jueves, 9 de enero de 2014

Firmar la paz con la infancia

Manual para canallas - Firmar la paz con la infancia


Está claro que a tu abuela los Reyes Magos nunca le cumplieron sus deseos. Y a tu madre no le trajeron la Comiditas Lilí Ledy que tanto añoraba. Tu padre siempre suspiró por un carrito deslizador Avalancha... 


Y lo que es peor, a tu hermano no le llegó su iPhone bajo el argumento de que 

“sacaste puro siete en la escuela y además ni te portaste bien”. 

Todos tenemos una historia parecida, de decepciones. Cuando eres niño no hay fecha más significativa que aquel día en que tus ilusiones se estrellan con el desencanto. Cuando estabas muy chavito y aún creías que en realidad existían los Reyes Magos escribías una carta llena de pretextos: 

“Sicierto que pelié mucho con mi hermano, pero es que él es muy pelionero y nunca deja de molestar”, 

como si eso bastara para que los mentados Reyes entendieran que debían traerte cada uno de los cinco juguetes fantásticos que habías puesto en aquella lista. Cómo olvidar aquella sensación, las ansias para que las horas transcurrieran veloces y no con esa calma que te impedía cerrar los ojos. 

Y tu jefa diciéndote: 

“ya duérmete porque si no los Reyes van a ver que estás despierto y no van a venir”. 

Y cerrabas los ojos y cualquier ruido en el techo te inquietaba, aunque sólo fuera un gato fugitivo. Hasta que el sueño te vencía. Y en cuanto despertabas, a las seis de la mañana, volteabas a ver si junto a tus tenis percudidos estaba esa montaña de juguetes que tanto te habían impactado en los comerciales de la tele. 

Pero no, sólo veías aquel balón con los colores de tu equipo favorito y el aguinaldo con galletas y dulces baratos. ¿Por qué los Reyes Magos eran tan injustos contigo?, te preguntabas. Y esa sensación se acentuaba cuando salías a la calle y el vecino se paseaba presuntuoso en esa bicicleta que a ti te parecía la más hermosa del planeta. 

Uy, ni soñar con una igualita para ti. Eso lo tenías muy claro.

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Y más claro aún te quedó cuando en la escuela te dijeron que “los Reyes Magos son los papás”. Ah, pues con razón no te traían todo lo que pedías, reflexionabas desde tu inocencia. Si para empezar ni siquiera tenías “papás”, sólo una madre que se tronaba los dedos cada cinco de enero y pedía prestado para “los Reyes de mis hijos”. Ahhh, con razón ella siempre te insistía para que te durmieras temprano, porque tenía que sacar los juguetes del ropero y ponerlos bajo los zapatos de esos pequeños demonios que no le daba tregua un sólo día del año. 

Tu noble madre, tan morena, tan trabajadora y siempre nerviosa porque no alcanzaba para la renta o para la tanda y para el abono de la lavadora y mucho menos para los Reyes Magos de cuatro chamacos latosos a los que no sabía ni cómo educar. Ya cuando tu jefa consideró que estabas grandecito para “creer en esas cosas”, a tus 12 años, te pidió que la acompañaras por “los Reyes de tus hermanos”. Y la viste regatear por aquella muñeca radiante para Nadia, que era la que había pedido. Y viste a tu madre sonreír ante aquel hornito de juguete para Silvia, a quien desde niña ya le encantaba cocinar. Y caminaron mucho para encontrar el auto a control remoto que ilusionaba a Claudio. Tú imaginabas lo felices que serían tus carnalitos, que a esas horas ya dormían soñando con risas y juegos. Luego, tu madre te pidió que fueras por las típicas Tutsi-botas: “compra tres, de las grandes”. Pinches botas llenas de chiclosos y paletas, cómo te hicieron llevaderas las decepciones, año tras año, cuando los Reyes Magos no te cumplieron tus deseos.

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Fue hasta aquella noche que tuviste claro por qué Melchor, Gaspar y Baltazar eran tan gachos contigo. Bueno, no es que lo fueran. Es que la neta sí está cabrón comprar juguetes para cuatro chamacos cuando tienes un salario miserable. Y como padre, madre, te duele más que a los niños el no poder recompensarlos por sus calificaciones, por lo buenos hijos que son. Ni aunque te propongas ahorrar todo el año, porque nunca falta el gasto imprevisto o la comadre a la que hay que prestarle para que salga del apuro. Y cuando viste a tu jefa regatear, contar hasta las monedas, entendiste lo grandiosa que era por hacer un esfuerzo para que sus chamacos no fueran tan infelices como ella lo fue en su infancia. Ya ni te importó que a ti no te comprara nada aquel día, porque sospechabas que te había comprado algo aparte. Pero no, al otro día, en uno de tus tenis había un billete y tú bota de Tutsi Pop. Aquel gesto de tu madre te recordaba que era momento de empezar a madurar, que alguien debía compartir la responsabilidad de guiar a tus hermanos. Por tanto, aquella mañana fue diferente. La alegría de tus carnalitos te pareció aún más hermosa. Y una lágrima rodó por la mejilla de tu madre. Te hubiera gustado secarla, darle un abrazo, pero a ti se te hizo un nudo en la garganta, de esos que paralizan, que confunden. Pero esos momentos sirvieron para sepultar en el polvo el álbum del desencanto y olvidarte de cambiar las estampitas repetidas. Además, nunca completaste ningún álbum, ni el de luchas, ni el de Panini y tampoco el de Walt Disney. Mucho menos el del desencanto. Con todo y que los Reyes Magos aún te deben una autopista Scalexctric. Pero un día se la van a traer a tus hijos, para verlos sonreír cuando tu bólido, con el número 5, sea rebasado por su alegría. Y entonces, como en un poema de Dante Guerra, haré las paces con mi infancia: 

“Yo era un chaval que perseguía balones y atrapaba lagartijas,
mientras la miseria roía el dobladillo de mis pantalones.

Era un pequeño genio de las matemáticas y las niñas me reprobaban.

Mi cuerpo desnutrido carecía de abrazos y vitaminas,
y temblaba de frío en las noches que llovía.

A los ojos de mi madre era un hijo de Judas,
que mentía por las cosas más mínimas.

Me sobraban aventuras en castillos de fantasía,
era un espadachín sin miedo que lloraba/ si se raspaba las rodillas”.


manualparacanallas@hotmail.com


Roberto G. Castañeda
Jueves 9 de Enero de 2014.

© Manual para canallas


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