“¿Te imaginas cómo han de soñar los ciegos?”, me preguntó Daniela como si de la respuesta dependiera su existencia. “Supongo que en blanco y negro”, dije a la ligera así que de inmediato caí en cuenta de que era una babosada
“A lo mejor sus sueños son en tecnicolor”, añadió ella, “y sus pesadillas como relámpagos en la oscuridad”. Bebí un gran trago de ron-coca, encendí un cigarrillo y recordé que a últimas fechas mis pesadillas están pobladas de paisajes desérticos. Será porque mi vida es rutinaria, porque mi saldo bancario está en blanco o porque hace como un mes que no tengo relaciones sexuales y de hacer el amor mejor ni hablamos. Daniela es la anfitriona en esta reunión de ex compañeros de la universidad y debo aceptar que me gusta mucho, pero ella está enamorada de Fabiola, que es editora en una revista de modas. Aunque nos vemos con frecuencia, nos hemos convertido en unos extraños. “Has cambiando mucho, te noto demasiado serio”, me saca de mis cavilaciones Daniela. Me gustaría decirle que estoy allí porque mi departamento ya apesta a todas las ausencias, pero sólo sonrío y le digo que “me siento un poco cansado, porque he tenido una semana espantosa”. Ella sugiere que me relaje, pero desde que llegué no deja de hacerme preguntas medio raras, que lo único que hacen es despertar mi paranoia o mi esquizofrenia o simplemente mis pensamientos oscuros. Carajo y yo que sólo venía a echarme unos cuantos tragos, escuchando quizá a Keane o algo de Moby. “¿Cuándo fue la última vez que miraste hacia el cielo y sentiste vértigo”, cuestiona otra vez ella. “Uy, no recuerdo”, respondo con desgano y considero que las mujeres a veces son más hermosas cuando callan. Extraño esa rola llamada Enjoy The Silence, con Depeche Mode, que dicta:
“Palabras como violencia rompen mi silencio,
Irrumpen en mi pequeño mundo,
causándome dolor, atravesándome.
No puedes entender...
Las promesas son hechas para ser rotas.
Las palabras son triviales.
Los placeres permanecen
y el dolor también.
Las palabras no significan nada
y son olvidables”.
En este momento quisiera ser sordo o un exiliado en la zona del silencio.
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Soñé que era calvo. Y me paseaba con normalidad frente a los aparadores y saludaba como si nada a los maniquíes. Uno de ellos me miraba con familiaridad y yo encontraba más bondad en su mirada que en la mía. Soñé que me persignaba frente a la catedral y mi reloj se detenía en la nada. Antes de cruzar la avenida miraba el semáforo en verde y una mujer con paraguas me esperaba en la otra acera. Vestida de rojo me advertía que mi nariz sangraba. La angustia se apoderaba mientras mi mano se teñía de púrpura. “Te falta cabello y te sobran culpas”, se reía de mi calvicie lustrosa. Entonces busqué en mi bolsillo y saqué una fotografía en la que mi cabello era abundante. “Nunca seré lo que fui antes”, yo decía y me carcajeaba. “Un payaso siempre será menos divertido en una fiesta de disfraces”. No sé que diablos significaba eso, pero yo seguía riendo. Busqué entonces un espejo y la imagen que observé no me gustó nada. Me puse una peluca divertida y me maquillé esa sonrisa graciosa, pero una lágrima negra estaba tatuada en mi pómulo, Quizá ya he enloquecido por completo. Soñé un funeral callejero y las carrozas fúnebres estaban pintadas con anuncios de sopa instantánea. La vida es un comercial de tarjetas de crédito. La muerte es una obra de teatro macabra. El paraíso es letrero de neón en la madrugada. Un hotel de paso es la frontera en la que tus deseos no pasarán la inspección de rutina. El amor es un exiliado de tu cama. Y no hay caricias que valgan. Y tus manos moldearán el fuego que te habrá de consumir en soledad, mientras extrañas las caricias sabias. Anoche soñé que te extrañaba. Y también soñé que era calvo. Y que mis dedos hurgaban en tu sexo por la madrugada. Anoche soñé tantas cosas que ya no sé sí alguna vez he cerrado los ojos para imaginarte desnuda o sólo es que estoy tan solo que lo que hago no es más que una medida desesperada para no pensarte mientras vuelo o para no volar mientras te pienso.
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Afuera todo es fiesta y adornos navideños. Luces de colores contrastan con los edificios grises. Un Santaclós deprimente se baja de un microbús y entra a una tienda departamental, no precisamente para gastarse su raquítico aguinaldo. La gente lleva las manos en los bolsillos, debido al frío. Quiso la suerte, el destino, los desatinos, acaso los dioses, que mi existencia sea igual de tranquila que un manicomio. Desde niño me especialicé en silencios, en alejarme de las multitudes, en llorar a oscuras, en refugiarme en mi mundo y sentirme siempre incomprendido. ¿Cómo llegué a este punto? No lo sé, ni pretendo averiguarlo. No escucho a Mariano Osorio, reniego de los curas que se hacen ricos con las limosnas, no comulgo con las religiones, detesto al Chespirito, odio a los políticos, nunca creeré en adivinos, aborrezco a Maná y me enferman las canciones de Arjona. Tampoco quiero ser el jefe de diez asalariados, ni casarme de smoking, ni fingir que el amor es para siempre, mucho menos quiero un auto del año y tampoco una casa con jardín y perro incluido. No me imagino vistiendo de traje todos los días, ni pagando intereses de dos tarjetas de crédito, ni poniendo adornos navideños, como tampoco me veo hipotecando mi futuro con una mujer que un día será idéntica a su madre. No, mis noches no son consuelo, pero eso es preferible a que se conviertan en un infierno habitado por dos o una cena navideña en silencio y un brindis con sidra rancia. Y Mario Benedetti ya no te parecerá un tipo sensible, sino un cursi que no sabe lo que realmente es el amor.
manualparacanallas@hotmail.com
Roberto G. Castañeda
El Universal
Jueves 23 de diciembre de 2010
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