Confío más en lo que escucho en el mercado, en el estrés cotidiano de los que caminamos bajo este sol calcinante, que en las cifras de políticos corruptos...
Una chica masculla su tristeza y trata de mitigarla con canciones en el iPod. Un adolescente siente que se le escapa el aliento y se le asfixia el corazón porque su novia la dejó. Y aquel abuelo de rodillas oxidadas maldice la fila en el banco para cobrar su pensión.
Ana tristea porque se siente como un alma añeja, encerrada en su cuerpo terso. Cansada de la escuela, de los problemas en el hogar, de que su novio sea un culero, ella no encuentra su lugar en el mundo. Ha reprobado dos materias, sus Converse han perdido brillo y para colmo su madre dice que tendrán que empeñar su iPod para completar la renta. Y ella que posee tan poco, que se aísla de las rutinas con los audífonos puestos, no entiende por qué siempre le toca perder. Así pasó con la computadora, cuando la llevaron al Monte de Piedad: pasaron los meses y su madre dejó de pagar, así que terminó perdiéndose en el montón a subastar. Ahora Ana tiene que hacer las tareas en el cibercafé. Pero ella no tiene la culpa, tampoco su madre, ni siquiera los que lucran con la necesidad de la gente. En realidad su padre no tiene ni puta idea de lo que es progresar: estacionado en la mediocridad, el señor no tiene trabajo estable y cuando lo consigue le da por faltar. El muy irresponsable se emborracha los domingos y hace “san lunes”, porque amanece con resaca. Y Ana que no desea dejar la escuela, porque allí están sus amigas y tiene sueños que de otra manera no podría alcanzar. Ella se ha empleado medio tiempo en un trabajo infame y eso le resta tiempo cuando se trata de hacer tareas o de estudiar. Y a quién carajos le importa, quién repara en su ansiedad. Su madre está ocupada en otros asuntos. Su padre es un alcohólico sin remedio. Ana se siente como si le hubiera tocado un ángel guardián olvidadizo o como si a algún dios cínico se divirtiera dejándola a su suerte como en los juegos de azar. Ya le robaron el celular cuando asaltaron el pesero y su tristeza se agiganta tan sólo de pensar que su iPod irá a parar al empeñadero. Y ella que se refugia en las canciones como si con cerrar los ojos el mundo fuera un sitio más amigable. Por eso Dante Guerra es un retratista tan certero, cuando cuenta que
“hay canciones que reparan soledades,
hay estribillos que se cantan en la regadera,
y también hay melodías que te hacen volar.
Pero igual hay baladas que castigan,
que flagelan tus ansiedades a golpe de recuerdos.
Y el otoño te llueve en los ojos,
mientras suspiras por los momentos
que no tienen vuelta atrás”.
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