No es ninguna gracia que te llamen a las tantas de la madrugada para recordarte, sin decir nada, que aún quedan cenizas en los labios y también fuego en el cuerpo...
Carece de gracia quien llama y cuelga. No, no es agradable que te llamen a las tantas de la madrugada sólo para recordarte, y sin decir nada, que aún te extrañan. No es gracioso, no es ninguna gracia. Y eso que todos tenemos alguna gracia. Cuando era chavito mi única gracia era tocar “Yesterday” en la flauta dulce. Y ni siquiera era bueno, porque sonaba así: “yes-ter-day all my tro-ub-les see-med so far a-way”, sí, así toda entrecortada. Y mi jefa quería que sacara puro diez, pero se quejaba siempre: “Ya me tienes harta con esa canción”. Pese a mi nulo talento, el maestro de música me puso nueve. Pinches programas educativos tan chafas, que sólo sirven para que los dirigentes sindicales, como Elba Esther Gordillo, se vuelvan aún más ricos.
Pero eso no viene ahora al caso. El chiste es que yo no tenía chiste. Cuando era chaval mi única gracia era tocar gachamente la flauta. A mí me hubiera gustado ser como mi primo Leo, que iba a clases de natación y tenía varias medallas que colgaban junto a sus fotografías. Y no hubiera estado mal ser como el Jimmy, que era el chavo más simpático y popular de mi salón. Las chicas lo adoraban y nosotros pensábamos que estaba hecho de otra cosa. Siempre tan limpiecito, con su uniforme impecable y su cabellera como de anuncio de shampoo. “Ay, qué bonitos chinos tienes”, le dijo alguna vez Marlene, la niña que nos gustaba a todos. Y desde entonces, nosotros que parecíamos uniformados por los dioses del caos, le hacíamos burla: “Ay sí, Jimmy, qué lindo eres, qué nenita eres”. Ni siquiera sabíamos entonces sobre la homofobia, pero así es como nos educan desde pequeños: a rechazar lo que es diferente, lo que no sigue los patrones establecidos. Además, Jaime no era gay, sólo que detestábamos su aparente perfección y también que era el preferido de las maestras: “Muy bien, Jaime, eres un ejemplo para tus compañeros”. Y además, en el Día de las Madres descubrimos que el muy cretino cantaba. ¡Y qué bien lo hacía! Toda la escuela le aplaudió y sólo faltó que le pidieran autógrafos al cabrón. Aquel día conocimos a su madre y muchos nos enamoramos de ella: era joven, alta y hermosa. Y lo abrazó con una ternura que, según yo, ninguno de nosotros conocíamos. Uhhh, pues peor para el Jimmy. Desde entonces, no pasaba día en que no le decían: “Me saludas a mi novia” o “Dile a tu jefa que voy a llegar tarde a cenar” y aquella jalada de “le dices a tu mamá que ponga las sábanas de cuadritos”. En verdad que éramos crueles. Lo nuestro era pura enviada soterrada. Hasta que una mañana, en el recreo, Jaime se cansó y le dio un puñetazo a Marco, emmm, bueno, le dio un intento de puñetazo. Y Marco, curtido en las peleas del barrio, desató todos sus rencores. Muchos lo disfrutaron. Fabián y yo jalamos a Marco: “Ya wey, no seas manchado”. Intenté recomponer a Jaime, que no se quejaba, sólo lloraba en silencio. A Marco lo expulsaron definitivamente. Y Jimmy intentó ser mi amigo, agradecido por mi gesto en la pelea, pero lo evadí porque sabía lo que seguiría: Las burlas de la palomilla y sus expresiones de “son novios, son novios”. Así que nos saludábamos de lejos, a veces con un simple movimiento de cabeza, como simples conocidos. Las cosas transcurrieron en su curso normal. Jimmy siguió siendo el más popular. A mí me siguió gustando Marlene, que nunca me hizo caso. Y es que yo no tenía ninguna gracia. Yo sólo coleccionaba discos de rock y pegaba pósters en mi cuarto. Pero mi madre confiaba en que yo tenía algún talento. Lo que ella no sabía era que había que encontrarlo y pulirlo. Nunca me mandó a clases de pintura, ni de judo, música o papiroflexia. Lo que hube de aprender, básicamente, fue de manera autodidacta. Porque mi maestro de música era tan malo que me puso nueve por mi única gracia: tocar en pausas “Yesterday”, con una flauta Yamaha.
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Con el paso de los años aprendí que había que amaestrar los defectos y entrenar mucho mejor las virtudes. Pero durante mucho tiempo me sentí igual que un mago al que siempre le descubrían su truco más ensayado. Y simpaticé con los marginados y me solidaricé con los que menos tienen. También aprendí a detestar a los que nos gobiernan y a los que compran votos y se enriquecen con nuestros impuestos. Por otra parte, las canciones y la poesía y las buenas películas me convencieron de que mi única gracia es contar historias que apelan al corazón y a las emociones. Puede que no sea gran cosa, pero a mí me hace sentir que elegí la mejor vocación. Aunque a veces me ponga un poco melancólico y me sienta como personaje de una canción de Nacha Pop que dicta:
“Hubo un mago en la ciudad
que actuaba en un local sin magia.
Le robaron la ilusión,
su viejo truco le falló y se escondió...
Vi un payaso fracasar,
sólo sabía hacer llorar,
¡vaya gracia!”.
Y sí, ahora mi única gracia es escribir esta columna que tanta simpatía y buenas vibras me ha generado. Aunque a veces reniego y me da por ponerme intenso y querer renunciar a ella como se renuncia a las relaciones enfermizas: con ganas de irte y al mismo tiempo regresar pronto. Ya lo he dicho antes: No es agradable que te llamen a las tantas de la madrugada sólo para recordarte, y sin decir nada, que aún te extrañan, que aún quedan fuego y cenizas en los labios. No es gracioso, no tiene ninguna maldita gracia. Es mejor encerrarse esta noche, a beber ron y escuchar la antología de Joaquín Sabina o a releer a Edel Juárez:
“A este corazón malhumorado
que estuvo en muchos puertos,
que no supo amarrarse,
que no me de la mano
y cruza sin mirar.
A este corazón que llama y cuelga,
que teme a las visitas,
que se apaga horas enteras,
que salta de improviso
y no recuerda lo que sueña,
a este corazón tan triste y a la espera
se le ha ocurrido amarte”.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
Jueves 26 de Enero de 2017.
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