sol y sus hojas secas. En serio que este frío, que hace guardar las manos y andar cabizbajos, no nos da tregua. Estos son días como buitres, con su bufanda de plumas y la mirada gélida...



Sí, carajo, este frío que engarruña los dedos. Este maldito frío que me congela tu nombre al pronunciarlo. Este frío que nos exilia a la ventana para pescar un poco de sol, para escapar de la sombra. Malditos sean, del carajo, estos días fríos, gélidos, como el aliento de buitres que merodean. Estos días que resecan la piel, que hacen tronar las rodillas, que te contagian los estornudos y la moqueadera. Yo lo que quiero es que el sol ahuyente el invierno de la ausencia, la escarcha en las nostalgias. Ya lo ha dicho, el poeta Jaime Sabines, el frío no es un buen remedio para todo: 

“Frío y sol, pero frío
en viento, agudo, alegre.
Frío por todas partes...
El frío me ha hecho místico y alegre.
Quizás el sol en el frío.
Quiero hablar del frío:
El frío es bueno para tomar café,
para acostarse,
para hacer el amor,
para que nos digan ‘tienes las manos frías’,
para fumar y para no salir del cuarto.
Para todo lo demás es malo el frío”. 

Y sí, el frío es malo para las reumas, para los que tienen alma de trópico, para trabajar de madrugada, para sabotearnos los planes, para ahuyentar el entusiasmo, para los que no usamos suéter. Tampoco es bueno para andar descalzos, ni para acampar en la azotea, tampoco para dormir desnudos, mucho menos para los solitarios. No, el frío no se hizo para los que prefieren o tienen que estar solos. El frío no es bueno en estos días como buitres, con su bufanda de plumas y esa mirada gélida. 

“Yo saldría a la calle a abrazar a todos
si no hiciera tanto frío...
¡Salud por los que están tomando el sol
o una copa para calentarse!..
¡Yo saludo a los becerros prendidos de las ubres,
a los pájaros que no salen del nido,
a las mujeres que se están entregando,
a los sabios, a los combatientes del frío!”.

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El invierno y yo nos detestamos. Aún tengo viva en la memoria la noche en que los buitres sobrevolaban lo que aún quedaba de mí. Lo último que recuerdo, después de estrellar el coche, es que cerré los ojos. Y luego estaba allí, en esa habitación que congelaba. El frío me entumía los pies y me escocía en las heridas. Desperté en el hospital. La boca me sabía a carbón. El dolor en los huesos me recordó que era humano y frágil, más lo último que lo primero. Y encima la resaca era ese infierno que solemos frecuentar los que tragamos fuego, los que nos ahogamos en incendios. ¿Alguna vez te han dolido dos muelas al mismo tiempo? Así eran mis días en el hospital. Un constante desgarre físico y emocional. Sentía el cerebro como una gelatina estúpida y fría. Encima, no dejaba de pensar y pensar en lo grises que eran mis rutinas de fin de semana. Gastarme el poco dinero que me heredó mi abuela en tragos y cantinas, invitando a desconocidas al desmadre, comprando alcohol sin ningún pretexto, invirtiendo en amistades falsas. Toda la semana me refugiaba en mi burocrático trabajo, pero al llegar el viernes me dedicaba a frecuentar los bares, a beber como si en el fondo de un vaso estuviera alguna frase, cierta señal perdida. Yo tenía un empleo de “medio pelo”, gracias a un tío que era consejero de un político picudo. Sueldo decoroso y el horario a mi propio gusto. Sólo que sentía que mi vida era igual que una bolsa de papas fritas: me sabía a toda madre, pero no era nada nutritiva. Destructiva, en todo caso esa era la palabra. Mi vida era deconstructiva. Y mis amigos se habían alejado porque decían que yo bebía más que lo que ellos soportaban.

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En las madrugadas me sentía invencible, pero en realidad era tan vulnerable como un niño asustado. Por eso bebía, por eso manejaba a exceso de velocidad y cerraba los ojos en los semáforos en rojo. Hasta que oí un ligero crujido, como si hubiera sucedido a una gran distancia. Nadie me lo ha explicado aún y no quiero saberlo, pero creo que ese leve ruido fue mi alma reacomodándose en algún lugar lejano a mi corazón. Lo que si tronó más fuerte fue mi brazo izquierdo y dos costillas y una rodilla. Me recuperé, aunque me quedó una cicatriz en la ceja izquierda. Tuve suerte de no abrirme el cráneo, dijeron los médicos, pero es que ellos no sabían que tengo cabeza de chorlito. Quién diablos va a saberlo. Lo que sí me queda claro es que desde siempre tuve espíritu de suicida, pero me faltaba valor para lanzarme al vacío sin paracaídas. Por eso bebía con la desesperación de los enfebrecidos, por eso corría en túneles oscuros, por eso manejaba como los ciegos, por eso dormía en hoteles de paso, por eso las noches y las mujeres me abofeteaban. Por eso contraté un seguro de muerte y dejé dicho que me incineraran, por si algún día me dormía fumando en un colchón de fuego. Por eso es que recito con tanta frecuencia a los poetas que valen la pena: 

“He aquí que tú estás sola y que estoy solo.
Haces tus cosas diariamente y piensas
y yo pienso y recuerdo y estoy solo.
A la misma hora nos recordamos algo
y nos sufrimos...
Se me va a hacer llagas este cuerpo solo,
se me caerá la carne trozo a trozo.
Esto es lejía y muerte.
El corrosivo estar, el malestar
muriendo es nuestra muerte.
Ya no sé dónde estás.
Yo ya he olvidado
quién eres, dónde estás,
cómo te llamas.
Yo soy sólo una parte,
sólo un brazo,
una mitad apenas,
sólo un brazo...
Te digo que estoy solo
y que me faltas.
Nos faltamos, amor,
y nos morimos
y nada haremos
ya sino morirnos". 

Desde luego que el abuelo Benedetti sabe tanto de fríos, de ausencias y de estos días como buitres, como buitres que merodean.



manualparacanallas@hotmail.com


Roberto G. Castañeda
Jueves 23 de Enero de 2014.

© Manual para canallas


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